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El pastor español que pudo conquistar Gibraltar: la hazaña heroica, pero trágica, de Simón Susarte
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El pastor español que pudo conquistar Gibraltar: la hazaña heroica, pero trágica, de Simón Susarte

A comienzos del siglo XVIII, un cabrero dirigió un grupo de 500 hombres para recuperar el Peñón. Sin embargo, acabaron todos literalmente despeñados por la cresta por falta de hombres y munición

Foto: Torre del homenaje del castillo mariní de Gibraltar. (James Cridland, Wikimedia Commons)
Torre del homenaje del castillo mariní de Gibraltar. (James Cridland, Wikimedia Commons)

“Retirarse no es huir cuando el peligro sobrepasa la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no arriesgarlo todo en un día”.

Cervantes (Don Quijote).

La herida de la perdida de Gibraltar es como una patología nacional crónica que revuelve nuestras emociones; quizás, un agravio del que mana sin cesar la memoria de una humillación difícil de olvidar. Habida cuenta de que es un tema recurrente en la política exterior de los anglosajones, réplica de las habilidades del brazo telescópico del inspector Gadget, cleptomanía en estado puro, algo que deberían de hacérselo ver, pero para lo cual no hay ningún matasanos que se atreva a poner banderillas...de momento.

El cabrero Simón Susarte, hombre menudo que carecía de sombra, humilde, un analfabeto erudito en la lectura de las estrellas, los rizos del mar, el volumen y velocidad de las nubes, un cronista de la naturaleza, que leía el futuro en las migraciones anuales de las aves, portador de un remedo de calzado de esparto que más que deteriorado era casi inexistente, parecía ser el galeno que les iba a hacer la cirugía apropiada a los padres de la multinacional de la piratería organizada y en la idea estaba cuando activó uno de los planes más audaces de recuperación del peñón que jamás se hayan diseñado.

Rara vez la historia amamanta adecuadamente a los desheredados, los protagonistas anónimos de las guerras, los siervos de los caprichos de los que habitan en las cúpulas amuralladas, carne de cañón; pero a veces no ocurre así. Durante el asedio a la plaza producido entre 1704 y 1705, Francisco del Castillo y Fajardo, a la sazón capitán general de Andalucía, atendería con gran interés la arriesgada pero factible sugerencia que le proponía el pastor. Claro, esto de que se llevase la gloria un anónimo sin uniforme como que no estaba muy bien visto. Y, como estaba informado en los caminos, sendas y despeñaderos del monte, ofreció conducir hasta su altura las tropas que se le entregasen. La ejecución de esta promesa era la conquista de Gibraltar, porque tomadas las alturas y fortificados los españoles en ellas, podrían arruinar la plaza, aumentando tropas y descender desde posiciones favorables, asaltando aquel nido de piratería formal apadrinado por los reyes y reinas de turno.

Ante el marqués de Villadarias (el capitán general), informó de las sendas y trochas y garantizó la fiabilidad de la propuesta. El humilde hombre se ofreció para dirigir a la tropa por aquel alambicado sendero hacia la gloria. La cara noreste era sin duda la menos fortificada y más inaccesible. Una vez llegados próximos a la cumbre se les podía reventar a los ingleses con todo. Una de las ideas era minar con pólvora las inmensas rocas y promover un infierno desde las alturas que los empujara hacia el istmo (actual aeropuerto) y desde ahí, hacerles un emparedado a la española, nada de sandwiches ni zarandajas.

Llegado el día del ataque, un malentendido del que todo quisieron evitar responsabilidades, dio al traste con la operación

Pero había un problemilla. Una lucha de egos entre un comandante francés y el capitán general español por un tema banal de protagonismo puso de relieve la fragilidad de la puntual alianza entre los franceses y españoles contra su común enemigo Inglaterra. Algunos años más tarde llegarían los Pactos de Familia, pero el precalentamiento se alejaba bastante de una relación cómoda. Subsanado el narcisismo de los franceses, el general español dispuso una inspección previa de la ruta a seguir en la que el coronel Figueroa y el cabrero Susarte valoraron las opciones; ambos de mutuo acuerdo asumieron que el tema era viable. Un 11 de noviembre del año 1704, un contingente de cerca de 500 efectivos se deslizó de noche, con trapo bastante en el metal para amortiguar el ruido y evitar delatarse. El aguerrido pastor escaló con el conjunto de la tropa el paso del Algarrobo en dirección a los Tarfes (no confundir con la cercana Sierra del Algarrobo) y aquella hueste de osados acabaron pasando la noche en una cueva a sotavento del peñón sin ser detectados por los malvados anglos.

España es la monda

Exactamente una hora antes de que amaneciera, reptando como salamandras, pasaron a cuchillo a las dos guarniciones de altura que estaban al abrigo del relente tan ricamente dormidos; pasaron en un pispás del tiempo cronometrado a la eternidad. Para asegurar la avanzadilla de sus compañeros se reunieron con el coronel Figueroa para poder reunirse con las tropas que teóricamente aguardaban en lo que hoy es la parte norte del actual aeropuerto. Pero España es la monda. Llegado el día del ataque, un malentendido del que todo quisieron evitar responsabilidades, dio al traste con la operación. Las tropas que deberían de haber intervenido no aparecieron por ningún lado y la escasez de munición de los osados atacantes eran patente.

placeholder El último de Gibraltar, cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau que retrata a Diego de Salinas, último gobernador español del peñón.
El último de Gibraltar, cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau que retrata a Diego de Salinas, último gobernador español del peñón.

No había lugar para mucha gloria. El comandante francés no quiso apoyar la operación en curso y en espera del mariscal galo Tessé, retrasó la orden de ataque. En ese entreacto, los ingleses y holandeses advirtieron de lo que estaba aconteciendo. Susarte, Figueroa y los cerca de 500 aguerridos combatientes españoles tuvieron que bajar (y algunos despeñarse) por la cara este del Peñón. Hoy en día todos los analistas coinciden en que si Figueroa y el cabrero Susarte hubieran sido abastecidos con tropas y municionados convenientemente, la entrega de la plaza habría sido un hecho consumado.

Los atacantes de vuelta al campamento español se rasgaban las vestiduras por tan tamaña negligencia. Una oportunidad de oro se había perdido y los ingleses habían ganado una batalla sin despeinarse. En algún lugar próximo de lo que hoy ocupa la Plaza de San Bernardo y en las cercanías de la iglesia, la tumba que alberga el sudario de Simón Susarte es sencillamente ilocalizable. Su sepelio fue financiado por la caridad de gentes sencillas que admiraban y recordaban la acción de aquel pastor anónimo. España es diferente...

“Retirarse no es huir cuando el peligro sobrepasa la esperanza, y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no arriesgarlo todo en un día”.

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