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Campeador de los escenarios
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Campeador de los escenarios

Pocos son nuestros personajes históricos que han podido traspasar fronteras y convertirse en mitos mundiales. Hernán Cortés es uno de ellos, Rodrigo Díaz de Vivar, el

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Campeador de los escenarios

Pocos son nuestros personajes históricos que han podido traspasar fronteras y convertirse en mitos mundiales. Hernán Cortés es uno de ellos, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, es otro. Y a ambos les ocurre algo parecido: de puertas para adentro reciben poca atención -¡no hay en la capital de España una estatua del hombre que le ganó un imperio!-. Del Cid ya no se acuerda nadie pues resulta ser un personaje muy poco correcto políticamente; tanto el Cid histórico como el literario encarnaron una serie de valores hoy trasnochados, más aún, molestos. Su imagen de matamoros, de señor de la guerra, le hace despreciable a ojos de muchos, pero valoraciones morales de este tipo -totalmente vanas- palidecen antre el extraordinario impacto cultural de su figura a lo largo de los siglos. No en vano, el Cantar de Mio Cid se considera la primera gran obra de nuestra literatura, y luego autores como Guillén de Castro o Lope de Vega o Tirso de Molina -y otros menores, y el francés Corneille y Anthony Mann- eligieron al de Vivar como motivo de sus creaciones.

Pero, aunque del Cid se han hecho hasta películas de animación, la forma cultural más natural es el romance -que es, igualmente, el metro más habitual en nuestro teatro clásico-. El autor de la presente versión para la CNTC, Ignacio García May, extrae el texto del Romancero viejo, aquél que hasta no hace mucho todavía se recitaba en los colegios. Dice el director de la obra y de la compañía, Eduardo Vasco, que “los romances constituyen la semilla de la teatralidad pura, aquella que trabaja sin intermediarios [...], con las convenciones básicas y los intérpretes expuestos, solos, antes el ávido espectador”. Es un retorno al origen del teatro, al intenso diálogo del aedo o del juglar con el público. No es este, sin embargo, un espectáculo juglaresco -como podrían ser los de El Brujo-.

Un aparato escenográfico reducido al mínimo, un atrezzo básico pero muy sugestivo -los diferentes personajes se representan mediante cascos, tocados o coronas-, un vestuario reducido a meros hábitos o túnicas... Estamos en un estadio intermedio entre la máscara del juglar y el teatro ya constituido, algo que viene subrayado por lo reducido del elenco de actores, sólo tres, ninguno de los cuales interpreta al Cid, ni al rey don Alfonso, ni a Jimena. Interpretan a la Muerte -Muriel Sánchez-, al Arcángel (Gabriel) -Jesús Hierónides-, a un caballero -Francisco Rojas-, que hablan desde el “más allá”. La posteridad de gana enfrentándose a la muerte, venciéndola; es lo que hizo el Cid, campeador después de muerto, que es cantado por estos seres de ultratumba que se transubstancian en los diferentes personajes de la vida del Cid -incluyéndole a él mismo-, desde el Conde Gormaz hasta los infantes de Lara o incluso el león de Valencia.

Los tres actores, a gran nivel, declaman y cantan -espléndida voz de Muriel Sánchez- y como es habitual en la Compañía, especialmente cuando la dirige Eduardo Vasco, todo funciona como un reloj que, sin embargo, es capaz de conmover al espectador. La música en vivo, auque en esta ocasión no incluye instrumentos contemporáneos, vuelve a contribuir a la construcción de una atmósfera capaz de retrotraer al espectador a tiempos pasados: a una plaza a la que ha acudido a escuchar un cuento, una canción, un romance. Un consejo: cuando, al terminar la representación, se acerque el Arcángel al borde de la escena con mano enguantada, no levanten los brazos.

LO MEJOR: El simbolismo de los cascos y tocados.

LO PEOR: Nada.

Pocos son nuestros personajes históricos que han podido traspasar fronteras y convertirse en mitos mundiales. Hernán Cortés es uno de ellos, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, es otro. Y a ambos les ocurre algo parecido: de puertas para adentro reciben poca atención -¡no hay en la capital de España una estatua del hombre que le ganó un imperio!-. Del Cid ya no se acuerda nadie pues resulta ser un personaje muy poco correcto políticamente; tanto el Cid histórico como el literario encarnaron una serie de valores hoy trasnochados, más aún, molestos. Su imagen de matamoros, de señor de la guerra, le hace despreciable a ojos de muchos, pero valoraciones morales de este tipo -totalmente vanas- palidecen antre el extraordinario impacto cultural de su figura a lo largo de los siglos. No en vano, el Cantar de Mio Cid se considera la primera gran obra de nuestra literatura, y luego autores como Guillén de Castro o Lope de Vega o Tirso de Molina -y otros menores, y el francés Corneille y Anthony Mann- eligieron al de Vivar como motivo de sus creaciones.