Los últimos ojos del siglo más bélico y sangriento
La historia de la fotografía cabe en una caja de 25 puritos habaneros guardada en una cartera de cuero negro o en una maleta de madera
La historia de la fotografía cabe en una caja de 25 puritos habaneros guardada en una cartera de cuero negro o en una maleta de madera encerrada –a salvo de la quema- en el desván de un piso del sur de Francia. La historia de la fotografía también puede desaparecer en un error de laboratorio, mientras se revelan a toda prisa las fotos del desembarco en la playa de Omaha, en Normandía, el 6 de junio de 1944, de las tropas aliadas. Un fallo humano provocado por la necesidad de entregar las fotos antes de tiempo, hace que suba la temperatura en el momento de secado y que se estropee la emulsión de la película.
Del reportaje del día D sólo se salvan once imágenes, tan movidas y espectrales que se convierten en leyenda al instante, por lo que retratan y por lo que no podemos ver. El mito de las imágenes perdidas de Robert Capa rebozado de arena de las playas ensangrentadas ha perseguido toda su vida a John G. Morris, el editor gráfico en Life entonces y responsable del cuidado de este material.
“Siempre me perseguirá el fantasma de lo que perdimos”, reconoce Morris. “Capa no se tomó mal la noticia de que habíamos derretido la emulsión de sus fotos y jamás habló conmigo de ello. Sin embargo, la agria decepción por la destrucción del resto de imágenes queda discretamente documentada en cartas que escribió a su madre y hermano. Bob Landry no lo encajó tan bien: cuando se enteró de que sus negativos del día D se habían volatilizado hubo que sujetarle para impedir que me diera un puñetazo”, es el único párrafo que dedica Morris al hecho con el que suele resumirse –sin justicia- su biografía, que cuenta en casi 500 páginas con el sugerente título ¡Consigue la foto! Una historia personal del fotoperiodismo (publicado por La Fábrica).
Pero resumir al editor gráfico más importante de la edad de oro del fotoperiodismo es como meter la historia de la fotografía en una caja de 25 puritos habaneros: sólo encontrarás un montón de fotos desperdigadas de tu abuelo vestido de nazi en Leningrado, como voluntario de la División Azul, en 1943. John G. Morris hizo que el periodismo se encontrara con la imagen, le cediera espacio, confiara en ella para convertir sus apelmazadas sábanas grises en una atractiva convivencia que fraguó en pareja desde su llegada a The New York Times, a mediados de los sesenta del siglo pasado.
El editor de los grandes
Hoy Morris es un impecable ciudadano parisino, que viste americana azul y camisa a cuadros, planchado por los patrones que hacen de alguien de 97 años un joven indignado con la corrupción en la política y el periodismo. No es fácil lograr que se interese por la fotografía, está más pendiente de la política de nuestros días que de sus recuerdos. Pero uno está tomando un café con el editor y mejor amigo de Robert Capa y el resto de la banda. “Creo que Obama es el mejor presidente que hemos tenido en mucho tiempo. EEUU se volvió corrupta por el miedo al comunismo y en Rusia ocurrió por miedo al capitalismo”.
Por cierto, si tuviera que dar una palabra que describiera a cada uno de ellos… Lee Miller, “Oh. Encantadora. Y una buena cocinera”; Eugene W. Smith, “pasión”; Seymour, “sabiduría”; Ernest Hemingway, “un buen compañero de cenas”; Henri Cartier-Bresson, [piensa mucho] “colega”. “Tuvimos una relación muy compleja, los dos nos admirábamos, pero él nunca me llamó amigo, sino colega”. Y claro, Robert Capa: “Hermano”.
¡Consigue la foto!, escrito hace 15 años, no es sólo el manual de la edad dorada del fotoperiodismo, es un código de buenas prácticas del periodismo. En este libro hay tantas redacciones y directores como campos de batalla y generales. Así que si alguien conoce al peor enemigo del oficio ese es Morris. Le proponemos tres opciones (un abogado, un militar, un director de periódico), pero hay algo por encima de todo: “El dinero. Periodismo y fotoperiodismo, en estos momentos, tiende a la corrupción, porque están en manos de grandes corporaciones que controlan los medios. Estas están más interesadas en obtener beneficios que en contar la verdad”. La fórmula es internacional.
Pero a qué pueden temer los grandes grupos de comunicación -además de a una deuda como un agujero negro- para vetar la información de sus periodistas. “Temen al buen periodismo, al periodismo que cuenta la verdad y es capaz de decir cosas que dejen en mal lugar a estas empresas”, añade.
Capa, nihilista y mito
Morris no fue un hombre de oficina en su otra vida, estuvo cerca de sus fotógrafos en la Segunda Guerra Mundial, sabía cómo se la jugaban para conseguir la foto y creyó hasta la última de las comas de sus leyendas, sobre todo, si tenía que ver con su “hermano” Robert Capa. El fotógrafo húngaro halló la muerte en Indochina porque había sido entronizado como mejor fotógrafo de guerra de todo el mundo, dice, y “poseía un curtido instinto competitivo” que le impedía echarse atrás ante los desafíos que cuestionaban su valentía.
Aquella maldición del reconocimiento a su firma le llegó a André Friedman (verdadero nombre de Capa) nació con la publicación de Muerte de un miliciano. “Por suerte jamás supo que la autenticidad de su fotografía sería cuestionada”, explica. Es ferviente defensor y fiel creyente de la polémica e icónica foto. “Bob, el mayor fotógrafo de guerra del siglo más sangriento, odiaba la guerra y despreciaba los monumentos que la conmemoraban”. Por eso murió como mueren los mitos, con la cámara en la mano izquierda y dejando un reportaje inacabado.
“En una guerra tienes que odiar a un bando o amar al otro, tienes que mantener una postura clara o no podrás soportar lo que ocurre alrededor”, era la norma de Capa que él mismo rompió cuando aceptó el encargo de acudir a Indochina. En esa línea Morris aclara que toda su vida se ha “debatido entre el activismo político y el periodismo, porque siempre he querido contar historias mediante imágenes”. “Las imágenes y la política mantienen un estrecho vínculo”. Morris estudiaba en Chicago cuando estalló la Guerra Civil española. Algunos de sus compañeros participaron en las Brigadas Internacionales, pero él no.
“Esa es la tragedia”, responde. La tragedia es que una guerra en la que los fotógrafos pudieron moverse por los frentes con libertad y sus fotos se vieron por todo el mundo, no sirvió para nada. La imagen no logró parar la sangría española ni la inminente mundial. “El fallo fue no haber sido capaces de hacer entender a la gente el significado de una guerra. Si EEUU y los aliados hubieran apoyado a la República española, la historia habría sido distinta”, asegura.
Otro enemigo: la censura. Reconoce que a la población estadounidense nunca se les enseñó las consecuencias del lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. “Veían un hongo gigante como si fuera algo espectacular. EEUU censuró las fotografías más crueles. En lugar de detener el armamento nuclear, se reprodujo y derivó en la Guerra Fría”, dice.
Han pasado los años y él sigue aquí, para comparar. “Los mejores periódicos son incluso mejores hoy, pero los que eran malos entonces ahora son peores. Siempre ha habido un buen periodismo y un mal periodismo”. Y el 11 de septiembre de 2011 marcó una frontera clara entre ambos. Los fracasos “fueron menos evidentes pero más graves, porque reflejan las carencias de nuestra sociedad”. El primero es la ignorancia. “La cobertura de la actualidad internacional ha menguado en los últimos años”. El segundo, las restricciones: “Que se convoquen photocalls no significa que haya acceso libre”. No sabemos si un buen reportero se pone a favor o en contra de las balas, pero nadie podrá adueñarse del fotoperiodismo, porque “sólo pertenece al fotógrafo que consigue una exclusiva”.
La historia de la fotografía cabe en una caja de 25 puritos habaneros guardada en una cartera de cuero negro o en una maleta de madera encerrada –a salvo de la quema- en el desván de un piso del sur de Francia. La historia de la fotografía también puede desaparecer en un error de laboratorio, mientras se revelan a toda prisa las fotos del desembarco en la playa de Omaha, en Normandía, el 6 de junio de 1944, de las tropas aliadas. Un fallo humano provocado por la necesidad de entregar las fotos antes de tiempo, hace que suba la temperatura en el momento de secado y que se estropee la emulsión de la película.