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Tocando el mito de María Antonia
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PRIMERA PERSONA DE UN FIEL SEGUIDOR DE SARA MONTIEL QUE LA HUMANIZA

Tocando el mito de María Antonia

Para el cinéfilo y mitómano no hay nada más triste que ver a sus ídolos envejecer. La decrepitud del cuerpo (sobre todo si la estrella a venerar

Para el cinéfilo y mitómano no hay nada más triste que ver a sus ídolos envejecer. La decrepitud del cuerpo (sobre todo si la estrella a venerar ha sido bella), la progresiva pérdida de facultades para el aprendizaje de un texto… Pero esa tristeza se atenúa al comprobar que aún se tiene la oportunidad (puede que última) de acercarse a esa estrella en su ocaso, tocarla y seguir admirando a quien tuvo un pasado glorioso, aunque el fan en cuestión no lo haya vivido en primera persona.

Lo que hubiese dado por estar cerca de La Loba, la gran Bette Davis en su última aparición dentro del homenaje que le brindó el Festival de San Sebastián, allá por el 89. Un amigo allí presente me contó que se llenaba la boca de humo mientras no paraba de contar anécdotas y más anécdotas. A ella de humo, a mí de baba si hubiese estado allí. Mirando esas fotos, lejos de sentir lástima por la imagen que proyectaba, uno hubiese querido estrechar ese cuerpo huesudo y todavía capaz de inhalar cigarrillos sin parar. Eso es lo que muchos todavía no comprenden, hay estrellas que prefieren vivir su ostracismo en la oscuridad y el silencio, lejos de focos y miradas; sin embargo hay otras que pavonean sus colgajos (en otros tiempos pieles tersas y curvilíneas) encantadas de seguir siendo el centro de atención, cual Norma Desmond en ese retrato desnudo cruel pero real de la fama que refleja El crepúsculo de los dioses. Se les ilumina la cara, llena ya de arrugas (cicatrices de una presunta fructífera y larga vida) al ver que tienen fans jóvenes y se preocupan por ellos, admiradores deseosos de que les cuenten batallitas (cuando luego llegan a casa y mandan callar las del propio abuelo, entre otras cosas porque las han oído mil veces).

Uno, que tiene sus contactos, fue avisado de que una de las estrellas de nuestro cine patrio y de las pocas y primeras en traspasar fronteras (eso que llaman cruzar el charco), haría acto de presencia en el famoso Chicote, María Antonia Abad, alias Sara Montiel. Tras el recibimiento que se merece una vieja gloria, es decir, agasajo con flores, besuqueo, mucho besuqueo, loas y fotos, uno espera su momento, ése en el que ya un tanto relegada al descanso mientras seguían llegando caras conocidas, me acerqué a ella para que me dedicase una preciosa foto. Lejos de molestarse, lo que mucha juventud actoral sí hace hoy día, le encantó la imagen que le daba para que me estampase su rúbrica. Que si esa foto se hizo en tal sitio, con el vestido de fulanita, el día de no sé qué… A saber si la memoria le fallaba o no, ella estaba disfrutando de su momento y yo del mío.

Una estrella cercana

Tuve oportunidad de acercarme a ella en varias ocasiones más. Lo dicho, nuestra Saritísima era de las estrellas a las que les encanta el contacto con el público, ya fuera del que disfrutaba en su día haciendo colas kilométricas en la Gran Vía para ver La violetera o El último cuplé, como de ese otro público fan más joven. Me atrevo a decir que quizá disfrutaba más de esos admiradores tardíos que la habían redescubierto como la gran belleza que fue en películas junto a Gary Cooper, Burt Lancaster, Joan Fontaine, o quizá por ser una mujer con esa trayectoria a la que le importaba un bledo reconocer que llevaba peluca, sus operaciones, esas túnicas tan suyas… era de esperar, por tanto, que  la enarbolasen en estandarte como diva/ icono gay. Y ella, por supuesto, encantada de la vida.

Supo sacar provecho de su belleza como pocas, sabiendo que ésa era su gran baza, se le llenaba la boca al afirmar que sí, que salía de secundaria en Locura de amor, junto a la gran estrella cinematográfica del momento Aurora Bautista, pero que en lo poquito que salía, el público ya se había fijado en ella, y a la salida todo el mundo afirmaba lo guapa que era esa chica, la morita.

Tras su periplo mexicano, donde se curtió ante las cámaras, tardó no mucho en llamar la atención de ese gran vampiro que es Hollywood, y el resto nos lo sabemos de memoria. Sus amistades del star system, como esos huevos fritos que le hizo a Marlon Brando (qué nos importa si es verdad o no). Lo que sí me pregunto es qué hubiera pasado de no haberse divorciado del cineasta Anthony Mann (uno de los grandes, no debemos olvidar, relegado injustamente a mero artesano durante mucho tiempo) si hubiese podido hacer algún papel destacado en otra película de renombre. Pero Maria Antonia era mucha Sarita, y viceversa. Supo ver que en ese Hollywood encasillado no serías más que la chica latina, cuando no india de turno, es decir una más y acertó de pleno al coger el tren que la trajo de nuevo a España, de manera inesperada llegando a ser la actriz mejor pagada de nuestra cinematografía.

Toda una estrella de nuestro cine. No pudo estar en el estreno de La violetera pero sí en su reestreno cuando la Gran Vía celebró su centenario, en un acto conmemorativo en los cines Callao. De nuevo baño de multitudes y así hasta el descubrimiento de su placa en nuestro modesto paseo de la fama sito en Martín de los Heros. Reparos y vergüenza no tuvo nunca, ni con sus escándalos amorosos (muchos sí, inventados o fantaseados otros, también), ni con sus posibles rifirrafes con estrellas coetáneas, ni cuando dejó el cine tras la llegada del destape. Enseñar lo suyo valía una fortuna, decía. Dispuesta a conceder entrevistas a todo el mundo, incluso a invitar cortesmente a su ático en pleno Barrio de Salamanca a todo aquel que quería o la quería sin más. Sólo la frenó su cada vez más delicado estado de salud hasta que ya no pudo más. Grande, sin vergüenza alguna, y fumando hasta el final. Como la Davis.

Para el cinéfilo y mitómano no hay nada más triste que ver a sus ídolos envejecer. La decrepitud del cuerpo (sobre todo si la estrella a venerar ha sido bella), la progresiva pérdida de facultades para el aprendizaje de un texto… Pero esa tristeza se atenúa al comprobar que aún se tiene la oportunidad (puede que última) de acercarse a esa estrella en su ocaso, tocarla y seguir admirando a quien tuvo un pasado glorioso, aunque el fan en cuestión no lo haya vivido en primera persona.