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Los nuevos "espaldas mojadas": la ruta migratoria de los africanos hacia EEUU
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20.000 africanos cruzaron méxico en 2016

Los nuevos "espaldas mojadas": la ruta migratoria de los africanos hacia EEUU

Ante la dificultad de acceder a Europa, muchos africanos están viajando a América Latina para unirse a los emigrantes latinos que tratan de alcanzar suelo estadounidense de forma irregular

Foto: Inmigrantes congoleños en ruta hacia EEUU se sientan en un cibercafé de Mexicali, México, en octubre de 2016 (Reuters)
Inmigrantes congoleños en ruta hacia EEUU se sientan en un cibercafé de Mexicali, México, en octubre de 2016 (Reuters)

Nadir C. tiene 27 años, los pies destrozados y el corazón roto. Nació en Somalia, y desde que era un adolescente se ha pasado la vida escapando. Primero de los yihadistas somalíes, y después del clan de la mujer de la que se enamoró sin consentimiento. Su fuga lo llevó primero hasta Kenia, Uganda y Sudán de Sur -hasta que una guerra explotó allí también-, y luego a contactar con un traficante que, a cambio de un dineral, le propuso saltar el Atlántico y encaminarse hacia Estados Unidos. Aceptó, llegó en avión a Chile y de ahí viajó miles de kilómetros por tierra —a pie, en transportes públicos, escondido en las vísceras de camiones— en dirección a México, desafiando incluso el violento tramo centroamericano. “Desde luego, vi muchas cosas feas en África”, explica, “pero nunca como las que vi en Colombia, Panamá y Nicaragua”.

Ahora está en Tapachula, una ciudad reconvertida en parque temático de la migración ilegal, perennemente aplastada por un calor infernal y seco, en la frontera entre Guatemala y México, a la que Nadir ha llegado después de meses de viaje. Los protagonistas de increíbles odiseas transoceánicas como la suya, inimaginables hasta hace poco, esperan en fila para que una funcionaria del Instituto Nacional de Migración (INM) de Chiapas las apunte en un registro que recientemente batió un nuevo e inquietante récord: el de casi 20.000 personas, diez veces más que en 2015 —cuando fueron apenas 2.000—, que en 2016 emprendieran por primera vez en masa la ruta americana, desconocida hasta hace poco para los africanos. Algo que les ha convertido en el 10% del total de los inmigrantes que han entrado en México en este año pasado, y el segundo grupo con mayor representación después de los centroamericanos. Todos con el mismo objetivo: los países ricos, sea en Norteamérica, Estados Unidos o Canadá. La alternativa a una muerte anunciada en el Mediterráneo.

Sentado en la acera delante del hotel Palafox de Tapachula, el eritreo Merhaini H. lo explica con la lógica de los que se aferran a la vida. “La ruta de Libia [para llegar vía mar a Italia] a veces está abierta, a veces cerrada, y siempre es muy arriesgada, es fácil morir ahí”, afirma. Explica que hace ya un lustro que se encuentra fuera de su país, cuando huyó tras pasar dos años en prisión por participar en unas protestas estudiantiles en su país.

“A Europa no pude ir. Estados Unidos es la última esperanza”, agrega su compañero de viaje y compatriota, Mehani T. Teweldemedhin, de 38 años, y quien también barajó navegar los 3.500 kilómetros que separan Eritrea de Lampedusa (Italia), en lugar de las semanas, incluso meses, que implica el viaje hasta EE.UU. “Les explicaré mis razones [a las autoridades estadounidenses] y veremos qué dicen. Yo solo quiero trabajar y enviar dinero a mi mujer, que sigue en Uganda con mi hija”, observa el somalí Nadir, cuyo país sufre un conflicto incesante con mil caras desde 1991.

placeholder Una migrante congoleña bebe fuera del refugio La Casa del Migrante en Mexicali, México, en octubre de 2016 (Reuters)
Una migrante congoleña bebe fuera del refugio La Casa del Migrante en Mexicali, México, en octubre de 2016 (Reuters)

Según el investigador Jaime Cinta Cruz, autor de uno de los primeros estudios sobre el fenómeno, la presencia de africanos en México empezó a notarse de manera significativa hacia finales de 2015, cuando también se incrementó el número de países de procedencia de los inmigrantes de África. “Desde entonces, se han contabilizado más de 20 nacionalidades en entrada, con una predominancia de personas de países como Congo, Ghana, Gambia, Mali, Guinea, Senegal, Camerún, Eritrea y también Somalia”, afirma este experto, quien también vincula el auge de la ruta americana entre los africanos a los crecientes peligros del viaje a Europa, cada vez más taponado.

“Gran parte de los que han venido son jóvenes y hombres”, puntualiza Cinta Cruz. Ante la situación, las autoridades de México -país en el que menos del 1% quiere quedarse a vivir- han optado por entregarle un permiso especial de estancia de 20 días (que también reciben los haitianos, pero no los demás migrantes) para seguir con su viaje hacia el norte.

Presas fáciles

Escaparse por América, sin embargo, ha tenido un coste elevado. El primero, económico, pues la mayoría de los entrevistados asegura haber llegado en avión, legalmente, a países como Brasil o Ecuador. El segundo, de vida o muerte, porque a ello le siguió un viaje por tierra a través de Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala, por los mismos caminos usados por el tráfico de drogas y personas. Una ruta infestada por las mafias y los accidentes geográficos extremos. Como la inhóspita selva de Darién, entre Colombia y Panamá, donde los migrantes se ven obligados a cruzar ese tupido bosque de 20.000 kilómetros cuadrados de extensión, en el que llueve de manera constante e incluso acechan reductos de la narcoguerrilla.

“En la selva de Darién vimos morir a gente después de días y días de camino entre barrizales y espesas matas de vegetación que no acababan”, cuenta Mehani. Y lo mismo en Nicaragua, otro de los puntos descritos como muy inseguros de la ruta, en especial desde que Daniel Ortega desplegó en 2015 el ejército contra los migrantes, dificultándoles la travesía y engordando el negocio de los coyotes (traficantes de personas). “En Nicaragua, los bandidos casi me arrancaron un dedo de un machetazo”, explica Senussi, de Guinea Bisáu, mostrando la vistosa cicatriz, todavía no completamente cerrada, que le dejó el desagradable encuentro. “Fui encerrado en camiones donde faltaba el oxígeno, a merced de individuos que no eran humanos”, afirma Adbigadir, un somalí de 21 años todavía visiblemente asustado por la experiencia. “Es un viaje que no aconsejaría a mis amigos”, concluye.

El problema es que además ellos no saben hablar en el idioma local. “Son sujetos particularmente vulnerables pues no hablan el español, y que viajan con más dinero que otros migrantes, lo que les convierte en presas predestinadas para los criminales”, observa Cinta Cruz. En efecto, de promedio, los migrantes africanos relatan haber pagado entre 10.000 y 15.000 dólares para su travesía hasta México, lo que incluye el boleto hasta América del sur y todas las mordidas pagadas a los traficantes y, no con poca frecuencia, a la policía.

De ahí también que algunos africanos se hayan sumado a grupos integrados por haitianos en fuga de Brasil -país al que este colectivo llegó después del terremoto que asoló Haití en 2010 y que ahora está viajando de nuevo por las dificultades económicas de la nación carioca-, y de los cubanos que volaron a Ecuador antes de que ese país les exigiese visado, esperando dirigirse desde allí a un EEUU que, hasta el pasado viernes, ofrecía numerosos privilegios por razones políticas a los miembros del éxodo cubano.

Sentado en su despacho en Tapachula, Alejandro Vila Chávez, fiscal de la oficina de Delitos Cometidos en Contra de Inmigrantes, no lo esconde: “Es un viaje peligroso y los africanos a menudo acaban siendo víctimas de delitos”, afirma. “Al menos por ahora no traen problemas”, agrega un vecino de la ciudad. “Lamentablemente no es fácil para ellos. Son gente buena, pero le toca enfrentar mil dificultades, entre ellas la de la discriminación”, cuenta, por su parte, Concepción González.

Esta mujer, conocida popularmente en Tapachula como “Mamá África”, de voz estridente y lenguaje sencillo, se encarga de regentar el albergue Imperial de Tapachula, uno de los pocos -junto con el Palafox- que acepta alojar a los africanos que llegan a la ciudad. “Les cobramos 50 pesos [2,3 euros] cada 24 horas. Y si no tienen intentamos ayudarlos”, dice, como quien no termina de entender la magnitud del fenómeno que está viendo pasar delante de sus ojos.

Nada cambia con Trump

“La verdad es que pensábamos que después de las elecciones en EE.UU. y la victoria de Donald Trump iban a dejar de venir, pero no ha sido así. Por el contrario, en estos días han venido muchos, muchos de Somalia”, agrega. Y mientras habla, al fondo del albergue, un gambiano -de aspecto más espigado y vivaz que el resto- empaqueta sus pertenencias en una habitación infestada por la suciedad y repleta de inquilinos.

—¿Cómo te llamas?

—Ismaila Sambou.

— ¿Adónde vas?

—A EEUU. Finalmente he conseguido el permiso que permite seguir con mi viaje. Mañana a esta hora ya estaré en la frontera con EE.UU.

—¿Qué hacías en tu país?

—Era futbolista.

—¿Futbolista?

—Sí, profesional. Pero con eso no me llegaba para comer.

Alrededor del joven, a pesar del olor a humedad del habitáculo, se arremolina un grupo de curiosos. Les pregunto cuántos días llevan en la ciudad. “Unos cuantos, semanas”, contesta uno. El de al lado añade: “Nos movemos en grupo y con informaciones que nos van llegando de nuestros compatriotas que han hecho el viaje”. Dice llamarse Franck y venir de Camerún. “Allá [en Camerún] pasan cosas muy feas y el mundo no sabe nada. Hay un conflicto entre anglofónos y francófonos”, asevera.

A la mañana siguiente, Ismaila vuelve a contactarme. “He llegado. Estoy en la frontera. Ahora solo falta cruzar a EEUU”, afirma. De Franck, en cambio, no se sabe nada. Ha ido a la Estación Siglo XXI, el gran centro de identificación de migrantes de Tapachula, esperado en la cola en medio de otros africanos y haitianos hasta que lo hicieron entrar en la estructura. Hasta que por fin reaparece, cuatro días después.

“Nos encerraron varios días en Estación Siglo XXI y después nos dejaron ir con nuestros papeles”. Nadie le explicó por qué, nadie supo decírselo en inglés, aunque lo cierto es que en ese tiempo los funcionarios de INM han controlado si había algún expediente criminal en su contra. “Ha sido una mala experiencia, otra. Me he sentido tan desorientado, tan impotente”, cuenta. Y, al hacerlo, sacude la cabeza. “Pero el problema ahora es otro. Ahora tengo que tomar una decisión”, dice, revelando su inseguridad sobre qué punto de la frontera mexicano-estadounidense será mejor para cruzar. Le va la vida en ello. “¿Será mejor Tijuana o Nogales?”.

Nadir C. tiene 27 años, los pies destrozados y el corazón roto. Nació en Somalia, y desde que era un adolescente se ha pasado la vida escapando. Primero de los yihadistas somalíes, y después del clan de la mujer de la que se enamoró sin consentimiento. Su fuga lo llevó primero hasta Kenia, Uganda y Sudán de Sur -hasta que una guerra explotó allí también-, y luego a contactar con un traficante que, a cambio de un dineral, le propuso saltar el Atlántico y encaminarse hacia Estados Unidos. Aceptó, llegó en avión a Chile y de ahí viajó miles de kilómetros por tierra —a pie, en transportes públicos, escondido en las vísceras de camiones— en dirección a México, desafiando incluso el violento tramo centroamericano. “Desde luego, vi muchas cosas feas en África”, explica, “pero nunca como las que vi en Colombia, Panamá y Nicaragua”.

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