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Isabel Coixet se empacha de sufrimiento
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'AYER NO TERMINA NUNCA' DISECCIONA EL DOLOR DE UNA PAREJA QUE PIERDE A SU HIJO

Isabel Coixet se empacha de sufrimiento

En la España de 2017, a la que el Banco Central Europeo acaba de negar su tercer rescate financiero y donde los parados son ya más

Foto: Isabel Coixet se empacha de sufrimiento
Isabel Coixet se empacha de sufrimiento

En la España de 2017, a la que el Banco Central Europeo acaba de negar su tercer rescate financiero y donde los parados son ya más de siete millones, se dan cita un hombre y una mujer cuyos nombres desconocemos. Se encuentran en un edificio de hormigón visto tan ultramoderno como desolado –y por descontado, potentemente metafórico– tras cinco años sin verse. Él –Javier Cámara–, porque emigró hace tiempo a Alemania buscando un futuro ya no mejor, sino a secas. Ella –Candela Peña– porque se quedó en España, de donde siente que no puede irse. Estamos en el cementerio donde descansa Dani, su hijo pequeño, que murió en 2012 por culpa de una meningitis que el hospital, mutilado por los recortes, no atendió hasta que pasaron cinco horas. Ella no pudo superarlo. Él sí, y por eso la abandonó sin mediar palabra.

Poco más entre los elementos formales de Ayer no termina nunca –la última película de Isabel Coixet, estrenada en Málaga la semana pasada y en cines este viernes–, donde no hay más personajes que los citados ni más escenario que el desolado paraje de hormigón, entre teatral y felliniano, donde transcurre toda la acción salvo un par de salidas puntuales. Ni siquiera sabremos los nombres de los protagonistas. Coixet ha reducido el recurso cinematográfico a su mínimo constitutivo –la película, de hecho, está inspirada en la obra Gif, de la holandesa Lot Vekemans– para prescindir de los cómos fílmicos y escarbar con ahínco en su qué. Y el qué, en la cinta, no es otra cosa que el dolor.

Ayer no termina nunca, de este modo, es fundamentalmente una disección pormenorizada del sufrimiento, en particular el de ella. Estalló con la muerte de su hijo, reverberó cuando su marido la abandonó y cinco años después, en una España en la que no queda nada más que miseria, ya no puede simplemente escapar del infierno. Como tres losas superpuestas, el sufrimiento existencial, el romántico y el social le impiden ponerse en pie. Tanto que ella, dice Cámara, ya no es ella. El dolor en el que se enroca la ha dejado postrada en otra mujer, una peor que la anterior. Peña dice, y lo dice en varias ocasiones, que ella ahora es también su dolor. Y lo es, en efecto, ya que no lo sufre solo con el corazón. Su cerebro se ha rendido también a la oscuridad y la zarandea sin piedad por violentos cambios de humor, giros verbales propios de un trastornado y un sarcasmo atroz, furioso y monstruoso que escupe sobre el personaje de Cámara durante los 100 minutos de cinta. 

En todo caso, Ayer no termina nunca sería otra película sin Candela Peña y Javier Cámara. Los actores, eso sí, tenían a su favor el diálogo de Coixet, una guionista capaz de enhebrar como nadie la solemnidad en lo naturalista y de firmar unos diálogos crudos, auténticos y excelentes pese a su alto grado de cosmogonía. En su contra, en cambio, jugaban muchos factores, y aun así los actores resuelven todos. Están brutalmente creíbles –algo que Coixet necesitaba como el comer en una tragedia tan manierista– y consiguen coger por las solapas al espectador y exigirle su empatía, que al principio es cosa sencilla pero que tras hora y media hablando de lo mismo, ya no lo es tanto. Brillan, en suma, y aciertan de pleno cuando más se ha exigido de ellos. Si Peña va ya por su tercer premio Goya, mucho habrían de torcerse las cosas tras esta interpretación para que a Cámara –que en 2013 también brilló en Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar– no le cayera al fin, y muy merecidamente, el galardón.

Bastante menos seguro lo tiene la realizadora de la película, Isabel Coixet, quien peor parada sale de su propia obra. Sí acierta en el diálogo, como se ha dicho, y es brutalmente sincera a la hora de opinar –la asepsia ideológica es tan imposible como poco deseable cuando hablamos de un niño muerto y dos vidas truncadas a causa, aunque sea indirectamente, de los recortes sanitarios–. Pero para la directora, la alta tragedia es en Ayer no termina nunca una excusa para permitirse incurrir en varios caprichos creativos que desmerecen el acierto en los ejercicios técnicos.

Entre ellos, los desafortunados pasajes poéticos en los que los personajes hablan directamente al espectador –en tonos sepia y desde una cueva, seguramente metafórica– hasta otros en los que ambos aparecen tirados en el suelo del escenario iluminados de azul y con el sonido del mar de fondo. No eran necesarios, tanto que resultan simplemente accesorios, y rechinan como la arena en un engranaje en una película de realismo y crudeza tan primarias. Coixet, en otras palabras, ha querido conseguir la entropía formal y ha estado a punto de conseguirla, pero solo a punto. En el umbral mismo del acierto, sin embargo, le sobrevinieron las ocurrencias y en lugar de desestimarlas, ha decidido incorporarlas. Ocurre que, por su propia naturaleza, el purismo funciona solo en su desnudez completa, y se convierte en otra cosa cuando queremos taparle las vergüenzas con hoja de parra. Eso es Ayer no termina nunca: algo eficaz en el recorrido, pero al final distinto de lo que intenta. Un tiro errado cuya trayectoria corrigen, sin llegar del todo a restaurarla, dos excelentes actores. Nada menos que eso, que por supuesto no es poco. Pero para su desgracia, tampoco es mucho más. 

Ayer no termina nunca 

Directora: Isabel Coixet

Reparto: Candela Peña, Javier Cámara

Género: Drama

País: España

Duración: 108 minutos

En la España de 2017, a la que el Banco Central Europeo acaba de negar su tercer rescate financiero y donde los parados son ya más de siete millones, se dan cita un hombre y una mujer cuyos nombres desconocemos. Se encuentran en un edificio de hormigón visto tan ultramoderno como desolado –y por descontado, potentemente metafórico– tras cinco años sin verse. Él –Javier Cámara–, porque emigró hace tiempo a Alemania buscando un futuro ya no mejor, sino a secas. Ella –Candela Peña– porque se quedó en España, de donde siente que no puede irse. Estamos en el cementerio donde descansa Dani, su hijo pequeño, que murió en 2012 por culpa de una meningitis que el hospital, mutilado por los recortes, no atendió hasta que pasaron cinco horas. Ella no pudo superarlo. Él sí, y por eso la abandonó sin mediar palabra.