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La fórmula del éxito de Hitler
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EL HISTORIADOR LAURENCE REES SEÑALA UNA COMBINACIÓN DE CARISMA Y TERROR

La fórmula del éxito de Hitler

Le cuesta elegir entre el fútbol y los nazis. El primero es su pasión, el segundo su trabajo desde hace más de 20 años cuando con 32 entrevistó al

Le cuesta elegir entre el fútbol y los nazis. El primero es su pasión, el segundo su trabajo desde hace más de 20 años cuando con 32 entrevistó al primero de los supervivientes del Holocausto con quienes ha tratado desde entonces. Laurence Rees juega con ventaja gracias a los centenares de entrevistas con testigos oculares y artífices que ha realizado como cineasta histórico. Ese material contra el olvido le ha servido para trazar una trayectoria dedicada al estudio y al análisis de la II Guerra Mundial y sus porqués.

Esta vez le toca responder a una pregunta que se repite generación tras generación, después del ascenso y triunfo de Adolf Hitler: ¿cómo logró que millones de personas creyeran en él? El propio Führer contestó en parte a este interrogante: “Toda mi vida puede resumirse como un esfuerzo incesante por convencer a los otros”. La última incursión de Rees en el terreno de la barbarie lleva el título de El oscuro carisma de Hitler, editado por Crítica.

Hitler era un líder inverosímil, incapaz de trabar amistades humanas normales, incapaz de mantener un debate intelectual, cuajado de odio y prejuicios, despojado de la capacidad de amar y solitario, “era, sin duda alguna, lamentable como figura humana”. ¿Entonces? Ofreció la salvación. El autor aclara que la población no estaba “hipnotizada”, que sabía a ciencia cierta lo que sucedía y fue plenamente responsable de sus actos y por eso fue a preguntarles. “Hitler no era sólo un líder con carisma. También utilizó, por supuesto, la amenaza, el asesinato y el terror para salirse con la suya”, explica a este periódico.

Lobo solitario y educado

“Me llevaba bien con él. No era un tirano. A veces se enfadaba, pero ¿quién no lo hace?”. Karl Wilhelm Krause, ayuda de cámara de Hitler entre 1934 y 1939, no temía a su jefe y lo justificaba. Cuenta que le gustaba pasar mucho tiempo en su dormitorio en la Cancillería del Reich, del que no salía antes de la hora de comer. El retrato que dibuja de Hitler es el de un hombre obsesionado con la privacidad. Había establecido una curiosa rutina con las personas que formaban su entorno: exigía a Krause que no entrara por la mañana en su habitación, que dejara la prensa y el resumen de las noticias internacionales –elaborado por Otto Dietrich, jefe de prensa- sobre una silla frente a la puerta del dormitorio. Entonces, cuando Hitler se despertaba, abría la puerta, cogía el material y volvía a encerrarse varias horas más.

Herbert Döhring, encargado de Berghof -el lugar de descanso y segunda residencia gubernamental de Hitler, en los Alpes Bávaros-, también era consciente de las rutinas del Führer. “Era un noctámbulo. Trabajaba de noche”, explica a Rees. Se acostaba muy tarde y trataba de leer un libro en una noche, por la mañana leía la prensa y nunca se relajaba. “Siempre tenía planes para algo”.

El personal de Berghof aprendió a detectar la susceptibilidad del líder nazi tras las solitarias meditaciones en su dormitorio. “Cuando bajaba –cuenta Döhring-, si lo oías silbar, era la alarma más seria. No se le podía hablar. Apenas saludaba. Había que dejarlo pasar… Pero si llegaba tarareando una melodía y observaba los cuadros, si uno era listo, prestaba atención a las pinturas, y cuando se percataba, él no se mostraba descontento en absoluto y entablaba conversación”.

El mesías nazi

Emil Klein era un joven bávaro en 1922 cuando Hitler llamó a todos “los alemanes verdaderos” a trabajar juntos para formar una nueva Alemania. Eran los primeros discursos, Alemania estaba sumida en terribles penurias económicas y Emil coincidió con una de aquellas arengas en una gran cervecería de Munich. A menudo se le ha acusado de ser un gran actor y su atractivo era capaz de mover a partidarios a estas cervecerías. “Transmitía tal carisma que la gente se creía todo lo que dijera. Y cuando hoy aseguran que era un actor, yo tengo que responder que la nación alemana debía estar integrada por idiotas redomados por achacar a un hombre como él semejante apelativo… Hoy sigo convencido de que Hitler creía que podría cumplir lo que predicaba. Lo creía honestamente”, cuenta. Klein considera improbable que toda esa gente que acudía a escucharle creía en él y sólo podían hacerlo porque era evidente que él también creía, que hablaba con convicción, “y eso era algo que escaseaba por aquel entonces”.

Hitler ofrecía esperanzas para salir de la crisis en 1932 y cuando Theodor Eschenburg acudió al primer mitin del Führer afirmó de manera tajante que no volvió a experimentar algo así, un hombre dominando un mitin masivo de “una manera tan cautivadora”. “Me impresionó enormemente y me asustó al mismo tiempo. Allí estaba yo sentado y, a la izquierda y derecha y detrás, los nacionalsocialistas gritaban con entusiasmo. Esto sucedió cuando Hitler hizo entrada, comi si fuera un dios. Era un hombre mesiánico”, recuerda.

A Laurence Rees le gusta llamarse historiador, aunque la comunidad histórica le reconozca como un periodista de la BBC y sus compañeros de la televisión británica le señalen como un experto divulgador de la Historia. Rees es capaz de moverse con destreza y rigor entre ambos campos y enriquecer con las fuentes anónimas y directas el discurso académico.

De no haber acudido directamente a las fuentes anónimas de la Historia universal no podría haber planteado responder a una pregunta sentimental. La Historia y el periodismo se reparten dos preguntas: el cómo y el porqué, respectivamente. Rees trata de resolver ambas y logra un excelente ejercicio de rescate de la memoria perdida. “Un académico no podría haber llegado hasta aquí. Si eres un historiador académico no puedes trabajar con alguien que haya trabajado en el III Reich. Además, tampoco cuentan con la llave privilegiada del periodismo: la accesibilidad”, explica.

Una casualidad histórica

Una de las conclusiones del periodista e historiador es que el carisma no necesita ciegos, pero sí creyentes que estén convencidos de que la mayor de las atrocidades es una buena idea. De hecho, un líder carismático como este ni siquiera aspira a gobernar tras una consulta popular. No la necesita, pero la hubo y los alemanes decidieron a favor del líder nazi: no enloquecieron. “Hitler fue una casualidad histórica”, dice Rees, que asegura que surgió de un momento adverso para la población. “He retratado a una persona emocionalmente dañada cuyas carencias fueron vistas como virtudes y fortalezas. Él no hizo nada, lo hicieron las circunstancias. Era más intuitivo que inteligente”, sentencia.

El antisemitismo consolidó la voluntad de cambio con la creación de un enemigo: los judíos. Wolfgang Teubert se unió a las SA en 1928 y quería ver cómo Alemania se daba la vuelta, remontaba y se convertía en una nación próspera a cualquier precio: “Podríamos decir que la fábrica de mis padres en Görlitz ya había sido liquidada por la influencia judía, ya que uno de mis tíos tenía un agente judío que le había estafado decenas de miles de marcos… Queríamos poner freno a la creciente ‘judaización’ de Alemania. Yo podría decirles a los judíos: ‘Ya no os queremos aquí. Por favor, marchaos de este país’”.

En 1940 Hitler pasaba por su mejor momento. El atractivo como caudillo carismático era completo. Así lo señala Walter Mauth, que por entonces tenía 17 años: “Estaba claro que los soldados alemanes eran imparables. Todos estábamos entusiasmados, para ser sincero, incluso aquellos que antes tenían una actitud distinta en cuanto al régimen en su conjunto. De repente, al ver que todo había salido tan bien y que nadie había sido capaz de detenernos, todos nos volvimos nacionalistas de un día para otro. Allí donde estuvieran los soldados alemanes nadie más podía afianzar su posición”. La sensación de superioridad inculcada a los alemanes parecía indestructible, como sus tropas. La sensación se vio reforzada tras la victoria sobre Francia.

Todo iba a salir bien. Nada podía fallar. El ejército nazi era tan poderoso como imbatible. Carlheinz Behnke, de las Waffen SS, reconoce a Rees que estaban preparados incondicionalmente para jurar lealtad al Führer en otoño de 1942. “Todavía había cierta fascinación. En ese momento seguía dejándonos impresionados. Llevaba un uniforme de campo gris y la Cruz de Hierro de Primera Clase como única condecoración. Incluso ahora he de decir que cuando vuelvo a escuchar su discurso, me quedo fascinado, y no es que anhele que vuelva esa época, pero era la situación que había. Y resulta difícil transmitírselo a tus hijos o nietos si no formabas parte de aquello”.

Le cuesta elegir entre el fútbol y los nazis. El primero es su pasión, el segundo su trabajo desde hace más de 20 años cuando con 32 entrevistó al primero de los supervivientes del Holocausto con quienes ha tratado desde entonces. Laurence Rees juega con ventaja gracias a los centenares de entrevistas con testigos oculares y artífices que ha realizado como cineasta histórico. Ese material contra el olvido le ha servido para trazar una trayectoria dedicada al estudio y al análisis de la II Guerra Mundial y sus porqués.