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La mentira como una de las bellas artes
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'EL IMPOSTOR' NARRA LA HISTORIA DE UN NIÑO QUE CONSIGUE SUPLANTAR LA IDENTIDAD DE OTRO

La mentira como una de las bellas artes

Más allá de que compartan productor y distribuidor en España (Avalon), hay un hilo subterráneo que une a dos documentales tan diferentes entre sí como Searching for

Foto: La mentira como una de las bellas artes
La mentira como una de las bellas artes

Más allá de que compartan productor y distribuidor en España (Avalon), hay un hilo subterráneo que une a dos documentales tan diferentes entre sí como Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012), revelación de la temporada, y El impostor (Bart Layton, 2012). Se trata de dos historias tan inverosímiles que sólo podían haber salido de esa máquina de producir argumentos disparatados llamada realidad. Por eso ambas te conectan  de un modo muy profundo con la vida… Frase cursi y comeflores  donde las haya que en el caso de El impostor se justifica por contraste: uno sólo necesita leer su sinopsis para empezar a sentir un malestar que se pega a los huesos y no se va ni con tres duchas.

Junio de 1994. Un niño tejano de 13 años llamado Nicholas Barclay desaparece sin dejar pistas. Tres años más tarde, reaparece en España y asegura haber sido secuestrado y torturado. Todos contentos con su milagrosa aparición. Sólo que Nicholas no se parece tanto a Nicholas en realidad. Nicholas antes era rubio y ahora es moreno. Además de otros pequeños detalles como que ahora tiene diez años más… y es francés. Nicholas no es, maldita sea, Nicholas. Pero dado el empeño de la familia (disfuncional y descarriada) en seguir creyendo al falso Nicholas el trampantojo sigue adelante. Entender los motivos de cada cual (¿por qué Nicholas insiste en ser Nicholas?, ¿en qué está pensando su familia?) ya es otro cantar. Eso intenta El impostor.   

Resumiendo: un niño que se hace pasar por otro niño. Tan simple y tan espeluznante como eso. Igual que la respuesta que da el maestro del disfraz (el falso Nicholas) a la pregunta del millón: “Siempre he querido ser otra persona. Una a la que acepten”.

Las declaraciones del falso Nicholas mirando a cámara son el motor de un documental que combina entrevistas con recreaciones. “Lo más importante era ser convincente”, asegura. “Algo en mi cabeza decidió que tenía que hacerlo. Que debía intentarlo”, añade.

O una frase que resume con brutal precisión su rol de manipulador nato: “Les lavé el cerebro”, asegura para explicar cómo logró convencer a sus familiares. “Ya no fingía tener una identidad: había robado una”, asume. 

En principio, el falso Nicholas se la coló a todo el mundo. Hasta consiguió DNI como ciudadano estadounidense (nombre: Nicholas Barclay) antes de subirse a un avión rumbo a su presunta casa en EEUU.

Toda su familia le recibió con los brazos abiertos pese a las diferencias físicas. Las televisiones se volvieron locas con el caso. Las coartadas del niño: los secuestradores alteraron mi aspecto hasta hacerlo irreconocible y no me dejaban hablar inglés, por eso hablo con acento francés. Suena todo absurdo, sí, pero tiene su lógica. Habían perdido a un niño y encontrado a un adolescente. Dos personas diferentes, por tanto. ¿O acaso usted se reconoce en la persona que fue hace veinte años?

Una vez arrancada la nueva vida familiar, era inevitable que se sucedieran las escenas absurdas. Algo inquieta al nuevo Nicholas Barclay: “¿Y si Nicholas Barclay entra por la puerta y dice ‘eh, soy yo, he vuelto?”. La monda, en efecto.

Por si todo esto no fuera suficiente, la película muta en thriller trepidante en su parte final. Desvela sorpresas de esas que dejan con la mandíbula desencajada de tanto permanecer boquiabierto frente a la pantalla. El impostor, como quizás no podía ser de otra manera, manipula al espectador con una habilidosa dosificación de la información. Dentro de su interior de documental basado en una historia real esconde no pocas licencias para hacer la realidad más interesante. Un circo de tres pistas (Nicholas, su familia, el director) entregado al espectáculo de la falsificación y, ay, el morbo.

Uno está tentado de pensar que El impostor es la metáfora perfecta sobre la deriva política contemporánea. Una película, en definitiva, sobre el triunfo de la propaganda. Espejo de cómo las mentiras más gruesas (ya hemos tocado fondo económico, ahora sólo podemos ir para arriba) se abren paso año tras año contra toda evidencia razonable. Y lo es. Sólo que va más lejos todavía porque ¿qué es más falso la mentira del poder o el autoengaño de los ciudadanos que quieren creer que sus políticos les van a arreglar la vida? “Desperté en un sitio en el que las mentiras eran más grandes que las mías”, dice el falso Nicholas ante la sospecha de que su familia sabe que no es Nicholas. El baile de máscaras definitivo. Algo así como: hemos pasado una época muy mala y ahora que  las cosas quizás puedan ir a mejor no vamos a preocuparnos con asuntillos sin importancia como este niño no es mi hijo o estas políticas de austeridad no son quienes dicen ser.

Todo eso suponiendo que las mentiras de Nicholas y su familia no escondan en realidad otras mentiras mucho más espantosas. Y hasta aquí puedo leer. El impostor es una muñeca rusa en la que cada falsedad sirve para esconder una trola aún mayor. Así hasta que la maraña de bulos impide conocer la verdad.  O como cantaba Manu Chao: mentira la mentira, mentira la verdad.

El impostor

Director: Bart Layton
Nacionalidad: Reino Unido
Duración: 99 minutos

Más allá de que compartan productor y distribuidor en España (Avalon), hay un hilo subterráneo que une a dos documentales tan diferentes entre sí como Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012), revelación de la temporada, y El impostor (Bart Layton, 2012). Se trata de dos historias tan inverosímiles que sólo podían haber salido de esa máquina de producir argumentos disparatados llamada realidad. Por eso ambas te conectan  de un modo muy profundo con la vida… Frase cursi y comeflores  donde las haya que en el caso de El impostor se justifica por contraste: uno sólo necesita leer su sinopsis para empezar a sentir un malestar que se pega a los huesos y no se va ni con tres duchas.