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Otra vuelta de tuerca
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Otra vuelta de tuerca

Cualquier pombista que se precie recordará de inmediato, apenas haya abierto la última novela de Álvaro Pombo (Santander, 1939), a la tía Nines y a su

Cualquier pombista que se precie recordará de inmediato, apenas haya abierto la última novela de Álvaro Pombo (Santander, 1939), a la tía Nines y a su Indalecio de Donde las mujeres. Ese mismo amor enfermo que atrapa y encierra y condena –y libera, distingue y autentifica–. O reconocerá el retiro de Virginia en Campogiro como primo del de Juan Campos en La fortuna de Matilda Turpin –e identificará a la propia Virginia con la Isabel de la Hoz de Una ventana al norte–. Cualquier pombista que se precie encontrará tantas y tantas imágenes, personajes –Gabriel, la abuela–, situaciones, conversaciones familiares; y recursos estilísticos, narrativos; y reflexiones, y trasiegos filosóficos. Y Santander, que aquí se llama Santander con todas las letras y toda la evocación de una época ya cerrada, perdida y olvidada –asistimos en esta novela a su disolución–.

 

Podríamos gastar muchas líneas en señalar qué precedentes –aunque “precedente” no es exacto– tiene cada personaje, o cada situación. Pero cualquier pombista que se precie sabe que es un ejercicio absurdo, porque leer a Pombo es siempre leer a Pombo, y no hace falta decir más. De esta experiencia lectora se deriva la convicción de que cada nueva novela de Pombo satisfará por lo que tiene de conocido, y también que puede llegar a agotar su universo por tan reiterado abuso de sus habitantes.

Esto último es lo que parece ocurrir con sus últimas novelas, en las que Pombo parece ya incapaz de descubrir nada nuevo, algo que muchos lectores han percibido. Tomadas de forma independiente, son novelas magníficas, a las que quizá sólo se les puede imputar cierta reiteración fruto de su estructura atornillada. Mas, dentro del corpus pombiano decepcionan algo, especialmente para quienes lo han leído con fruición y son ya devotos fieles del Sumo Pontífice.

Se observa un cansancio similar en los otros dos grandes escritores de esta “generación” –por edad, pues precisamente se caracterizan por ser “ageneracionales”– Javier Marías y  Enrique Vila–Matas, aunque Marías ya ha renunciado a la narrativa, quizá advirtiendo que la fuente, al parecer, se ha secado. Creo que, en esta novela, Pombo también ha entrevisto algo de ello, y se aprecia un menor entusiasmo y la calidad de página que es otra de las distinciones del protocolario autor se resiente, si bien muy ocasionalmente.

Toda la novela gira en torno al amor momificado, incorrupto, enquistado, de Virginia –mujer bella, elegante, pero discordante, de la alta sociedad santanderina– por Casimiro, el sencillo hijo de la cocinera, que murió en la guerra de África y yace insepulto –pasto de fieras– en los secarrales del Gurugú. Y así, “la muerte de Casimiro aisló a Virginia en sí misma y cuajó su tiempo paralizándose” (p. 22), dejándola  “rezagada en un limbo de inacción” (`p. 268). Como cualquier dama de su alcurnia, aunque se rebele –aunque es más una pose–, se aburre, y de este aburrimiento nace tan extraordinario amor que es de  fácil identificación con una forma de locura –duelo patológico–, pero el narrador es, como suelen serlo los narradores pombianos, compasivo.

Así, “Virginia ha empezado a creer que abstenerse y rehuir y clausurarse es emprender una nueva vía,  purificada, de comprensión de sí misma y del mundo, pero no hay nada de eso. Desgraciadamente, Virginia se equivoca” (p. 188), “su soledad no era fértil, pero era tan individual, y tan profunda, que nosotros ahora no podemos condenarla –no podemos aprobarla, bien es cierto, pero no podemos condenarla–, porque se ama en la vida una sola vez y eso nos dura hasta la muerte. En eso consiste nuestra finitud, en no tener varias opciones, en tener sólo una, una o dos, y, al fin y al cabo, sólo una quizá y ser ésa la peor. Y en elegirla, a la peor en vez de a la mejor: en eso está la gracia y la desgracia de cada hombre o mujer individuales, digan lo que digan los prudentes sabios” (p. 191). Y así se presenta Virginia, zarandeada por la familia, por el amante –Anselmo, vulgarísimo en su elevada condición de científico–, por el pasado, por sí misma. Zarandeada como Ana Ozores en La Regenta, e igualmente trágica.

El último tramo de la novela, que degenera del drama a la tragicomedia, no puede decirse que sea inesperado. Todo ello está prefigurado en el resto, y ahora Pombo ajusta las cuentas con sus personajes, todos aquellos que han tratado egoísta y cruelmente a Virginia y a otros personajes igualmente patéticos, como a la madre de Casimiro. Cayo Bárcena –que, por muchos motivos, me recuerda al Magistral de la novela de Clarín– cae en su propio engaño; Anselmo se convierte en un niño ridículo y fastidioso, la falsedad de Leonora queda expuesta y, además, tiene que ver cómo el vaquero y la criada inician, gracias en parte a ella, una relación amorosa. Todo queda definitivamente cerrado, restaurado –de alguna manera– el orden, y el mundo puede continuar su decadencia.

LO MEJOR: que Pombo sigue siendo Pombo.

LO PEOR: le sobran algunas páginas.

Cualquier pombista que se precie recordará de inmediato, apenas haya abierto la última novela de Álvaro Pombo (Santander, 1939), a la tía Nines y a su Indalecio de Donde las mujeres. Ese mismo amor enfermo que atrapa y encierra y condena –y libera, distingue y autentifica–. O reconocerá el retiro de Virginia en Campogiro como primo del de Juan Campos en La fortuna de Matilda Turpin –e identificará a la propia Virginia con la Isabel de la Hoz de Una ventana al norte–. Cualquier pombista que se precie encontrará tantas y tantas imágenes, personajes –Gabriel, la abuela–, situaciones, conversaciones familiares; y recursos estilísticos, narrativos; y reflexiones, y trasiegos filosóficos. Y Santander, que aquí se llama Santander con todas las letras y toda la evocación de una época ya cerrada, perdida y olvidada –asistimos en esta novela a su disolución–.