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Por qué tu cerebro adulto necesita seguir jugando, según una experta en desarrollo infantil
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Por qué tu cerebro adulto necesita seguir jugando, según una experta en desarrollo infantil

La imaginación puede activar o desactivar genes dentro de las células nerviosas, y eso es más importante de lo que crees

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La infancia, más que una etapa de la vida, resulta un espacio de la misma, un lugar al que volvemos una y otra vez cuando consideramos que ya no estamos ahí (y no estar ahí no nos gusta), que hemos cruzado alguna puerta que nos ha situado en otro espacio bien distinto, el de la adultez. Muchos son los motivos que nos pueden devolver a ella, adjuntarnos ese impulso por recuperarla, pero hay uno que los implica a todos: entenderla como refugio.

Aquellos años en que no teníamos problema en expresar cómo nos sentíamos, en que los problemas se resolvían rápido, aquellos años en que nuestra mayor dedicación era el juego. A través de este, los niños comienzan a desarrollar patrones que tendrán implicaciones para esa vida adulta que en algún momento alcanzan. Por ejemplo, van aprendiendo que con el llanto llamará la atención de quien le cuida, y entenderá que depende de él para sobrevivir. Más tarde, dejará de llevarse cualquier cosa a la boca para seleccionar solo aquello que le gusta. De la misma forma, aprenden a hablar, para poder comunicar mejor sus necesidades.

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A medida que cumplimos años, llevamos a nuestro cerebro a desarrollar patrones que harán que su funcionamiento ejecutivo funcione de manera más eficiente. Sin embargo, numerosas investigaciones muestran que romper esos ciclos y entrar en "un estado de juego" puede tener impactos más beneficiosos. ¿En qué momento nos olvidamos de ello? ¿Por qué dejamos de jugar?

Durante toda la vida

Durante la última década, Jacqueline Harding ha sido una de las investigadoras que más pendiente ha estado de estas cuestiones. Experta en desarrollo infantil por la Universidad de Middlesex, ha observado durante miles de horas cómo se distribuye el acto de jugar por nuestro organismo, monitoreando la postura, el lenguaje corporal y los movimientos faciales de cientos de niños. Lo más llamativo, a simple vista, que Harding ha encontrado así es que todos cambian en el momento en que "se pierden" en un juego. Pero eso no es todo.

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En su nuevo libro El cerebro que ama jugar, Harding plantea con observaciones y datos contrastados no solo cómo jugar ayuda a los niños a improvisar y responder creativamente a nuevas experiencias a medida que crecen, sino también lo importante que es seguir haciéndolo durante toda la vida.

"Los humanos son sistemas abiertos, particularmente cuando son jóvenes. Quieren participar, quieren explorar y utilizan sus sentidos (para hacerlo). La imaginación puede activar o desactivar genes dentro de las células nerviosas, que luego crean proteínas que cambian la estructura, la arquitectura, del cerebro", explica esta experta en una entrevista para el medio online Salon, y añade: "A medida que envejecemos, es absolutamente necesario que mantengamos esa visión infantil del mundo. Porque la capacidad de desarrollar nuevas neuronas la necesitamos durante toda la vida".

"Salir al mundo y experimentarlo"

Como señalan desde dicho medio, los recién nacidos cuentan con aproximadamente 100 mil millones de neuronas, pero desde ese momento desarrollan más de un millón de nuevas conexiones neuronales cada segundo, así durante sus primeros años de vida. No es casualidad que sea entonces cuando comienzan a experimentar con el mundo que los rodea: "Los niños necesitan salir al mundo y experimentarlo por sí mismos a través de los ojos, del oído, del olfato, del gusto. El cerebro tiene hambre de experiencias impulsadas por los sentidos como revolcarse en la arena, en el barro, o en el agua. Todas esas cosas realmente sucias y mugrientas de las que la mayoría de nosotros, como padres, huimos... Pero que son nutrientes para el cerebro", subraya Harding.

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A lo largo de la etapa adulta, en cada momento de vigilia, miles de millones de neuronas se desplazan por nuestro cerebro, "coreografiando" los pensamientos, movimientos y comunicaciones del cuerpo. Y resulta que para prevenir parte del proceso de envejecimiento que se produce en este sentido, con la pérdida de memoria como resultado más claro, hay que "estar comprometidos con seguir siendo infantiles y juguetones, manteniendo el humor y riendo a carcajadas".

Eso sí, la investigadora advierte: "No quiero que se reduzca solo a algo que se haga enfocado en la supervivencia o en la preparación para la edad adulta. ¿Por qué no podemos valorar el juego como actividad sin más connotaciones? Sí, es un impulso biológico. Pero, ¿no es también placentero la mayor parte del tiempo? La visión de crecer preparándonos para la edad adulta me resulta terriblemente decepcionante". Ahí está, de hecho, nuestra primera tarea pendiente para dejar de entendernos en base a las tareas como mayores.

La infancia, más que una etapa de la vida, resulta un espacio de la misma, un lugar al que volvemos una y otra vez cuando consideramos que ya no estamos ahí (y no estar ahí no nos gusta), que hemos cruzado alguna puerta que nos ha situado en otro espacio bien distinto, el de la adultez. Muchos son los motivos que nos pueden devolver a ella, adjuntarnos ese impulso por recuperarla, pero hay uno que los implica a todos: entenderla como refugio.

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