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El fin de una era literaria: el fin de Zuckerman
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El fin de una era literaria: el fin de Zuckerman

“Él se marcha. Se va para siempre”. Así concluye Sale el espectro, la última novela de Philip Roth y la postrera, se supone, de su heterónimo

“Él se marcha. Se va para siempre”. Así concluye Sale el espectro, la última novela de Philip Roth y la postrera, se supone, de su heterónimo más interesante, Nathan Zuckerman. La gran creación de Roth es ahora un anciano de setenta años, impotente e incontinente cuya portentosa memoria empieza a ajarse. Ya en 2001, su otro “espejo”, Kepesh, se enfrentaba a la decrepitud y al acabamiento de forma bastante similar en El animal moribundo, pero más recientemente era el narrador innominado de Elegía quien se encontraba de frente con la mortalidad. Por su parte, Zuckerman ha afrontado, cree que exitosamente, la muerte social. Durante diez años ha vivido en el retiro de los Berkshires –uno de esos mágicos topoi literarios, como nuestra calle Huertas-, como antes lo hicieron Melville o Hawthorne o su maestro E. I. Lonoff.

Pero, aunque cree haberse librado “del lastre de mi vida y de mi época” (p. 71) y que “casi todo lo que en otro tiempo me importó ya no me importaba en absoluto” (p. 70), se encuentra regresando a Nueva York, “para restaurar la plenitud de la que en otro tiempo todos disfrutamos” (p. 136) mediante inyecciones de colágeno que deberían ayudarle a controlar su vejiga desencadenada. No obstante, nada más poner el pie en Manhattan advierte, como un Rip Van Winkle, que su mundo se ha consumido, sus amigos y conocidos o han muerto o también se han exiliado, aunque también en seguida “la ciudad hizo conmigo lo que hace en la gente: despertar las posibilidades” (p. 26). Una nueva generación, armada con móviles de última generación, está ocupando las vacantes de los Zuckerman y compañía. Un claro ejemplo es George Plimpton, periodista de la vieja guardia, de quien incluye Roth un sentido homenaje póstumo, en oposición a Kliman, un “lunático literario”, una suerte de anticristo de la literatura.

Éste desagradable personaje es, sin embargo, y junto con la atractiva Jamie, el catalizador de toda la acción. En un momento epifánico, Zuckerman encuentra en The New York Times Review of Books el anuncio de una pareja de escritores que propone intercambiar temporalmente su apartamento por una residencia campestre –por miedo al terrorismo post-11S, otro elemento apocalíptico, como el propio Kliman o la reelección de Bush Jr.-. Siguiendo otro de sus recientes “deseos irrazonables”, Zuckerman acepta la propuesta. “Tanto Kliman como Jamie tenían el efecto de despertar en mí la virilidad una vez más, la virilidad de la mente y el espíritu y el deseo y la determinación y el querer estar de nuevo entre la gente y pelear de nuevo y poseer de nuevo a una mujer y sentir de nuevo el placer de la propia fuerza” (p. 98).

Cree haber llegado a una edad que le vuelve invulnerable: “los días jactanciosos de la reafirmación personal se han terminado” (p. 47); pero todo se le viene abajo al toparse con Kliman y Jamie. Al primero quiere derrotarle, a la segunda, seducirla; vuelve a pretender la reafirmación personal, para advertir enseguida que saldrá trasquilado, consciente de su propia indefensión. Esta incapacidad para protegerse la ve reflejada –otro reflejo más- en el personaje de Amy Bellette, a quien atisba en el hospital, luego de visitar al urólogo, y que en una imagen de horror cotidiano descubre en ella la marca de la muerte: una cicatriz en el cráneo. La había conocido tiempo atrás, en casa de E. I Lonoff, en la escena que antecede a esta novela y que fue narrada en The Ghost Writer –en España, La visita al maestro, lo que la aleja de la presente Exit Ghost-. Aquella ninfa ha perdido toda su belleza, pero también su inteligencia con su cerebro mutilado.

Todos estos personajes se entrelazan gracias a Kliman. Éste fue amante de Jamie, probablemente lo siga siendo, y persigue a Amy para que esta le cuente el secreto más inconfesado de Lonoff, a quien pretende biografiar. Su acercamiento al maestro de Zuckerman es todo menos reverente y, en el enfrentamiento entre ambos por los despojos de Lonoff parece significarse el fin de una época: “personas que leéis y escribís, estamos acabados, somos fantasmas que presenciamos el fin de la era literaria” (p. 166) nos dice Lonoff a través de Amy. Y Kliman no comprende “la primacía de la vida imaginativa”, es incapaz de separar la realidad de la ficción, trazándose ahora una perpendicular entre el joven y el viejo: pues cuando Zuckerman se acercó a Lonoff, tanto tiempo atrás, reconoció la superioridad de la imaginación, pero Kliman, todo energía y efusividad, será incapaz de aprender nada. Asistimos así al fin de Zuckerman tanto como de la era literaria de Roth.

LO MEJOR: El desigual combate de Zuckerman con Kliman.

LO PEOR: No es el mejor Roth (pero acérquense a la góndola de novedades de su librería y busquen un libro que le supere).

“Él se marcha. Se va para siempre”. Así concluye Sale el espectro, la última novela de Philip Roth y la postrera, se supone, de su heterónimo más interesante, Nathan Zuckerman. La gran creación de Roth es ahora un anciano de setenta años, impotente e incontinente cuya portentosa memoria empieza a ajarse. Ya en 2001, su otro “espejo”, Kepesh, se enfrentaba a la decrepitud y al acabamiento de forma bastante similar en El animal moribundo, pero más recientemente era el narrador innominado de Elegía quien se encontraba de frente con la mortalidad. Por su parte, Zuckerman ha afrontado, cree que exitosamente, la muerte social. Durante diez años ha vivido en el retiro de los Berkshires –uno de esos mágicos topoi literarios, como nuestra calle Huertas-, como antes lo hicieron Melville o Hawthorne o su maestro E. I. Lonoff.