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Monjes asesinos: ¿puede el pacífico budismo cometer un genocidio?
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Monjes asesinos: ¿puede el pacífico budismo cometer un genocidio?

El director suizo Barbet Schroeder (Teherán, 1941) no tardó mucho en descubrir las consecuencias de aproximarse al Mal. Una madrugada de 1974, apenas unas semanas después

Foto: Ashin Wirathu
Ashin Wirathu

El director suizo Barbet Schroeder (Teherán, 1941) no tardó mucho en descubrir las consecuencias de aproximarse al Mal. Una madrugada de 1974, apenas unas semanas después del estreno de su documental sobre el dictador ugandés Idi Amin Dada, recibió varias llamadas desde Kampala: al otro lado de la línea, un montón de voces gimoteantes, desesperadas, imploraban al cineasta a cumplir con una única exigencia de Idi Amin. Al sátrapa no le había gustado nada el final elegido para la película, y exigía su cambio por otro más amable; para convencer a Schroeder, había dado su número a 200 rehenes franceses, recluidos en un hotel, a los que amenazaba con matar si el realizador no se avenía a razones. Barbet Schroeder, muy consciente de que Idi Amin era perfectamente capaz de cumplir con su amenaza, accedió a autocensurarse. Tendrían que pasar varios años para que 'Idi Amin Dada. Una autobiografía' pudiese verse tal como fue concebida originariamente.

La célebre anécdota resume y a la vez define la 'Trilogía del mal', de Barbet Schroeder, un proyecto que surge tanto de “la curiosidad” como del deseo de romper con el maniqueísmo con el que el cine estadounidense presentaba a buenos y malos. “Todo comenzó cuando tuve la extraordinaria experiencia de poder sentarme a hablar íntimamente con el Mal”, explica el director a El Confidencial. Su argumento es más literal que metafórico: la 'Trilogía del mal' sienta ante la cámara a tres personajes cuya visión de la realidad supone un riesgo para la humanidad. Además de Amin Dada, Schroeder logra conversar con el abogado Jacques Vergés, defensor de, entre otros, el nazi Klaus Barbie o Carlos “el Chacal” ('El abogado del Mal', 2003), y con el monje budista Ashin Wirathu ('El venerable W.', 2017), ideólogo del exterminio rohingya en Birmania. Las tres películas pueden verse en la plataforma online Filmin.

El mal definitivo

El mal que presenta Schroeder no es banal ni posee el glamur de una película de James Bond: es visceral, fanático, carismático y habla en un lenguaje directo y comprensible. Su ejemplo más sintomático es el personaje central de El venerable W., un film cuyo telón de fondo es el genocidio. Para el director, constituye el único broche final lógico para su tríptico: “No se puede hacer nada más después de representar un genocidio. Eso es definitivo”.

Según datos de Naciones Unidas, en Birmania, país con 135 etnias y cuatro religiones, y donde los musulmanes constituyen el 4% de la población, se está cometiendo una “limpieza étinica de manual” contra este clan de apenas millón y medio de habitantes, establecido en la rica región —en recursos naturales— de Rakáin (oeste), y marginado desde la toma del poder de la junta militar en 1962. Naciones Unidas cifra en casi 200.000 los muertos y en más de 650.000 los desplazados (a la vecina Bangladés), como consecuencia de las acciones sistemáticas de hostigamiento a la población rohingya, muchas de ellas realizadas por masas enardecidas alentadas por budistas fundamentalistas cuyo concepto extremo de la religión no es disociable de la raza. Aunque la mayoría de los acontecimientos denunciados por la ONU se fechan a partir de agosto de 2017, todos ellos tienen su origen en los incendios mortales contra propiedades rohingyas iniciados en 2003 y recrudecidos en 2013, tras rebeliones populares azuzadas por movimientos ultranacionalistas como 969 o Ma Ba Tha, liderados por Wirathu.

Wirathu utiliza la tribuna de su autoridad espiritual para lanzar contundentes mensajes de odio difundidos hábilmente por las redes

'El venerable W.' trata asuntos que resultan aterradoramente vigentes, como el control de las fronteras, el nacionalismo o las noticias falsas. Wirathu, una anomalía y una contradicción en una religión pacificista como el budismo, que considera todo acto de violencia contrario a su esencia y que cada ser humano contiene un retazo de divinidad, utiliza la tribuna de su autoridad espiritual para lanzar contundentes mensajes de odio, en su mayoría difundidos hábilmente por las redes sociales o a través de vídeos similares a los que propaga el ISIS. Sus sermones parecen mítines políticos, y entre sus campañas de segregación destaca el señalamiento de las tiendas musulmanas con pegatinas, a fin de discriminarlas. Sus palabras supuran hiel: compara a los musulmanes, o kalar, en su acepción despectiva, con el siluro africano, un pez que se reproduce y crece muy deprisa, devora a su propia especie y destruye su entorno natural. Su influencia alcanza la propia gobernación del país: logró que se implantaran restrictivas leyes sobre raza y religión que regulaban el control de natalidad de la comunidad rohingya o su libertad de culto.

Tratar de comprender sin juzgar

Schroeder lo filma con atención y sin ánimo de implicarse. “Mi trabajo consiste en tratar de comprender, no de juzgar”, sostiene. Su trilogía no es sólo un modélico ejercicio de memoria histórica que documenta hechos que no deben olvidarse, sino que pone además al espectador ante numerosos dilemas éticos. La manifestación más clara de esta diatriba moral se encuentra en El abogado del Terror, quizás el más digerible de los tres documentales, por su estructura narrativa clásica, aunque también el más peligroso: Jacques Vergés no es un dictador o un supremacista, y ante la cámara se muestra fanfarrón y provocador, pero las motivaciones que esgrime para justificar la defensa de sus clientes, terroristas, dictadores o colaboracionistas nazis, pueden despertar legítimas simpatías.

Vergés inició su carrera como abogado criminalista defendiendo a varios miembros del FLN argelino en tiempos de la lucha por la independencia contra Francia. En la primera sesión del juicio, asumió que la mejor defensa tendría que ser un buen ataque y desarrolló la llamada “estrategia de ruptura”, constante en su trayectoria, fundamentada en la negación de toda autoridad judicial por considerarla ilegítima. Vergés, hijo de padre de Reunión y de madre vietnamita, siempre se tuvo por un colonizado, y por eso receló de una justicia impartida y realizada por y para opresores y poderosos. Con esta misma actitud se encara con Barbet Schroeder y con el espectador, poniendo en tela de juicio sus certidumbres y seguridades.

Pero las buenas intenciones de Schroeder, su afán por la objetividad, se ven seriamente amenazadas en su prolongado contacto con Idi Amin. El dictador permitió la presencia en su país de un equipo de rodaje, entre el que se encontraba el mítico director de fotografía Néstor Almendros, con la condición de que sería él mismo quien elegiría qué se grababa, cuándo y casi cómo. Sus ansias de control fueron tan grandes que Schroeder transigió en hacerle figurar en los créditos de la película como responsable de su apartado musical: Amin seleccionó a las bandas tradicionales que iban a aparecer en pantalla. El resultado es el delirio de un megalómano obsesionado por la popularidad, de sonrisa tensa antes las preguntas incómodas y de pensamientos ramplones.

Amin Dada, ex-campeón de pesos pesados de Uganda y pinche de cocina autoascendido a general, llegó a provocar la muerte, en condiciones salvajes, de 300.000 compatriotas, arruinó un país próspero por medio de una visión surgida de un sueño, y escribió telegramas demenciales a gobernantes de todo el mundo —a Nixon llegó a desearle suerte tras su destitución por el Watergate, felicitó a la junta militar chilena de Pinochet por su ascenso al poder, al presidente de Tanzania Julius Nyerere le declaró su amor fraterno—. Dada ejemplifica mejor que ninguno de sus otros compañeros de trilogía la tesis principal del trabajo de Schroeder: que el mal es íntrinsecamente humano, que todo hombre lleva dentro de sí sombras oscuras que pueden aflorar bajo circunstancias concretas. “Si tratamos de hacer un mundo sin mal" -apostilla el realizador-, “se puede volver o muy aburrido o muy terrorífico”. Paradójicamente, mucho más lúgubre.

El director suizo Barbet Schroeder (Teherán, 1941) no tardó mucho en descubrir las consecuencias de aproximarse al Mal. Una madrugada de 1974, apenas unas semanas después del estreno de su documental sobre el dictador ugandés Idi Amin Dada, recibió varias llamadas desde Kampala: al otro lado de la línea, un montón de voces gimoteantes, desesperadas, imploraban al cineasta a cumplir con una única exigencia de Idi Amin. Al sátrapa no le había gustado nada el final elegido para la película, y exigía su cambio por otro más amable; para convencer a Schroeder, había dado su número a 200 rehenes franceses, recluidos en un hotel, a los que amenazaba con matar si el realizador no se avenía a razones. Barbet Schroeder, muy consciente de que Idi Amin era perfectamente capaz de cumplir con su amenaza, accedió a autocensurarse. Tendrían que pasar varios años para que 'Idi Amin Dada. Una autobiografía' pudiese verse tal como fue concebida originariamente.

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