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Aislamiento vacacional: la soledad de la ciudad en verano
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María Díaz

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Aislamiento vacacional: la soledad de la ciudad en verano

Agosto llega y se lleva consigo a los veraneantes de las ciudades a poblaciones más pequeñas y frescas. Sin embargo, la sensación de soledad que puede dejar en los que se quedan no puede paliarse con los mensajes fugaces que nos permite la tecnología

Foto: Un hombre descansa en una terraza en La Laguna (Tenerife). (EFE/Alberto Valdés)
Un hombre descansa en una terraza en La Laguna (Tenerife). (EFE/Alberto Valdés)
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La ciudad se ha vaciado. Mientras los pueblos y las costas sufren la presión de los desplazamientos y los espacios y servicios públicos se saturan de veraneantes, la ciudad revela su verdadero tamaño ahora que está casi deshabitada. Los bulevares se perciben enormes sin los afluentes de masas que los suelen recorrer. El tráfico se presenta como un apacible elemento urbano y se desprende de su agresividad cotidiana para convivir con el resto de la ciudad como no lo hace en ningún otro momento del año. Los comercios parecen más amables y cercanos cuando no compiten por la atención masiva. Se despejan los espacios verdes y deportivos —a excepción de las piscinas— lo que propicia un uso más cuidadoso de entornos e instalaciones. Llega a tal punto la estampida que, en ocasiones, en calles de una sola dirección, florecen plazas de aparcamiento como los hierbajos entre los adoquines.

Los que quedamos en la ciudad nos concentramos de forma instintiva —para sobrevivir al calor del asfalto— en cines, zonas de baño, museos y parques, disfrutando un tanto del huequecito extra para los codos, mientras se intenta no pensar mucho en el éxodo que no se ha podido llevar a cabo. Quedarse en la ciudad en agosto tiene sin duda sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Más allá de las limitaciones económicas, laborales y meteorológicas, lo que más pesa es la soledad. La ciudad sigue ofreciendo una inabarcable oferta cultural y de ocio, pero no hay nadie con quien compartirla. La compañía se programa con antelación, con los calendarios vacacionales de los más cercanos como hoja de ruta.

La falsa cercanía que puede tender el teléfono móvil, siempre al alcance de la mano, es engañosa y traicionera. Más que apaciguarla, subraya, con frecuencia, la sensación de soledad. Todo son chequeos rápidos y memes, actualizaciones e historias, fotos veloces y comentarios sobados. Es la cháchara digital, lo contrario a la comunicación. Esto, por supuesto, no es culpa de nadie y, si lo fuese, sería culpa de todos. Los que nos mantenemos, con nuestras expectativas vacías en la pantalla; los que se van, con sus gestos inocuos de fugacidad compartida. El diseño y estructura de las formas de comunicación son, sin embargo, los que nos ponen en bandeja de plata estas interacciones ansiosas.

Durante años rechacé el uso de aplicaciones de mensajería instantánea en mi teléfono móvil. La idea no parecía mala en primera instancia, pero podía dar lugar a malinterpretaciones sobre mi autonomía y tiempo que no me apetecía propiciar. Luego, ciertas complicaciones logísticas y el acuerdo social de que la inmediatez no tenía por qué ser recíproca hicieron que diera mi brazo a torcer. Recuerdo, sin embargo, cómo eran los periodos vacacionales para mí entonces. Estaban llenos de llamadas pausadas y correos electrónicos cargados de significado.

Foto: Ramón García en la segunda entrega del 'Grand Prix'. (RTVE)

El asunto de uno de esos emails —"algún día, esto será una novela epistolar"— lo comunica todo. No soy capaz de imaginar el talento vanguardista que requeriría un escritor para convertir mis chats de WhatsApp en un género literario. Al fin de cuentas, cuesta mucho sentirse sola cuando se rumia cómo contar la vida a otros. Todo era eso: repensar las percepciones, repasar los acontecimientos, reestructurar los hechos y condensarlo todo en un párrafo. Narrarle algo a alguien, en definitiva.

Uno no se siente solo en soledad, ni viviendo experiencias sin compañía. El aguijón pica, por supuesto, cuando no se tiene a nadie con quien compartirlo, aunque no esté aquí. Y, aunque no sea cierto, esa es la sensación que pueden producir ciertos hábitos de contacto contemporáneos. Quizá hayamos confundido un poco la inmediatez con la cercanía. La distancia del tiempo permite tomar postura sobre lo propio y lo ajeno y acercar, paradójicamente, el interés mutuo. Démonos, pues —ahora que la holgura despejada de la ciudad lo permite— un poco de espacio para estar más cerca.

La ciudad se ha vaciado. Mientras los pueblos y las costas sufren la presión de los desplazamientos y los espacios y servicios públicos se saturan de veraneantes, la ciudad revela su verdadero tamaño ahora que está casi deshabitada. Los bulevares se perciben enormes sin los afluentes de masas que los suelen recorrer. El tráfico se presenta como un apacible elemento urbano y se desprende de su agresividad cotidiana para convivir con el resto de la ciudad como no lo hace en ningún otro momento del año. Los comercios parecen más amables y cercanos cuando no compiten por la atención masiva. Se despejan los espacios verdes y deportivos —a excepción de las piscinas— lo que propicia un uso más cuidadoso de entornos e instalaciones. Llega a tal punto la estampida que, en ocasiones, en calles de una sola dirección, florecen plazas de aparcamiento como los hierbajos entre los adoquines.

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