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Juan Muñoz Martín, el pirata bueno que todos quisimos ser
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AUTOR DE FRAY PERICO Y EL PIRATA GARRAPATA

Juan Muñoz Martín, el pirata bueno que todos quisimos ser

Uno de los autores españoles que más han vendido, nunca quiso separarse de la literatura infantil

Foto: Juan Muñoz Martín en su casa de Madrid. (Carmen Castellón)
Juan Muñoz Martín en su casa de Madrid. (Carmen Castellón)

Sucedió en noviembre de 2020, al final de un pasillo oscuro del barrio de Tetuán, en Madrid. El ruido de un cerrojo que no parecía abrirse me puso en alerta: estaba a punto de saludar a una persona a quien quería conocer desde hacía más de 30 años.

Buenos días, marineros de agua dulce, aquí el pirata Garrapata”, dijo la fragilísima figura que se asomó por la puerta. “¡Entrad u os haré pasar por la quilla!”.

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Era Juan Muñoz Martín (Madrid, 1929-2023), una de las figuras clave de la literatura española del siglo XX. Si hablamos de ventas, pocos libros pueden competir con Fray Perico y Garrapata; si hablamos de influencia…, ¿cuántos pueden presumir de haber enseñado a leer a varias generaciones de españoles?

Foto: Los Reyes con el escritor Juan Muñoz Martín el pasado mes de diciembre. (EFE/Ramón de la Rocha)

Ahí tenía a la leyenda viva, 91 años, disfrazado de pirata en la puerta de su casa, un pequeño pisito del que nunca quiso moverse, aunque medios tuvo para hacerlo. Apenas podía caminar y le faltaba energía hasta para proyectar la voz, pero no renunció a su leitmotiv: hacer reír y soñar al lector. En ese orden. “Ha insistido él en disfrazarse, le encanta recibir y hablar con sus niños… aunque ya no seáis niños”, me confesó Ninfa Muñoz, una de sus cuatro hijos, siempre atenta a las necesidades de su padre.

Como para tantos otros nenes, Fray Perico y su borrico (SM, 1980) fue mi primera novela. Antes había leído un puñado de cuentos cortos, simples hasta para un cerebro de seis años, que nada tenían que ver con las aventuras de aquellos curas salmantinos que nos hacían saltar las lágrimas de la risa. Fue una conmoción en nuestro microuniverso: ¿cómo que leer es divertido? Divertido era echar un partido, meterse en charcos o jugar a la Game Boy en catequesis. ¿Pero leer?

Muñoz Martín enseñó a varias generaciones de españoles que la lectura puede ser divertida

Empecé a entender la magnitud del asunto cuando vi que algunos compañeros no se levantaban del pupitre para el recreo. Habíamos pasado una hora leyendo a Garrapata en voz alta y preferían saber qué sería del pirata a coger un balón. Yo nunca llegué a ese extremo, pero sí a leerlo en casa, después de los deberes, mientras en la tele daban dibujos animados, porque no quería quedarme sin tema de conversación al día siguiente. Llevaba el libro a todos los sitios, compitiendo con los muñecos por los bolsillos del abrigo, y con esto que creo lo digo todo.

A menudo me preguntaba cómo sería Juan Muñoz Martín. No se sabía nada, porque internet estaba sin inventar y a la televisión y a la prensa no les importaba demasiado aquel autor infantil. Lo imaginaba como un maestro bondadoso, capaz de sacarte una sonrisa cuando no dabas con la nota de la flauta, quizá la persona más graciosa sobre la Tierra. No andaba errado: Juan era profesor en la Institución Jamer, a pocos metros de mi colegio, y el relato de sus exalumnos da fe de su calidad humana.

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Muñoz escribía por obligación. Todas las tardes, al llegar a casa, se sentaba frente a la máquina para liberar el torrente de ideas que había acumulado a lo largo de la mañana. Apenas borraba, casi nunca corregía, porque, en su prodigiosa imaginación, ya había vivido lo que iba a narrar. Si algo le frenaba eran sus propias carcajadas, que después compartía con su mujer, Maruja, y una extensa nómina de hijos y nietos. Publicó más de 70 novelas, todas con la editorial SM, en una muestra de lealtad recíproca de las que ya no se estilan.

Juan fue valiente al recibirnos en su casa. Hacía unas semanas que había terminado en confinamiento y la paranoia vírica estaba en su peor momento. Sabía que una infección, a su edad, era el fin, pero la alternativa era aislarse y morir en vida. Y Juan quería vivir todos los días: cada mañana le preguntaba a sus hijos qué decían de él en Twitter, sin siquiera saber cómo funcionaba, porque lo importante es que allí estaban sus lectores.

Cada mañana, le preguntaba a sus hijos qué decían de él en Twitter, porque sabía que allí estaban sus lectores

La conversación duró más de dos horas, en las que Juan nos contó que era hijo de militar y maestra, que habría sido cura de no cruzarse Maruja en su vida y que antes los autores de bestseller no se forraban como ahora. "Ganaba 50.000 euros al año, que no estaba nada mal, pero tampoco daba para un yate", decía entre risas. Que su único vicio fue quedarse en casa, escribir y leer. Que sus amigos literatos le decían que tenía que hacer novela adulta para que le tomasen en serio, y que él les respondía que prefería que le tomasen a broma. Nunca sufrió del ego: mientras compañeros que vendían menos se marchaban airados de los platós, él recorría los colegios de la provincia para leerles Fray Perico a los niños.

Al terminar, me dedicó Fray Perico y Monpetit (SM, 1998), nada menos que la decimoséptima edición, y pidió que le sacáramos guapo en las fotos. De aquel encuentro solo queda la prueba gráfica, porque la grabadora hizo algo que nunca antes, ni después, había hecho: bloquearse. Cuando quise guardar la conversación, el software se reseteó y las palabras de Juan se esfumaron para siempre. De algún modo, el teléfono hizo suyas las palabras del poeta Félix Grande que dicen que, allá donde fuiste feliz, no deberías volver.

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El año pasado hizo su último viaje, a Tenerife, para recibir la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes a manos del Rey. Ninfa Muñoz lo recuerda al teléfono: "Mi padre fue muy feliz esos días. Le encantó volver a subirse a un avión, el personal de Iberia le hizo un pequeño homenaje, paseamos por Santa Cruz saludando a sus fans... Estaba encantado y yo agradezco mucho que pudiera vivir la experiencia, sentir todo ese cariño que se ganó a lo largo de su vida".

Juan falleció en la madrugada del 24 de febrero. Está enterrado con Maruja, en Guadalajara, junto a una nutrida selección de sus libros, de los que nunca quiso separarse. "Mi padre nunca pensó que fuera a morirse, vivía cada día a tope, siempre con ganas de hacer miles de cosas", dice su hija. "No hará ni un mes que estuvimos en un colegio leyendo Garrapata. Pensé que aguantaría media hora, pero estaba tan a gusto representando la obra con los niños que estuvimos más de tres. Los chavales se morían de la risa; eso era quizá lo que más feliz le hacía en el mundo".

Sucedió en noviembre de 2020, al final de un pasillo oscuro del barrio de Tetuán, en Madrid. El ruido de un cerrojo que no parecía abrirse me puso en alerta: estaba a punto de saludar a una persona a quien quería conocer desde hacía más de 30 años.

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