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Cómo vivir en un mundo que no es humano: qué pasó de verdad en el gueto de Varsovia
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RESISTENCIA ÉTICA ANTE EL HOLOCAUSTO

Cómo vivir en un mundo que no es humano: qué pasó de verdad en el gueto de Varsovia

Muchos historiadores se han preguntado por qué, en 1940, los judíos residentes en la ciudad polaca no ofrecieron mayor resistencia. La mayoría de ellos, no obstante, tenían otro plan

Foto: Un niño ayuda a un hombre desmayado en las vías por las que pasaba el tranvía que salía del gueto en 1941. (Cordon Press)
Un niño ayuda a un hombre desmayado en las vías por las que pasaba el tranvía que salía del gueto en 1941. (Cordon Press)

Hoy, el gueto de Varsovia es un fantasma, un conjunto de fronteras invisibles que se cruzan con las nuevas calles de la capital polaca, en las que algún monumento ocasional o el impresionante Museo de Historia de los Judíos Polacos señalan sus viejos límites. Dentro de esa urbe desvanecida llegaron a vivir 490.000 personas hacinadas en un espacio equivalente al 2,4% de la superficie de la ciudad. Quien vivía dentro de sus límites, podía conservar su casa; quien no, debía buscarse la vida. La mayoría de ellos terminarían muriendo por inanición, tifus o asesinados al intentar escapar. Otros, alrededor de 250.000, serían ejecutados en Treblinka o Majdanek.

Fue uno de los capítulos más terribles de la represión contra los judíos. Si Varsovia era la capital hebrea de Europa, los nazis se emplearon a fondo para evitar que lo volviese a ser algún día. Una de las grandes preguntas sobre la tragedia es cómo fue posible que apenas 50 soldados de la SS (o menos), apoyados por doscientos civiles, consiguieron llevar a cabo su plan con escasa resistencia, algo que ya se preguntó uno de los inquilinos más recordados del gueto, el historiador Emanuel Ringelblum, autor de 'Notas desde el gueto de Varsovia'. “¿Por qué hemos dejado los judíos ser conducidos al matadero como ovejas?”, se preguntaba.

Los cadáveres se acumulaban en las calles, y aunque no pudiesen soñar con su liberación, sí lo hacían con una sociedad alternativa pero real

Los historiadores David Courpasson, de la Cardiff Business School, y el español Ignasi Martí, actual director del Instituto de Innovación Social de ESADE, han intentado proporcionar una respuesta en una investigación publicada en 'Organization'. Fue, ante todo, una resistencia ética, explican los autores, en la cual pudieron retener su humanidad y conferir sentido a su vida a través de la creación de una microsociedad en la que los lazos sociales que los nazis intentaban romper seguían vigentes. También, pensar en un hipotético futuro, aunque para la mayoría de ellos no fuese posible.

“Al principio, los habitantes del gueto de Varsovia no intentaron poner en cuestión el poder de los nazis”, recuerdan. “En su lugar, lanzaron un proyecto paralelo de vida que estaba dirigido no a vencer a ese enemigo poderoso (aunque silencioso), sino a recrear condiciones aceptables de vida en un mundo que había dejado de ser humano”. El trabajo se centra en la vida diaria que se desarrolló entre el 12 de octubre de 1940, cuando los judíos fueron avisados de que disponían de dos semanas para mudarse a ese gueto rodeado por muros y alambrada, y el 21 de julio de 1942, cuando se produjo la primera deportación masiva a Treblinka.

placeholder Área de Varsovia por la que se extendía el gueto. (Open Street Map Data)
Área de Varsovia por la que se extendía el gueto. (Open Street Map Data)

Lo hicieron a través de la creación de escuelas clandestinas, la programación de obras de teatro, la distribución de comida (la facilitada por los nazis no les habría permitido sobrevivir) o la creación de medios de comunicación y archivos donde permaneciese viva la memoria de lo ocurrido. Es posible, señalan los autores, que en un contexto de creciente opresión, en el que los cadáveres se acumulaban en las calles, ninguno soñase con su liberación. Pero sí con una sociedad cuyas reglas y organización estaban dictadas por principios que ellos mismos habían elegido. A los guardas, por lo general, les daba igual lo que hiciesen mientras no intentasen escapar. Al fin y al cabo, serían eliminados tarde o temprano.

El enemigo estaba en todas partes, no solo encarnado en los guardas nazis o en los antisemitas. El suicidio de Adam Czerniaków, líder del Judenrat (“consejo judío”) el 23 de julio de 1942 fue la expresión más clara de la ambigua posición que esta organización ocupaba en el gueto, atrapada entre la complacencia con los nazis y las demandas de los vecinos judíos. Eran, en algunos casos, colaboracionistas cuyos esfuerzos para intentar mejorar la vida en el gueto resultaban inútiles al mismo tiempo que algunos de ellos se beneficiaban del favoritismo de los invasores. Los movimientos subterráneos se desarrollaron al margen del Judenrat, y el suicidio de Czerniaków el día después de la gran deportación fue el punto final a una trayectoria que dejó más culpables que supervivientes.

Desde el estómago hasta el alma

Lo relataba Ringelblum en una de las entradas de su diario. “He oído una historia terrible en el número 24 de la calle Muranow de un niño mendigo de seis años que se quedó tirado agonizando toda la noche, incapaz siquiera de arrastrarse para coger un trozo de pan que alguien le había tirado desde el balcón”. Los niños fueron víctimas propicias de la maquinaria de matar nazi. Muchos de ellos se habían quedado huérfanos después de que sus padres muriesen de hambre, y un gran número de los que se aventuraban a atravesar el muro, ya fuese por encima, debajo o a través, eran niños muertos de hambre que no veían otra salida.

El toque de queda nocturno facilitó que los vecinos se reuniesen para organizar guarderías, colectas de dinero, refugios o comedores para los necesitados

De ahí que gran parte de los esfuerzos se centrasen no solo en la supervivencia material, sino también en la pervivencia espiritual a través, por ejemplo, de la creación de centros clandestinos. El último colegio judío había cerrado sus puertas el 4 de diciembre de 1939, pero en su lugar surgió un sistema educativo clandestino en las cocinas comunitarias donde se servía sopa a los hambrientos. Comida para el cuerpo, pero también para el alma. Uno de los documentos de la época refleja que su objetivo era dar la oportunidad a los más pequeños de “experimentar emociones normales, en concreto la alegría, tan a menudo como fuese posible”.

Esa era la clave de la resistencia en el gueto. Proporcionar sentido al día a día en un régimen que “hace todo lo que puede para reducir la vida a la mera existencia”. Fue posible gracias a las organizaciones vecinales (llegó a haber 1.518), que “permitieron que la gente se uniese alrededor de un esfuerzo con propósito y disciplinado”. El toque de queda nocturno facilitó que, cuando los guardas no estaban mirando, dentro de cada edificio se organizase la creación de guarderías, colecta de dinero para las familias más pobres, refugios y los comedores ya nombrados, que llegaron a ser 70 antes de empezar a cerrar por la falta de abastecimiento. Una red que estaba centralizada en la Comisión Central.

placeholder Los niños fueron víctimas habituales, como muestra esta instantánea de 1941. (Cordon Press)
Los niños fueron víctimas habituales, como muestra esta instantánea de 1941. (Cordon Press)

No solo los niños aprendían cosas, sino también los adultos. Ante la persecución de la cultura judía, intentaron preservar la lengua, las costumbres y sus ideas a través de fiestas con baile, deporte, el teatro o las charlas sobre estudios judíos y yidis. Una vez cerrados por las noches, en los comedores se redactaban e imprimían también los periódicos 'underground' publicados por los más jóvenes, que circulaban de manera bastante 'sui generis'. Por ejemplo, los extractos con las noticias más importantes eran recogidos y distribuidos por los jóvenes de casa en casa, mientras esperaban a que la familia los terminase de leer antes de pasárselo al vecino de al lado.

Si conocemos la intrahistoria del gueto de Varsovia, es tanto por el testimonio de algunos de sus inquilinos –el de Wladyslaw Szpilman, por ejemplo, sirvió de inspiración para 'El pianista'– como por como por los archivos Oyneg Shabbos, dirigidos por el ya citado Ringelblum. Se trataba de un grupo de historiadores, escritores y rabinos que, lejos de la mirada del resto (incluso de sus vecinos), llegaron a recopilar hasta 6.000 documentos que ilustraban cómo era la vida en el gueto. Su objetivo, “ser recordados como eran, no como murieron”. Cualquier pequeño desliz podía poner en riesgo toda la misión: hoy, las 35.000 páginas descansan en el Instituto Histórico Judío de Varsovia. Para los profesionales que trabajaron en él, fue un regalo de los cielos que proporcionó sentido a su existencia.

La mejor venganza es seguir viviendo

El estudio de Courpasson y Martí ofrece una nueva luz sobre la resistencia en el gueto de Varsovia: puede ser que en un primer momento no decidiesen rebelarse de forma abierta contra sus opresores, pues ello probablemente les habría deparado muy probablemente una muerte instantánea (e inútil), sino que decidieron hacer frente a la opresión estableciendo su propia sociedad. Como recuerdan los autores, sus actos cotidianos “les demostraban a ellos y a los que les rodeaban que aún eran seres humanos, y expresaban su deseo por sobrevivir”.

El 13 de mayo de 1943, el general Stroop confirmó que ya no habría ninguna zona judía. El derribo de la sinagoga de Tlomackie fue el punto final

La situación alcanzaría su clímax el 22 de julio de 1942, cuando comenzó la Gran Deportación que llevaría a 265.000 judíos a ser eliminados en campos de concentración. Fue en enero de 1943 cuando dio arranque la resistencia armada de los judíos, al principio con cierto éxito, al conseguir hacer con el control del gueto. Durante tres meses se comenzó a foguear lo que se convertiría en la batalla final de abril de 1943, cuando un contingente alemán comandado por Ferdinand von Sammem-Frankenegg penetró en el gueto. Una intentona fracasada, ya que en un primer momento los sublevados, dirigidos por la Organización Judía de Combate y la Unión Militar Judía, consiguieron repeler el ataque.

Finalmente, el general Jürgen Stroop consiguió sofocar el levantamiento. En su informe del 13 de mayo de 1943, afirmaba que “el sector judío de Varsovia ya no existe” y, tres días después, el derribo de la sinagoga de la calle Tlomackie puso punto final simbólico. A sus espaldas, quedaban miles de judíos muertos en la ofensiva alemana o quemados en los búnkeres que habían construido. El resto, fueron enviados a Treblinka. En el lugar donde se encontraba el gueto arrasado se estableció un campo de concentración. A lo largo de los tres años anteriores de sufrimiento y violencia, los judíos no solo habían hecho frente a los invasores a través de la lucha, sino a través del mejor arma en momentos en los que los que la rebelión armada no es posible: seguir viviendo.

Hoy, el gueto de Varsovia es un fantasma, un conjunto de fronteras invisibles que se cruzan con las nuevas calles de la capital polaca, en las que algún monumento ocasional o el impresionante Museo de Historia de los Judíos Polacos señalan sus viejos límites. Dentro de esa urbe desvanecida llegaron a vivir 490.000 personas hacinadas en un espacio equivalente al 2,4% de la superficie de la ciudad. Quien vivía dentro de sus límites, podía conservar su casa; quien no, debía buscarse la vida. La mayoría de ellos terminarían muriendo por inanición, tifus o asesinados al intentar escapar. Otros, alrededor de 250.000, serían ejecutados en Treblinka o Majdanek.

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