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'La nariz' de Shostakovich irrita y apasiona en el Teatro Real
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'La nariz' de Shostakovich irrita y apasiona en el Teatro Real

Casi un siglo después del controvertido estreno, la ópera conserva toda su fuerza transgresora gracias a la dirección musical de Wigglesworth, el cabaré escénico de Barry Kosky y la imponente actuación de Martin Winkler

Foto: Pase gráfico de 'La nariz' en el Teatro Real. (EFE/Javier del Real/Teatro Real)
Pase gráfico de 'La nariz' en el Teatro Real. (EFE/Javier del Real/Teatro Real)

No es que hubiera una desbandada en los tendidos del Real, pero se amontonaron los casos de fuga. Quizá porque el estreno de La nariz no contemplaba la solución logística que permite huir en el descanso. O quizá porque la ópera corrosiva de Shostakovich irrita en 2021 igual en 1928.

Es interesante el transcurso de un siglo porque demuestra la proyección vanguardista del compositor ruso. Y porque su cabaré sarcástico y delirante aún inquieta a los espectadores conservadores de los estrenos.

Ni disfrutaron de la música en el estreno de este lunes ni tuvieron ocasión de pavonearse en los (ausentes) entreactos. Por eso, algunos abandonaron la sala con modales incorregibles. Y otros lo hicieron a medida de un incómodo goteo. Especialmente en las localidades postineras.

Foto: 'Orfeo'. (Javier del Real)

Les escarmentó Shostakovich desde la insolencia y arrogancia de los 23 años. Los acababa de cumplir cuando la ópera se estrenó en San Petersburgo y cuando el prodigio todavía conservaba la ingenuidad y la valentía de la insumisión transgresora. Ya se ocuparía de castrarlo el estalinismo. Y de malograr el porvenir de La nariz, hasta el extremo de que la censura soviética la proscribió durante casi medio siglo de oprobio.

El desgarro de la partitura es tan elocuente como la irreverencia y la iconoclasia. O como la descripción sarcástica de una sociedad que se caricaturiza en la burocracia, el ejército y la hipocresía.

No hacía otra cosa Shostakovich que adaptar el cuento homónimo de Gogol, pero el rasgo inequívoco de todas los totalitarismos consiste en la carencia profunda y acomplejada del sentido del humor. Por eso no tuvo ninguna gracia hace un siglo la historia de un militar de alta graduación que pierde la nariz y que la persigue en el trasiego de una trama grotesca. Tan grotesca que la nariz fugitiva se convierte en secretaria de Estado y trata incluso escaparse del país con una documentación fraudulenta.

Foto: 'Il trovatore' en el Liceu de Barcelona.

Tiene sentido acordarse del Wozzeck de Alban Berg —y de los interludios musicales— como lo tiene reconocer el ingenio de Shostakovich en el “libertinaje” de un idioma musical guiñolesco y turbio que alude a la vanguardia descarriada de entreguerras, que se abastece del folclorismo estilizado y que se percibe en 2023 con una asombrosa vitalidad.

Es la razón por la que reviste tanto mérito la lectura musical de Mark Wigglesworth en el foso del Teatro Real. Y la disciplina con que los profesores de la orquesta madrileña reaccionan al virtuosismo rítmico, al colorido extravagante de la partitura y a la contorsión de la montaña rusa.

Llevarla a escena requiere un reparto descomunal y un talento dramatúrgico que enfatizan el ingenio de Barry Kosky. Suya es la responsabilidad de haber trasladado al Real el espíritu de la partitura. Como si fuera una extrapolación perfecta de la música. Y como si la acidez y erotismo de la farsa nariguda solo pudiera contarse desde la perspectiva de un gran cabaré de los años 20. Desfilan en escena bailarinas barbudas y soldados ebrios, comediantes del arte y payasos tristes, aunque el centro de gravedad del caleidoscopio concierne a la apabullante interpretación de Martin Winkler. No ya por el desgaste vocal de un personaje polifacético que permanece en escena las dos horas de la función, sino porque el hombre sin nariz engendra una energía teatral identificable en todos los estados de ánimo: del sarcasmo al dolor, de la carcajada al espanto y el esperpento.

Foto: La soprano alemana Ricarda Merbeth, en el papel de Brünnhilde, y el barítono estonio Lauri Vasar, en el papel de Gunthe. (EFE/Javier del Real)

No hay límites entre el cantante ni el actor, un clown desamparado cuya travesía por la ópera reluce en un ejercicio de extrema entrega y de carisma brutal. Incluso cuando balbucea y eructa en la boca del escenario.

Sigue escandalizando Shostakovich un siglo después. Se le percibe como un transgresor. Y como un látigo de las sociedades mojigatas que supo bien reactivar el carrusel surrealista y desconcertante de Barry Kosky. No solo cuando Anne Igartiburu hizo su cameo de presentadora de televisión —“Hola, narigudos…”—, sino cuando Martin Winkler atravesó el escenario de extremo a extremo con un vistoso pene colgante en lugar de una nariz.

No era una provocación gratuita, sino la metáfora visual que aludía a la acepción sexual de la nariz, en cuanto protuberancia viril y equivalencia análoga de la virilidad. Nariz se dice Hoc (nos) en ruso, aunque es más interesante leerla al revés. Porque Coh (son) significa 'sueño'. Y porque el silencio de la razón predispuso el apasionamiento con que la gran mayoría del público del Real agradeció el gran estornudo de Shostakovich.

No es que hubiera una desbandada en los tendidos del Real, pero se amontonaron los casos de fuga. Quizá porque el estreno de La nariz no contemplaba la solución logística que permite huir en el descanso. O quizá porque la ópera corrosiva de Shostakovich irrita en 2021 igual en 1928.

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