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Que me perdone Israel Elejalde
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Que me perdone Israel Elejalde

De tan bueno como es, siento coraje. Y celos. Quizá porque un día quise ser actor y viéndole ejercer celebro no haber sido valiente

Foto: Irene Escolar e Israel Elejalde, en Finlandia. Pascal Rambert. 2022. (Vanessa Rabade)
Irene Escolar e Israel Elejalde, en Finlandia. Pascal Rambert. 2022. (Vanessa Rabade)

Que me perdone Israel Elejalde; que me perdone porque no lo puedo evitar. No. Por mucho que lo intente no soy capaz. Si está Irene Escolar en un escenario no puedo dejar de mirarla. Dentro de una caja que pretende ser suite -en Finlandia- o por detrás de un atril más bien barato poniéndole voz a Lorca; entre El Público o como Gaviota. No lo consigo. Y no sé si es porque se me dilatan las pupilas -en medio de la oscuridad- pero, como si fuera uno de los perros de Pávlov, no consigo ver más; y la veo amarilla. Ya sé que el amarillo en el teatro está proscrito -como el número trece entre las salas del Prado-, que en la Edad Media se reservaba para los que llamaban “biliosos”, pero a mí me gusta el limón -en ayunas con agua templada-, que sí, es amarillo; y si se chupa, te hace torcer el gesto -igual que el miedo-. Ver increpar a Irene, bajo la fría luz de fluorescentes helados, a un Israel malqueriente -y asustado-, sus gestos, los de ambos, es como repasar el catálogo de máscaras de Messerchmidt, que a veces parecen víctimas del ácido cítrico -también-.

placeholder Irene Escolar en 'La Gaviota'. Alex Rigola. 2020. (Teatro La Abadía)
Irene Escolar en 'La Gaviota'. Alex Rigola. 2020. (Teatro La Abadía)

Que me perdone Israel Elejalde pero, aún parecía dormida y yo ya la había elegido; a ella. Ir con ella. Estar en su bando. Aunque, por momentos, me sintiera un poco él. Igual de imperfecto, de apocopado, de pretérito. Lo de recorrer cuatro mil kilómetros por amor, me puede resultar plausible; para tratar de retenerlo, como él, algo casi seguro. Por amor, dicen, se hacen las gestas más incendiarias. Por conservarlo, esto lo digo yo, se invierte el orden, se pierde el norte -y Finlandia sigue allí, no lo olviden; muy cerca del Polo-. También dicen que en Helsinki viven las mujeres -y los hombres- más felices de la Tierra. No creo que sea por el frío. Ni por los limones, que no tienen -la “cuenca de oro”, por el brillo de sus limones, sigue sita en Palermo-. Al parecer, viven casi -muy- bien por su amor a la naturaleza, con ella, como el niño de Rousseau. Y puedo entenderlo. Es exultante y variada, primitiva, invasiva. Quizá el Isra viajado debía haberse abrazado a un árbol -en vez de asfixiar con palabras a Irene-, como Zaqueo. O Tita.

placeholder FRANZ XAVER MESSERSCHMIDT. 1771-1783
FRANZ XAVER MESSERSCHMIDT. 1771-1783

Que me perdone Israel Elejalde; pero a Irene la quiero. Casi desde nuestra primera vez -después de su Julieta infinita en La Abadía-. Y esto sí que no lo puedo explicar. El amor, como la fe o la belleza, no tiene explicación, no se debe entender. Solo hay que sentirlo. Hace una semana, en La Granja de San Ildefonso - que también es verde y agreste, al fondo-, debatíamos sobre ello. En torno a una mesa. Siguiendo el método socrático. Elvira Dyangani, Oliver Laxe y Anna Manubens; Cristina Pato, David Peralto e Isabelle Le Gallo. Y yo. Con la verdad inmutable de la literatura clásica como sostén. Y en torno a Alcestis – de Eurípides- levanté un muro para protegerla del hoy; ensalzando su gesta, su entrega, su búsqueda del -tan necesario- bien común. La duda que atravesaba el debate era, si el ser mujer había condicionado su ofrenda la más cara: la vida-. No lo creo. Lo que le movió fue que era madre, y frente a eso nada se puede comparar. Por eso Irene dice que quiere escapar de la navaja del desamor -que para Buñuel deja ciego-, de su veneno; por su hija -que duerme tan cerca que apenas oye-.

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Irene Escolar e Israel Elejalde, en Finlandia. Pascal Rambert. 2022. (Vanessa Rabade)

Que me perdone Israel Elejalde pero, de tan bueno como es, siento coraje. Y celos. Quizá porque un día quise ser actor y viéndole ejercer celebro no haber sido valiente. Él lo es. Siempre. Como Hamlet o como Ricardo III; haciendo de sí mismo -un poco- en 'La Clausura del amor'. Cuando más me gusta es en las manos de Miguel del Arco, o en las de Pascal Rambert; cuando hace de hombre normal devorado por los humores normales que sentimos los que intentamos serlo, normales -y a veces, cuesta-. Pareciera que la normalidad, hoy, es un don, una virtud, una rareza. Todo un oxímoron -bella palabra-. Almodóvar -que también le ha dirigido- y Fabio McNamara cantaban, sobre tacones, que querían “ser mamá”. Yo lo que quiero es ser normal -tal vez lo consiga-. Pero de esos normales que cogen el coche en ropa de verano para cruzarse Europa, sin pensar, por miedo a perder el amor elegido. Aunque, casi siempre, sea el amor quien te elija a ti.

Que me perdone Israel Elejalde; que me perdone porque no lo puedo evitar. No. Por mucho que lo intente no soy capaz. Si está Irene Escolar en un escenario no puedo dejar de mirarla. Dentro de una caja que pretende ser suite -en Finlandia- o por detrás de un atril más bien barato poniéndole voz a Lorca; entre El Público o como Gaviota. No lo consigo. Y no sé si es porque se me dilatan las pupilas -en medio de la oscuridad- pero, como si fuera uno de los perros de Pávlov, no consigo ver más; y la veo amarilla. Ya sé que el amarillo en el teatro está proscrito -como el número trece entre las salas del Prado-, que en la Edad Media se reservaba para los que llamaban “biliosos”, pero a mí me gusta el limón -en ayunas con agua templada-, que sí, es amarillo; y si se chupa, te hace torcer el gesto -igual que el miedo-. Ver increpar a Irene, bajo la fría luz de fluorescentes helados, a un Israel malqueriente -y asustado-, sus gestos, los de ambos, es como repasar el catálogo de máscaras de Messerchmidt, que a veces parecen víctimas del ácido cítrico -también-.

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