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El amor en la guerra no es lo mismo que la guerra en el amor
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LA INFLUENCIA DE LA MIRADA AJENA EN LAS RELACIONES AMOROSAS

El amor en la guerra no es lo mismo que la guerra en el amor

Acabo de leer una de esas novelas que no pocos calificarían de “deliciosa”. Como si las novelas fueran un pastelillo o un rollito de sushi. Deliciosa.

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El amor en la guerra no es lo mismo que la guerra en el amor

Acabo de leer una de esas novelas que no pocos calificarían de “deliciosa”. Como si las novelas fueran un pastelillo o un rollito de sushi. Deliciosa. Una mezcla de delicia y de delicadeza que complica la aplicación del calificativo a platos tan contundentes como el lacón con grelos o La montaña mágica. Lo delicioso en la literatura se dice de las nouvelles. O de los haikus. O de esas construcciones que ayudan a los lectores a descubrir, entre la lágrima y la sonrisa, la felicidad que se esconde detrás de las cosas simples. De lo que está al alcance de la mano. Lo delicioso nos conecta con nuestro lado bueno.

Tal vez, por su extensión y por el tratamiento de una temática amorosa que nos devuelve un retrato favorecido de cada uno de nosotros -no siempre-, se puede decir que Karl y Anna del escritor alemán Leonhard Frank (Errata Naturae) es una novela deliciosa. Y, sin embargo, la delicia no es dulce. Un atisbo de amargor, una duda gustativa, nace en la punta de la lengua, aproximando este libro a ese goce sexual en el que no solo se ven estrellitas bajo los párpados: hay culebras que recorren las zonas oscuras. Incluso un momento en el que no se sabe si lo que se vive es el éxtasis. O una punzada de dolor.

El orden de los factores

Karl y Anna se ambienta en la Primera Guerra Mundial y a veces no sabemos si estamos leyendo una historia sentimental o bélica. Resulta casi imposible separar los dos mundos, no solo porque tengamos una visión estereotipada del amor como lucha agónica, sino porque cuando hablamos de amor estamos hablando del lugar donde ese amor se construye y se nombra. Hablamos de una sentimentalidad que no se desvincula de las cosas que suceden alrededor. Por eso, la historia de Karl y Anna sería imposible sin el contexto de la guerra. Sin el desgajamiento y la fractura de los vínculos familiares; sin el abandono que, al igual que la muerte de los seres amados, incuba una extraña forma de rencor en el superviviente o en el que aguarda el regreso; sin la posibilidad de usurpar la identidad a los ausentes.

Karl y Anna me ha recordado a El regreso de Martin Guerre, una historia real que tamizaron por el filtro de la literatura y del cine autores como Dumas, Rubén Darío, Jean-Claude Carrière, Daniel Vigne o Natalie Zemon Davis: un hombre vuelve a casa después de luchar en mil guerras y se siembra la duda sobre si realmente es él. Aunque Martin fuera Martin, todo lo vivido lo habría transformado en otro ser humano. Igual que al blandito Henry de A propósito de Henry: un balazo modifica sus vínculos afectivos y la posibilidad del amor es la mejor muestra de su rehumanización. El hecho de volver de entre los muertos adquiere otro significado en las relaciones amorosas. Como en Vértigo de Hitchcock. No obstante, el engaño y la dualidad, el disfraz y la confusión, nunca anidan en la cabeza de Anna cuando Karl se presenta suplantando al esposo. Ella sabe que no, aunque a ratos prefiere no pensar en ello… El lector ignora si Anna prefiere de verdad a Karl o sencillamente necesita lo que lo tiene. El pájaro en mano. La copia tergiversada mejor que el original que se desdibuja, allí, al fondo de la endeble memoria…

Hay muchas razones para recomendar la lectura de Karl y Anna. Casi todas ellas tienen que ver con sensaciones que hemos experimentado en nuestra propia carne y que recorren un doble camino: el que convierte los textos literarios en un lugar en el que reconocernos a la vez que aprendemos cosas. Un lugar a priori y a posteriori de nosotros mismos. Reconocemos o aprendemos comportamientos relacionados con el significado de la lealtad y la fidelidad; con la culpa de desear que alguien muera y pensar cómo sería nuestra vida a partir de ese momento; con la ocasión de sentirnos buenos en el acto de amar o todo lo contrario: perversos, sucios, desleales; con la ingenuidad de creer que elegimos nuestro amor cuando la mayoría de las veces no nos queda más remedio que amar a quien amamos…

Tautologías

Del amor emana cierta vanidad porque el amor siempre suele favorecernos. Así ocurre en otro libro recientemente publicado también por Errata Naturae, Hace cuarenta años, de Maria van Rysselberghe: en este texto autobiográfico, la petite dame, la amiga más íntima de Gide, revive un episodio “casi” adulterino acaecido cuarenta años antes. Lo más interesante de esta historia es el sutil empeño de van Rysselberghe para asimilar la contención sexual con el heroísmo, la destreza para decir sin decir, para escamotear el sexo y, sobre todo, la morbosidad de un lector que se pregunta cuál ha sido el motivo para desvelar una historia como ésta después de cuarenta años. Por qué se rompen los votos de silencio. El libro, otra vez, podría ser delicioso, pero en realidad es fascinante: en la etimología de la palabra fascinante esta fascinus, es decir, “personificación del falo divino en la magia y religión de la antigua Roma”. Así lo dice Wikipedia y así nos lo descubre Don de Lillo en su excelente Fascinación (Seix Barral). Y nada de esto es una tautología.

Triángulos y otras cosas concretas

En Karl y Anna no hay ni una gota más de melodrama que la imprescindible. El final es maravilloso y la tensión narrativa de la espera y del reencuentro funciona como una goma tirante. Sin embargo, si hay dos temas básicos en esta narración, son, por un lado, cómo algo que pensamos tan nuestro como el amor se construye a partir de la mirada ajena; y cómo tenemos la sospecha de que casi todas las historias de amor se basan en la figura del triángulo.

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Errata Naturae, editorial que se ha ganado gran parte de su prestigio por su colección de ensayo y pensamiento, parece estar especializada en ciertos asuntos románticos: en 2011 publicó Romance en París, la novela de Franz Hessel –el papá de Stephan- en la que Truffaut se basó para rodar una de las películas sobre triángulos amorosos más famosa de la historia del cine:Jules et Jim (1961).

En Normas de cortesía del estadounidense Amor Towles (Salamandra) también encontramos otra interesante historia triangular, con reminiscencias de El gran Gatsby. Y en el último libro de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral), se esboza el triángulo amoroso formado por Maiakovski, Lily Brik y Osip, el marido de Lili. Pero ésas son otras historias de las que hablaremos en otro momento.

Respecto al asunto de cómo construimos nuestro amor a partir del relato y de la mirada ajena, en Karl y Anna el personaje del vecindario acepta o rechaza las aventuras de sus integrantes. El vecindario arropa en la misma medida que expulsa. Sin embargo, la importancia de la mirada ajena para construir el amor se hace evidente en el punto de partida de la historia: Karl se enamora de Anna desde su propia necesidad, desde su propio vacío, pero sobre todo desde el relato que Richard, el esposo ausente, hace de su convivencia con ella. Karl transforma en materia sus ilusiones y, por tanto, deja de ser un iluso. Saca el amor de la esfera de lo platónico y de lo imposible, y lo convierte en un cuerpo, un cuartito, un plato de sopa.

Acabo de leer una de esas novelas que no pocos calificarían de “deliciosa”. Como si las novelas fueran un pastelillo o un rollito de sushi. Deliciosa. Una mezcla de delicia y de delicadeza que complica la aplicación del calificativo a platos tan contundentes como el lacón con grelos o La montaña mágica. Lo delicioso en la literatura se dice de las nouvelles. O de los haikus. O de esas construcciones que ayudan a los lectores a descubrir, entre la lágrima y la sonrisa, la felicidad que se esconde detrás de las cosas simples. De lo que está al alcance de la mano. Lo delicioso nos conecta con nuestro lado bueno.