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El libro desaparecerá pronto. Pero es lógico, la gente es muy limitadita
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¿No hay vuelta atrás?

El libro desaparecerá pronto. Pero es lógico, la gente es muy limitadita

Las creencias de los gestores del sector editorial encubren una idea clasista, empobrecedora para la sociedad y poco pragmática comercialmente

Foto: Dos lectores, en la librería Cervantes y compañía, de Madrid
Dos lectores, en la librería Cervantes y compañía, de Madrid

A la industria editorial le queda poco. No es una afirmación mía: lo dice un editor nacional que explica que su empresa, que arroja buenos resultados, está en el mismo caso de Kodak: fue esplendorosa durante un tiempo, ahora sobrevive y en breve habrá desaparecido. Ese instante en el que ya no habrá vuelta atrás llegará pronto, y no parece haber demasiado que el sector pueda hacer.

Las señales que desprende el contexto así lo indican. Los libros venden mucho menos que antes, de forma que con unos cuantos miles de ejemplares una novela se convierte en superventas. Hay pocos títulos que verdaderamente consigan generar ingresos y el resto circula entre el rendimiento escaso y el ínfimo.

El presagio de males mayores

Otros sectores culturales están viviendo un momento parecido, pero tienen algunas defensas: se venden pocos discos, pero las actuaciones en directo y los grandes festivales cobran un nuevo vigor; el cine tiene varios canales de venta, y conserva aún cierto carácter de acontecimiento que hace que disfrutar de una película en una sala sea superior a verla en la pantalla del ordenador. El libro no, carece de otras formas de rentabilización más allá de su contenido.

La idea es que la falta de tiempo y la acumulación de estímulos han transformado nuestro cerebro, incapaz ya de mantener la atención mucho tiempo

Ha habido momentos recientes en la historia en los que la industria editorial iba peor que ahora. La España de los 50 y 60, con sus deficientes niveles de alfabetización, la ausencia de recursos familiares para la cultura y las largas horas de la jornada laboral no era el contexto más propicio para su desarrollo y, sin embargo, poco tiempo después, el libro vivió un extraordinario florecimiento. Ahora se percibe el momento editorial no como una recesión que terminará pasando, sino como el presagio de males mayores que abocan a que el libro quede confinado en pequeños nichos de nostálgicos acostumbrados al papel o de hipsters que, como ocurre con el vinilo, aprecien el objeto en sí mismo.

Qué quiere la gente

El problema de fondo no es sólo que el libro cuente con competidores muy potentes a la hora de ocupar el ocio, esos que han conquistado por completo a las nuevas generaciones, como los videojuegos o las redes sociales, sino que los que estamos cambiando somos nosotros. La creencia común es que la falta de tiempo y la acumulación de estímulos han transformado el cerebro del humano del siglo XXI, que se vuelve incapaz de mantener la atención prolongadamente. Necesita fuentes de atracción continuas, y un libro no puede competir con la rapidez y el atractivo del audiovisual o las interacciones frecuentes de las redes sociales.

En este contexto, el libro como objeto de conocimiento, como parte de la formación personal y social del ser humano, ha perdido su lugar. La gente estaría buscando entretenimiento, sencillo y divertido, y mejor si está de moda, o en caso contrario, información práctica, algo que pueda rentabilizar en su vida privada o en la profesional.

Volvemos a versiones elitistas; antes se despreciaba a pobres gentes cuya cabeza no daba para más, ahora a seres saturados que no se concentran

Todo este conjunto de convicciones (el lector desconcentrado, la necesidad de lenguajes visuales y poco complejos, la visión del comprador como alguien que prefiere el móvil al libro y que busca pasarlo bien o conocimiento pragmático) es lo que está tejiendo las direcciones que la industria editorial está tomando.

Quieren empobrecernos

Esta visión pesimista del futuro de la industria y neorrealista del ser humano esconde varios problemas. En primer lugar, porque demuestra escasa confianza en nuestras capacidades, como si la época nos hubiera convertido en personas mucho más limitadas de forma irreversible. En segundo, porque la anima una visión sorprendentemente elitista. Del mismo modo que hace décadas se decía que no se podían publicar determinados libros porque el lector era poco menos que analfabeto, y que como máximo podía leer novelas del oeste o románticas (cuando lo que se quería decir es que era conveniente para el sistema franquista un tipo concreto de obras) hoy se llega a un lugar similar sólo que revestido de un supuesto diagnóstico neurocientífico: la gente tiene demasiada información, no puede absorberla y ya no es capaz de concentrarse, por lo que debemos ofrecerle contenidos muy simples y a poder ser visuales.

En definitiva, volvemos a versiones elitistas de la sociedad por otros caminos; en otros tiempos eran pobre gente cuya cabeza no daba para más por evidentes deficiencias, los de ahora son personas que se manejan mal con los conceptos complejos porque prefieren distraerse con liviandades. En ambos casos late una intención empobrecedora (voluntaria o inconsciente) de la sociedad, bajo la excusa de que la gente no da más de sí.

Pueden acudir al apocalipsis para justificar sus errores o empezar a pensar cómo lograr que el libro sea valioso (en lugar de entretenido) para la gente

De manera que quizá sea hora de que la industria deje de refugiarse en banalidades deterministas y afronte su crisis a partir de una realidad: está perdiendo lectores, lo cual quiere decir que tiene que trabajar duro para hacerse un espacio y volver a situarse en un entorno que ya no le es favorable. Pero no es algo imposible, porque las cosas cambian con frecuencia: España era un país despolitizado y de repente todo el mundo estaba viendo los debates televisivos un sábado por la noche, algo muy desprestigiado, como esa ginebra que ingerían los obreros en bares baratos, se convierte de pronto en la bebida preferida de las clases medias altas; incluso el Atlético de Madrid logró superar la gestión de Jesús Gil y quizá el Real Madrid logre sobrevivir a la de Florentino.

Haciéndose trampas

Hay quien argumenta que el libro nunca morirá porque la gente seguirá leyendo de un modo u otro, que lo que están obsoletos son los modelos de negocio de las viejas editoriales. Pero esta es una versión bastante endeble: si se quiere decir que se consumen los mismos contenidos pero no en libro de papel, se hacen trampas al solitario, porque la industria de los ebooks es mucho más débil que la tradicional; y si se afirma que la gente consume mucha más información, pero a través de webs, de artículos o de reportajes, lo que se está reconociendo es que ya no leen libros.

No, la cultura no se muere. Se está sustituyendo una por otra más pobre, como si quisieran que la mayoría de la sociedad regresase a la ignorancia

La industria editorial ha ejercido una labor mediadora, que consiste en esencia en elegir contenidos, intentar mejorarlos y conseguir que la gente se interese por ellos. Es verdad que los modelos están cambiando y que pueden ir a peor, pero las editoriales, si quieren tener un papel en este tiempo, tienen que seguir haciendo eso, y de una forma mucho más eficaz que la actual. Pueden acudir al apocalipsis que nos espera para justificar sus errores, pueden señalar al lector como limitado como causa última de su descenso en relevancia, o pueden empezar a pensar de forma inteligente y pragmática cómo conseguir que el libro sea valioso para nuestra sociedad.

Es imprescindible caer en la cuenta de que el futuro del libro es importante mucho más allá de quienes están implicados de un modo u otro en él. Y, en este sentido, da igual el soporte: es irrelevante que sea en papel, en formato digital o en rollos de pergamino. Lo esencial es que las reflexiones de largo aliento, aquellas que tocan al ser humano, que lo transforman, que lo reconfortan o que lo ilustran, pervivan. Sea una novela o un ensayo, no nos podemos permitir que la capacidad de ahondar en el ser humano, en sus condiciones de vida, en sus contradicciones y grandezas o en las estructuras que le albergan, desaparezca. No, la cultura no se está muriendo. Se está sustituyendo una por otra, bastante pobre, como si quisieran que la mayoría de la sociedad regresase el lugar que siempre le ha pertenecido, el de la ignorancia.

A la industria editorial le queda poco. No es una afirmación mía: lo dice un editor nacional que explica que su empresa, que arroja buenos resultados, está en el mismo caso de Kodak: fue esplendorosa durante un tiempo, ahora sobrevive y en breve habrá desaparecido. Ese instante en el que ya no habrá vuelta atrás llegará pronto, y no parece haber demasiado que el sector pueda hacer.

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