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¡Que viene el Duque de Alba!
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¡Que viene el Duque de Alba!

En un día como hoy, hace quinientos años, nacía Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba. Una figura con brillantes luces y ominosas sombras,

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¡Que viene el Duque de Alba!

En un día como hoy, hace quinientos años, nacía Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba. Una figura con brillantes luces y ominosas sombras, que en el norte de Europa representa algo así como un Hitler renacentista, y en España a un héroe del imperio. No obstante, nadie había intentado ver quién había realmente tras esa estampa mítica hasta que, en 1983, el profesor William S. Maltby acometió esa tarea. Luego han venido otros, como Henry Kamen y, ahora, Manuel Fernández Álvarez -con su estilo animoso y personalista (comprar libro)-, que sin embargo no han podido superar el trabajo del norteamericano. Éste incluye aspectos sociales y políticos que los de Kamen y F. Álvarez obvian y, aunque deja de lado la vida íntima del duque -que F. Álvarez demuestra que no es incognoscible como sostiene Maltby en su Prefacio-, la visión que ofrece es mucho más amplia.

La mejor definición del personaje la da Maltby al comienzo de su biografia: “soldado por elección, cortesano, diplomático y manipulador político por necesidad, (…) mezcla de rígido fanatismo, agudeza política y contundente sentido común”. Y es que el Duque fue uno de los personajes más relevantes de su época, con gran influencia en todos los campos de la vida política del imperio carolino, primero, y español después. Tal relevancia, claro está, no podía reflejarse en un único libro. Así, mientras el norteamericano se centra en la gestión del gobierno flamenco, el británico se fija en la brutalidad de los actos de Alba y el español en la persona y el diplomático. Parece que, mientras que el primero tiene siempre a mano el Epistolario -publicado por el XVII Duque de Alba-, el segundo tiene el clásico romántico de John L. Motley-. Álvarez, como es habitual en él, tiene sobre la mesa sus propios trabajos.

Es Maltby quien trata con más detalle la carrera militar del Duque. Como general, Alba se distinguió por su sagacidad, por su economía de medios, por saber siempre ubicarse en la posición más favorable mientras conducía a su enemigo a la menos ventajosa. Puede que no llevara a cabo grandes batallas campales al estilo de Austerlitz, pero es que precisamente evitaba estos enfrentamientos con alto costo en vidas. Fue el verdadero iniciador del ejército moderno basado en la organización, la disciplina y la preparación logística. Muy pronto destaca como soldado y para 1547, es ya el capitán más renombrado de Europa. El año anterior había desmantelado el ejército protestante a base de maniobras, sin entrar en combate -sólo escaramuzas aisladas-, una estrategia que seguramente aprendió de su abuelo Fadrique, héroe de las guerras de Granada - y no de Montmorency, como sugiere Kamen, pues en la empresa de Marsella ya puso en práctica estas maniobras-.

Es en ese año en el que lleva a cabo su acción más renombrada, Mühlberg. Aquí vemos como los biógrafos no se ponen de acuerdo. Maltby y Álvarez lo consideran una gran victoria de Alba, que fue quien tomó las principales decisiones. Kamen, por el contrario, lo niega: Alba fue un comandante más, y la victoria no se logró por la acción de los arcabuceros españoles sino por la caballería húngara. No obstante, el emperador lo tuvo bien claro en el momento, así como toda Europa: fue una victoria de Alba. Por otra parte, tanto Maltby como Kamen reconocen que Mühlberg no fue una batalla propiamente dicha, sino una cacería. A pesar de sus virtudes militares, Alba no pasará a la historia como soldado, sino como gobernante o, por decirlo mejor, como tirano.

La leyenda negra

Alba, como Felipe II, ha sido víctima de ese gran éxito propagandístico que es la Leyenda Negra. Ésta es anterior a la traición del bellaco Antonio Pérez, pues estando Alba de camino a Flandes ya encontramos propaganda antiespañola. Lo que está claro es que sus medidas de gobierno contribuyeron a ganarle muchos enemigos y perjudicaron tanto su imagen como la de España. Un caso común es la mención a la Inquisición española como institución absolutamente cruel, irracional e injusta. Algo que ya ocurría en el siglo XVI, pues uno de los grandes miedos de los flamencos era que Alba tuviese la intención e instaurar el célebre tribunal. Esto, para sorpresa tanto de Felipe II como de cualquiera avisado, no era su intención y, además, los tribunales europeos equivalentes eran mucho más sanguinarios e irracionales.

Tanto Kamen como Álvarez obvian la labor de Alba como reformador político, algo en lo que incide, con acierto, Maltby. Alba no fue solo un tirano. Flandes se había caracterizado, históricamente, por su ingobernabilidad. La corrupción y la dispersión del poder llevaron a Carlos V a acometer el primer intento de organización, totalmente fracasado. La posibilidad de configuración de un estado viable en los Países Bajos se debe a Alba, y algunas de sus medidas más polémicas las imitó luego Guillermo de Orange sin encontrar resistencia. Alba, al fin y al cabo, era un tirano extranjero. Fue precisamente su intento de limitar el poder de la nobleza y establecer una proporcionalidad impositiva lo que le costó su prestigio (p. 331). Luego, no supo reaccionar como convenía, mientras el rey permanecía en la corte, entre la pereza y la indecisión.

El Rey le había pedido que se cubriese de ignominia para luego aparecer como Felipe II el Salvador. Sólo el extremadamente fiel Alba aceptó esta misión, aunque con desgana. A Maltby se le va un poco la mano al referirse a “uno de los grandes holocaustos de comienzos de la Edad Moderna”. El término es exagerado, si lo comparamos con otras situaciones mucho más terribles: Catalina de Médicis provocó muchas más víctimas en una sola noche -en la Noche de San Bartolomé-. Pero lo que está claro es que el duque instauró una dictadura militar, como dice Maltby, que molestó a casi todos -incluyendo al propio dictador-. Fue un gobierno personal, por lo que cualquier desgracia, fuera o no culpa suya, se le imputó a él. Algo que, no obstante, no le habría importado si el Rey hubiera cumplido su parte como el Duque cumplió la suya. De hecho, muchas de las cartas de Alba tratan del tema -muy de la época- de la ingratitud de los príncipes. En cuanto a las culpas, ambos estudiosos anglosajones cargan a Alba -Maltby con cierto fatalismo- y F. Álvarez a Felipe II, con una argumentación convincente.

Pese a la mezquindad del Rey, Alba le sirvió fielmente hasta el final. Quejándose, pero obedeciendo hasta, literalmente, el último aliento. Su labor permitió al Rey Católico conservar los dominios italianos, quizá los flamencos, y además le ganó un imperio en 52 días, Portugal. Fue, sin duda, uno de los grandes hombres de su época, que ha visto manchada su reputación durante siglos cuando no era mucho peor que sus contemporáneos; antes bien, fue mucho mejor: más capaz, más justo y más virtuoso. Desgraciadamente, como bien señala Maltby, alguien menos virtuoso habría tenido más suerte.

En un día como hoy, hace quinientos años, nacía Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba. Una figura con brillantes luces y ominosas sombras, que en el norte de Europa representa algo así como un Hitler renacentista, y en España a un héroe del imperio. No obstante, nadie había intentado ver quién había realmente tras esa estampa mítica hasta que, en 1983, el profesor William S. Maltby acometió esa tarea. Luego han venido otros, como Henry Kamen y, ahora, Manuel Fernández Álvarez -con su estilo animoso y personalista (comprar libro)-, que sin embargo no han podido superar el trabajo del norteamericano. Éste incluye aspectos sociales y políticos que los de Kamen y F. Álvarez obvian y, aunque deja de lado la vida íntima del duque -que F. Álvarez demuestra que no es incognoscible como sostiene Maltby en su Prefacio-, la visión que ofrece es mucho más amplia.