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El Real encuentra a Wagner entre la distopía medioambiental y el totalitarismo
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El Real encuentra a Wagner entre la distopía medioambiental y el totalitarismo

Cuatro años y cinco horas y media después, Heras-Casado y Robert Carsen culminan una versión audaz y desmitificada de 'El anillo del Nibelungo'

Foto: La soprano alemana Ricarda Merbeth, en el papel de Brünnhilde, y el barítono estonio Lauri Vasar, en el papel de Gunthe. (EFE/Javier del Real)
La soprano alemana Ricarda Merbeth, en el papel de Brünnhilde, y el barítono estonio Lauri Vasar, en el papel de Gunthe. (EFE/Javier del Real)

Conmovía quizá como nunca la caída del telón del Teatro Real ya entrada la madrugada de este jueves. No es que hubiera terminado una función cualquiera. Lo hacía el último 'episodio' de la tetralogía wagneriana ('El ocaso de los dioses'). Se habían consumido cinco horas y media de función. Y habían transcurrido cuatro años desde el inicio del ciclo. 'Inicio' en el sentido literal y convencional, pero también descriptivo de las connotaciones del rito iniciático que conlleva la experiencia wagneriana.

Y no solo para el público, que estaba convocado al primer 'Anillo' desde que se escenificó en 2004 la versión de Willy Decker. También para los músicos. Y para el maestro que ha ejercido de médium del ceremonial. Pablo Heras-Casado nunca había conducido antes 'El ocaso de los dioses', como no había tampoco dirigido anteriormente el prólogo de 'El oro del Rin' ni las cimas de 'La Valquiria' y 'Sigfrido'. Se le observaba ayer exhausto en la penumbra del foso, como si hubiera acometido a pulmón el ascenso a la cima del Valhalla. Y como si la recompensa al esfuerzo fuera precisamente la visión total del universo, a través del agua y del fuego, en una escena de prodigiosa belleza a la que puso firma el talento dramatúrgico de Robert Carsen.

placeholder El tenor austriaco Andreas Schager (c), en el papel de Siegfried. (EFE/Javier del Real)
El tenor austriaco Andreas Schager (c), en el papel de Siegfried. (EFE/Javier del Real)

Wagner recompensa a quienes se implican en el viaje narcotizante. No todos los espectadores resistieron hasta último acto, pero el desplante o la impaciencia de los fugados los sustrajo del sortilegio de la media noche, del trance de 'La marcha de Sigfrido', de la plenitud de la cima casi en apnea. Poco sentido tiene reprocharle a Wagner la duración de sus obras y la megalomanía del 'Anillo del nibelungo' cuando la música, la palabra y la dramaturgia telúrica desdibujan las convenciones espacio-temporales. Por eso resultaba inverosímil y hasta desgraciado que se desplomara el telón. Que pudiera acabarse la noche. El desamparo del silencio, la orfandad, explican en sí mismos la excepcionalidad de la velada a la que asistimos. Y el criterio intuitivo con que Heras-Casado ha desempeñado su papel de gran sacerdote. Ha encontrado la llave de acceso al misterio wagneriano, nos lo ha decodificado. Y ha elaborado una trama sonora de impactante poder atmosférico y de imponente apariencia visual: los metales ocupaban los palcos aledaños del foso, custodiaban el cráter como si fueran incandescentes, igual que hacían las seis arpas —las seis arpistas— a semejanza de un gran telar en el que iba imbricándose el tejido musical.

Es curiosa la paradoja de la gran orquesta wagneriana. El hechicero de Bayreuth no incorpora al foso más y más músicos para sumar decibelios ni para abrumar los oídos, sino para elaborar tramas sonoras y cromáticas más complejas. Heras-Casado sabe extraerlas. Y no se trata de mera orfebrería sonora ni de preciosismo estéril, sino de subordinar el detalle a la gran narrativa. Las corrientes dan sentido al oleaje en este 'Anillo' sin agua, ni épica ni metafísica. Un 'Ocaso' distópico que redunda en el apocalipsis medioambiental y que evoca la tierra baldía de 'Mad Max'.

placeholder Representación de 'El ocaso de los dioses'. (EFE/Javier del Real)
Representación de 'El ocaso de los dioses'. (EFE/Javier del Real)

Porque así lo ha querido la dramaturgia sobria y política de Robert Carsen. El director de escena canadiense no cree ni en los dioses ni en los hombres. Ni siquiera en los héroes. Plantea una estética despiadada, posindustrial, tóxica. La corrupción de los hombres alcanza a la corrupción de la naturaleza. De hecho, el gran viaje no comenzó hace cuatro años en el lecho del Rin, sino en la escombrera de un vertedero. La destrucción es el presupuesto de la reconstrucción. Carsen deriva la Tetralogía de Wagner en la dialéctica del opresor y del oprimido, pero también pronostica la devastación del medio ambiente y traslada los extremos alegóricos de la codicia como trasunto de la perdición de la humanidad. El oro es un palíndromo. Oro. Principio y final. Final y principio. El eterno retorno permite situar la ópera en cualquier tiempo, en cualquier lugar. Carsen la ubica en un yermo sin agua ni bosques. Y en el contexto de una tiranía de resonancias totalitarias —el búnker como refugio de un mundo exterior irrespirable— en el que se describe el despecho y la frivolidad de la alta burguesía, la pulsión justiciera, la noción menos elevada de los celos, la codicia y la venganza.

No son meras elucubraciones, ni tampoco hacen falta, en realidad, considerarlas para disfrutar de la extrapolación estética y escénica que hemos vivido 'enmascarados' entre las butacas del Teatro Real. El esmero de la iluminación y la atmósfera corrosiva fomentan una plasticidad que permite respirar a la música de Wagner y que desnuda a los cantantes en una tarima áspera y desolada, cuando no en un búnker siniestro.

placeholder El bajo danés Stephen Milling (c-i), en el papel de Hagen, el tenor austriaco Andreas Schager (c-d), en el papel de Siegfried. (EFE/Javier del Real)
El bajo danés Stephen Milling (c-i), en el papel de Hagen, el tenor austriaco Andreas Schager (c-d), en el papel de Siegfried. (EFE/Javier del Real)

Los cuida Heras-Casado desde el mascarón del foso, consciente del desafío atlético que corresponde a Siegfried (Andreas Schager) y Brünnhilde (Riccarda Merbeth), estrellas de un reparto en el que destacan la nobleza y la línea de canto de Stephen Milling, cuya brillantez en el personaje de Hagen demuestra que no hay papeles secundarios en una ópera circular e iniciática que tanto puede durar cinco horas como escaparse entre los dedos igual que la arena de un reloj que se consume en el lecho de un río muerto.

Se aplaudió con justicia la valentía de Schager. Se midieron las limitaciones de Riccarda Marbeth. Se aclamaron las exigentes prestaciones de la orquesta del Real, y sobrevino una asombrosa división de opiniones cuando Robert Carsen asomó en el escenario. Era la manera de reaccionar a una lectura de Wagner desmitificada y descorazonada. No hay épica ni mística en la narrativa del director canadiense, pero la belleza de la escena final y la lectura abrasiva y corrosiva del 'Anillo' permiten encontrar a Wagner en el lugar visionario y oracular que nunca ha dejado de ocupar.

Conmovía quizá como nunca la caída del telón del Teatro Real ya entrada la madrugada de este jueves. No es que hubiera terminado una función cualquiera. Lo hacía el último 'episodio' de la tetralogía wagneriana ('El ocaso de los dioses'). Se habían consumido cinco horas y media de función. Y habían transcurrido cuatro años desde el inicio del ciclo. 'Inicio' en el sentido literal y convencional, pero también descriptivo de las connotaciones del rito iniciático que conlleva la experiencia wagneriana.

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