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A favor y en contra de 'Los amantes pasajeros'
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LA ÚLTIMA CINTA DE ALMODÓVAR DIVIDE A LA CRÍTICA

A favor y en contra de 'Los amantes pasajeros'

El avión de Los amantes pasajeros, la última comedia de Pedro Almodóvar, despega este viernes en 298 salas de toda España y lo hace con la

Foto: A favor y en contra de 'Los amantes pasajeros'
A favor y en contra de 'Los amantes pasajeros'

El avión de Los amantes pasajeros, la última comedia de Pedro Almodóvar, despega este viernes en 298 salas de toda España y lo hace con la bodega rebosante ya de elogios encendidos y críticas descarnadas. Como el Airbus en el que transcurre su historia, la cinta número 19 del cineasta manchego y su esperado regreso a la comedia podría por igual estrellarse estrepitosamente que completar su ruta con éxito. El Confidencial y Vanitatis quieren así ilustrar el porqué aportando los argumentos que hablan a favor y los que lo hacen en contra del que es, con toda seguridad, uno de los títulos más esperados del año.

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En treinta años, que tampoco son tantos, Pedro Almodóvar ha conseguido la adjetivación de su apellido y que "almodovariano" se convierta, como "kafkiano" o "borgiano", en un apelativo que se aplica a la propia realidad. Concretamente a la realidad aumentada, en particular cuando es nacional.

Este es un honor reservado en la digestión cultural a los narradores para quienes lo real y sus rigores no cumplen la función de escenario, sino de sustancia expresiva, y que componen, maleándola, universos diferentes que a veces –y solo a veces– lindan con el de verdad. Por eso no han cuajado en el caldo de los consensos los adjetivos "asimoviano" o "etxebarriano", por ejemplo, ya que el universo que pintó el fantasioso Isaac Asimov es por principio imposible y el que pinta la realista Lucía Etxebarría, exactamente igual al de verdad. Y por eso sí ha cuajado "dantesco", por ejemplo. Porque la realidad, por suerte, no suele no ser dantesca, pero hay ocasiones en que lo es.

Es lo mismo que le ocurre a España, que a veces es almodovariana. Era más complicado de ver cuando el manchego tenía que inventar intrigas políticas con las que condimentar sus comedias –como la del ficticio imperio de Tirán en Laberinto de pasiones, de 1982, o la del terrorista chiíta de Mujeres al borde de un ataque de nervios, de 1988– y más evidente en su última cinta, Los amantes pasajeros, en la que el manchego no necesita ni exagerar ni imaginar para tirar, como tira, de extravagancia accesoria

En el avión coral de la compañía Península, cuya suerte dependerá de que despejen o no cierto aeropuerto sin aviones, viaja el expresidente huido de una caja de ahorros quebrada y una mujer que presume de affaire con el Rey. Sus personajes ya no leen en El País, sino La Vanguardia, en donde aparecen retratados en plano detalle los diez peores casos de corrupción en España. Hay quien además ha querido ver un simbolismo nacional en la trama –un avión que amenaza estrellarse con pilotos poco menos que ineptos en donde la clase business va despierta y la turista, narcotizada–, aunque sus responsables, empezando por el propio Almodóvar, lo hayan negado ya en varias ocasiones.

Si Los amantes pasajeros tuviera subtítulo –y debería tenerlo para no llamar a engaño con ese título tan serio–, ese sería: "¡Con la que está cayendo!". A la película, justa en sus esperpentos políticos, se le va a reprochar sobre todo su injusticia en los sociales, argumentando que los expresidentes de caja corruptos existen, pero no semejantes azafatos. Es así porque los protagonistas, Joserra, Fajardo y Ulloa –brillantes Javier Cámara, Carlos Areces y Raúl Arévalo–, orquestan además la zafiedad de la película, segundo punto en que los espectadores críticos con Almodóvar se mostrarán ahora inclementes. Los amantes pasajeros es, en efecto, una película zafia. La que más de toda su carrera si atendemos, al menos, a la acepción literal de la RAE: "Grosero, tosco en sus modales o falto de tacto en su comportamiento".

Pero, ¿realmente es pecado abundar en la pluma, tirar sin complejos del quita, maricón y convertir linternas en improvisados artefactos fálicos? Cuestión de grado, lógicamente, y por tanto de paladar. Es algo que compete al gusto de cada cual o, caso de no gustar, a su tolerancia. Lo que está claro es que el cirujano psicópata de La piel que habito –interpretado por Antonio Banderas–, el director de cine ciego de Los abrazos rotos –interpretado por Lluis Homar– o la torera comatosa de Hable con ella –interpretada por Rosario Flores– fueron personajes tan caricaturizados como los azafatos locas y los personajes esperpénticos de Los amantes pasajeros, aunque a ellos se les celebró en lugar de reprochárselo. ¿Por qué? Porque en su atmósfera trágica practican sexo con elegancia, fundamentalmente, y además no dicen tacos. No atentan contra los apetitos light de la corrección política, que Almodóvar violenta aquí como no lo había hecho desde Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Es lo primero que el espectador debe saber si va a ir a ver Los amantes pasajeros y lo que debe tener en cuenta al salir si decide, una vez vista la película, que ha sido demasiado bestia para su gusto. Que a lo mejor su gusto, el del espectador, es precisamente el que pretendía desafiar Almodóvar. Y sin innovar ni un poco, además, porque no hay nada más viejo que poner a prueba los valores burgueses.

Eso y que siendo mainstream y con dos oscars Pedro Almodóvar se ha propuesto en 2013 lo mismo que en los ochenta, cuando era valiente por marginal: provocar con salud y pontificar sobre las virtudes de la vida bien entendida, en particular cuando esta se pone más dura. Sin mensajes grandilocuentes, sin recetas mágicas impostadas y sin plantar batalla ideológica. Ante el problema, soluciones, y si no las hay, bienvenido sea el desfogue. Y en la honestidad del ejercicio ha conseguido que a Los amantes pasajeros se le pueda dedicar el mejor piropo al que aspira cualquier comedia: el de que es , sin más, terriblemente divertida. Con todo lo que la diversión tenga de simple, con todo lo que tal simpleza tenga de dificultad. No se propuso otra cosa y es lo que ha firmado, aunque lo de menos es aquí la honestidad. Lo que importa es que Los amantes pasajeros es una locura absolutamente recomendable.

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La diferencia para Almodóvar entre las clases bajas de la sociedad, hacinadas en la cola de su avión, y las élites, que viajan oportunamente en business, radica en que las primeras vuelan narcotizadas por la autoridad y las segundas se drogan por voluntad propia para configurar una realidad paralela mucho más llevadera, construida, como de costumbre en su cine, sobre los cimientos del deseo, el sexo y la mescalina. Esa simple y poco sutil metáfora es la única propuesta verdaderamente interesante del vuelo a ninguna parte de la compañía Península, abocado desde del despegue a un aterrizaje forzoso.

Almodóvar embarca en las entrañas poperas y surrealistas de su avión a través de la turbina de uno de los motores, como quien se adentra en un espacio trémulo, con la intención de elaborar desde lo micro conclusiones macro sobre la España actual. Nace entonces una comedia de enredo repleta de arquetipos reconocibles en su universo con los que se pretende configurar una radiografía social sin demasiadas pretensiones. Banqueros corruptos, asesinos a sueldo y madamas sadomasoquistas obsesionadas con el CNI conviven en la zona noble de la aeronave. Los guiños a la actualidad política se suceden entre lo oportuno y lo oportunista. A nadie se le escapa que la Norma Boss a la que interpreta una inexpresiva Cecilia Roth, víctima del botox, es un álter ego de Bárbara Rey. Lo cierto es que la sutileza nunca ha sido una virtud en Almodóvar. Y a pesar de todo, los primeros compases de Los amantes pasajeros funcionan como una opereta bufa con cierta coherencia interna.

Pero al poco de coger pista, el manchego abandona inexplicablemente su propuesta de sentido para perderse en su propio bosque referencial. Su mayor pecado consiste en bajarse unos veinte minutos del avión con objeto de homenajearse a sí mismo y a sus obsesiones introduciendo una subtrama insólita situada en el off de la verdadera diégesis. Aparece Guillermo Toledo y en la sala resuenan los ecos de su gran comedia, Mujeres al borde de un ataque de nervios, y reverberan los galanes de culebrón y las mujeres que se acaban haciendo fuertes ante el maltrato continuado al que se ven sometidas por los hombres.

Cuando acaba ese dèjá vu en forma de autocumplido volvemos al avión y ya nada tiene sentido. A medida que pasan los minutos, cuesta más entender las andanzas de ese trío de azafatos (Javier Cámara, Raúl Arévalo y Carlos Areces) que recorren el cielo a lomos de su particular Priscilla. Todo es un querer y no poder, la frustración de un director que pretender ser lo que ya no es, un director resentido consigo mismo y con el mundo (por eso sus personajes ahora leen La Vanguardia y no El País), enfrascado en el deseo (El Deseo, si lo prefieren) de reconquistar a un público que perdió en su etapa más esteticista y pretendidamente trascendental: de Todo sobre mi madre a La piel que habito.

Pero Almodóvar se ve finalmente incapaz de reafirmarse como el sociólogo de lo grotesco que fue en los ochenta, porque hace tiempo que no se sube a un autobús; se ve incapaz de dotar de orden al caos narrativo al modo en que lo logró en Laberinto de pasiones, un conjunto inconexo pero a la vez sugerente de digresiones insólitas; se ve incapaz de elevar el surrealismo hiperrealista hasta la categoría de verdad mundana, como hizo en ¡Qué he hecho yo para merecer esto!; se ve incapaz de deconstruir los cánones del clasicismo de Vincente Minnelli o Douglas Sirk para crear un género propio en la farsa, como consiguió con Mujeres…

El Almodóvar del siglo XXI confunde comedia con banalidad. Lo que en otro tiempo podía ser concebido como contracultural, ahora es simplemente impostura. Los amantes pasajeros no es mala, es algo peor: vieja.

El avión de Los amantes pasajeros, la última comedia de Pedro Almodóvar, despega este viernes en 298 salas de toda España y lo hace con la bodega rebosante ya de elogios encendidos y críticas descarnadas. Como el Airbus en el que transcurre su historia, la cinta número 19 del cineasta manchego y su esperado regreso a la comedia podría por igual estrellarse estrepitosamente que completar su ruta con éxito. El Confidencial y Vanitatis quieren así ilustrar el porqué aportando los argumentos que hablan a favor y los que lo hacen en contra del que es, con toda seguridad, uno de los títulos más esperados del año.