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DeLillo palpa las heridas del 11-S
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DeLillo palpa las heridas del 11-S

Fue el primer gran acontecimiento traumático retransmitido en directo. Y la repetición insistente de sus imágenes en los días, semanas y meses posteriores terminó por consolidar

Foto: DeLillo palpa las heridas del 11-S
DeLillo palpa las heridas del 11-S

Fue el primer gran acontecimiento traumático retransmitido en directo. Y la repetición insistente de sus imágenes en los días, semanas y meses posteriores terminó por consolidar un estado anímico con repercusiones, políticas, sociales y psicológicas. Pero si el 11-S fue objeto milimétrico de la atención periodística, se tardó bastante más, prácticamente un lustro (hubo, eso sí iniciativas aisladas) en que los creadores tomasen ese mismo acontecimiento como materia prima para sus obras. El cine fue el primero, y desde muy diversas perspectivas, aunque la principal (World Trade Center de Oliver Stone; United 93, de Paul Greengrass) fuese contarnos aquello que las televisiones no pudieron emitir. De hecho, la cultura funcionó como prolongación de los medios de comunicación, al retransmitirnos a través de la ficción aquello que no pudimos ver, como el interior de los Torres o lo ocurrido en el vuelo 93.

Es ahora el turno de la literatura. Y era especialmente esperado: el anuncio de que una de las figuras emblemáticas de la narrativa estadounidense del siglo XX, Don DeLillo, trataría el asunto, causó notable expectación. El proyecto comenzó a fraguarse cuando DeLillo visitó la Zona Cero días después del 11 S acompañado de su editor, sorteando la vigilancia que sólo permitía a esa parte de la ciudad a los residentes (y a quien tuviera los contactos suficientes). DeLillo contó la experiencia en un magazine, pero le quedaron preguntas en la cabeza. ¿Esa ciudad llena de polvo y ruinas, tenía algún correspondencia subjetiva? ¿Quiénes eran las personas que caminaban llenas de polvo y miedo entre las ruinas? ¿Cómo se sentían? ¿En qué les había afectado? ¿En qué cambió sus vidas?

Desde ese prometedor punto de partida arrancaba la propuesta de DeLillo, cuyo punto de llegada sirve para certificar inequívocamente la incapacidad de los narradores contemporáneos (y más aún de los estilísticamente más apreciados en EEUU) para reflejar a la persona común, al hombre de la calle, ese prototipo cuya definición es siempre resbaladiza pero del que se puede esbozar un perfil a través de hábitos, formas de sentir, ideas comunes, etc. Buena parte de la creación cultural se hizo grande precisamente porque supo ayudar a definir el subconsciente de una época, dándole cuerpo y afianzando las tendencias latentes; la actual se ha especializado en dar voz a los personajes disfuncionales, a las miradas oblicuas, a quienes no están ni dentro ni fuera de la sociedad, a quienes sólo pueden representarse a sí mismos en tanto excepción a la norma.

Y los personajes de DeLillo, por más que quiera revestirlos de cierta normalidad, e incluso por más que pretenda simbolizar a su través el estado de ánimo de una nación, pertenecen a estas categorías. Su personaje central surge de entre las torres con el traje lleno de polvo y una cartera en la mano. En lugar de dirigirse a su domicilio, visitará la casa de su ex esposa, Lianne, en busca de orientación, de un lugar fijo al que poder asirse en esos momentos extraños y difíciles. Y Keith, que así se llama el protagonista, no abandonará ya esa relación, firme aunque desapegada, con una mujer que trabaja ayudando a enfermos de Alzheimer a raíz de que su padre se suicidase al descubrir los primeros síntomas de esa enfermedad. ada uno de ellos encontrará en el otro una referencia a la que acudir cuando se sientan extraviados y algo de fuerza para continuar adelante; no hay amor, sino una suerte de apoyo difuso que les mantiene unidos. Ni siquiera la aventura ocasional de Keith con Florence, propietaria del maletín que el hombre lleno de polvo encuentra entre los escombros de la Zona Cero, podrá separarles. Y esa relación, herida pero totalmente sólida, será contrapunteada por las alusiones a El hombre del salto, un “creador” cuyo arte consiste en escenificar la caída desde las torres de quienes quedaron atrapados por el fuego y que terminará suicidándose, y por las peripecias de un terrorista preparándose para su acción suicida. Ambas figuras ejercerán como un doble límite para una narración tensa y fragmentaria, donde el sentido siempre parece escaparse, donde no hay lugar en el que sentirse seguro.

En realidad, las Torres son una excusa (llamativa en lo comercial, irrelevante en lo narrativo) para retratar seres traumatizados que carecen de un lugar al que puedan llamar propio. Y aunque el autor quiera subrayar hechos (como los atentados o el suicidio de un padre) que podrían explicar la falta de sentido vital que exhalan los protagonistas, lo cierto es que ese nihilismo de fondo es más una percepción del novelista que algo realmente objetivable. Y el problema aumenta en la medida en que los inconvenientes aparecen también del lado formal: ese ritmo seco, repetitivo, que trastabilla la narración lineal, puede que tenga validez a la hora de forjar un lenguaje propio, pero contribuye mucho más a difuminar lo narrado que a darle cuerpo. En definitiva, un ejercicio de estilo posmoderno que dice bastante más acerca del estado de la narrativa que del ánimo de una nación

Fue el primer gran acontecimiento traumático retransmitido en directo. Y la repetición insistente de sus imágenes en los días, semanas y meses posteriores terminó por consolidar un estado anímico con repercusiones, políticas, sociales y psicológicas. Pero si el 11-S fue objeto milimétrico de la atención periodística, se tardó bastante más, prácticamente un lustro (hubo, eso sí iniciativas aisladas) en que los creadores tomasen ese mismo acontecimiento como materia prima para sus obras. El cine fue el primero, y desde muy diversas perspectivas, aunque la principal (World Trade Center de Oliver Stone; United 93, de Paul Greengrass) fuese contarnos aquello que las televisiones no pudieron emitir. De hecho, la cultura funcionó como prolongación de los medios de comunicación, al retransmitirnos a través de la ficción aquello que no pudimos ver, como el interior de los Torres o lo ocurrido en el vuelo 93.