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El discreto encanto de matar
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SE ESTRENA 'TURISTAS', UNA COMEDIA DE HUMOR NEGRO QUE ARRASA EN REINO UNIDO

El discreto encanto de matar

Es el sueño húmedo de cualquier ciudadano respetable: acabar con quienes se saltan las normas de la convivencia civilizada. Coger una piedra o un palo, lo

Foto: El discreto encanto de matar
El discreto encanto de matar

Es el sueño húmedo de cualquier ciudadano respetable: acabar con quienes se saltan las normas de la convivencia civilizada. Coger una piedra o un palo, lo primero que se tenga a mano, y fulminar sin miramientos a aquel individuo que se cuela mientras uno guarda pacientemente la cola, por ejemplo, a los chavales que vociferan sin respetar el derecho al descanso de los demás o a quienes visitan las ruinas solemnes de un enclave turístico y allí tiran al suelo el envoltorio del helado. Para poder considerarse como tal, cualquier ciudadano respetable tiene la obligación de desear lo peor para esta gente y la obligación, a la par, de no ceder al impulso de propinárselo uno mismo. Es paradójico, sí, pero también es de lo que va precisamente la civilización. De hecho, nadie ha dicho que la civilización no sea algo terriblemente paradójico.

Y ya se sabe que hay personas a la que le resulta complicado resolver las paradojas. Chris –Steve Oram– es una de ellas. Es algo de lo que nos advierte la madre de su novia en el arranque de Turistas, la película de Ben Wheatley de estreno esta semana en España. De que el tal Chris con el que se ha liado su hija Tina –Alice Lowe– no es trigo limpio. No la creemos, por supuesto, porque Chris es encantador y ella una viuda neurótica y controladora de la que su hija, más que hacer vacaciones, huye despavorida al inicio de la película. Chris y Tina pasarán unas semanas recorriendo Yorkshire, al norte de Inglaterra, en la caravana de él, aunque algo amenaza con truncar sus vacaciones nada más empezar: dando marcha atrás Chris atropella a un peatón, un tipo desagradable que poco antes tiró al suelo un papel y no lo recogió aunque Chris le dijo que se le había caído. El atropello fue un accidente, por supuesto. Así lo cree Tina y así lo zanja la policía poco después. Nadie ha visto la media sonrisa en la cara de Chris cuando vio la sangre manar a borbotones del cuello de aquel tipo. O mejor dicho: de aquel tipejo. 

 

Desde su estreno en Cannes el año pasado y tras su paso por Sundance todas las reseñas abundan en un concepto cuando se trata de hablar de Turistas: el culto. Es, dicen, una película de culto. Tanto que no hace falta esperar, por lo visto, a que el tiempo refrende tal condición. Así de rotunda es la rendición de la crítica a la tercera película de Wheatley, una orgía de humor negro rabiosamente naturalista sobre dos turistas, Chris y Tina, que recorren puebluchos ingleses, campings cutres y restaurantes de mala muerte sembrando la ídem a su paso. Él porque tiene razones para hacerlo desde el punto de vista filosófico, como descubriremos al final. Ella porque se ha enamorado de él y porque descubre, para qué nos vamos a engañar, que matar impunemente tiene su punto.

Pero Turistas, y por aquí es donde se hila su presunta condición de culto, no es la comedieta frívola de dos asesinos que se patinan con la sangre, sino un folie à deux perfectamente naturalista en el que una pareja normal, una Bonnie y un Clyde, huyen hacia delante y se escapan de todo y de todos. Ella de su madre, él de sus circunstancias y ambos de la sociedad. Es el precipicio al que la película obliga a asomarse: la tentación de abandonar las costumbres civilizadas y cumplir solo con los propósitos primarios de la vida a corto plazo, que son comer, dormir y fornicar. No por nihilismo ni por hedonismo, sino siguiendo un propósito intelectual mucho más sencillo: hacer exclusivamente lo que a uno le dé la gana.

La muerte de los demás, de esta manera, no es un fin, sino un medio, y por eso nuestros protagonistas no son dos psicópatas. La muerte de otros es inevitable para hacer lo que uno quiera aunque lo que uno quiera –y esto ocurre en la película– sea tan trivial como sacar a pasear al perro por el campo sin tener que recoger sus excrementos en una bolsita. Los otros, que es donde Sartre situó el infierno, se interponen en nuestro camino constante e inevitablemente porque vivimos en un mundo densamente poblado donde uno no puede alzar la mirada sin encontrarse con algo –habitualmente otro ser humano– que nos impida actuar como queremos realmente. No debe extrañar que Chris y Tina, según avanzan sus vacaciones y practican con más convicción lo de ir cargándose gente, vayan viajando cada vez a enclaves más lejanos. No quieren matar, sino estar solos. Y lo hacen así hasta llegar a su destino, un paraje remoto donde no hay presencia humana. Allí acabará la película, por cierto, de un modo magistral.

Sin duda Turistas no sería el bombazo que es –esta comedia de bajo presupuesto ha recaudado ya casi 20 millones de euros solo en Reino Unido– sin los actores, Steve Oram y Alice Lowe, y en este caso no es un modo de hablar, ya que ambos firman también el guión de la cinta junto a Amy Jump. Es el tercer largometraje de Ben Wheatley, que con él empieza a trascender definitivamente su condición de joven promesa del cine británico y se integra en la escuela Winterbottom –de hecho fue él quien dirigió para televisión The Inside Story en 2009 con Steve Coogan, el actor fetiche de Winterbottom–, aunque en su caso tirando más de universo particular: sus dos cintas previas, Down Terrace en 2009 y Kill List en 2011, fueron también cine sobre asesinos, thriller la primera y terror la segunda. La próxima, que se estrenará en Reino Unido este mes, es A Field in England, una película de época sobre un batallón de soldados de la Guerra Civil Inglesa que abandona la batalla y se embarca en la búsqueda de un tesoro.

Turistas

Director: Ben Wheatley

Género: Comedia, Negro

Duración: 119 minutos

Nacionalidad: Reino Unido

Reparto: Steve Oram y Alice Lowe

Es el sueño húmedo de cualquier ciudadano respetable: acabar con quienes se saltan las normas de la convivencia civilizada. Coger una piedra o un palo, lo primero que se tenga a mano, y fulminar sin miramientos a aquel individuo que se cuela mientras uno guarda pacientemente la cola, por ejemplo, a los chavales que vociferan sin respetar el derecho al descanso de los demás o a quienes visitan las ruinas solemnes de un enclave turístico y allí tiran al suelo el envoltorio del helado. Para poder considerarse como tal, cualquier ciudadano respetable tiene la obligación de desear lo peor para esta gente y la obligación, a la par, de no ceder al impulso de propinárselo uno mismo. Es paradójico, sí, pero también es de lo que va precisamente la civilización. De hecho, nadie ha dicho que la civilización no sea algo terriblemente paradójico.