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Curva de Keeling: la gráfica que debería parar el mundo, pero no
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Curva de Keeling: la gráfica que debería parar el mundo, pero no

La famosa serie de datos, obtenida en el observatorio de Mauna Loa, en Hawái, sigue cumplimentándose a diario desde 1958 y demuestra la vinculación entre el aumento de CO₂ y el calentamiento global

Foto: La 'Curva de Keeling' muestra el aumento de CO2 en la atmósfera. (NOAA)
La 'Curva de Keeling' muestra el aumento de CO2 en la atmósfera. (NOAA)

La primera científica en predecir que el aumento de las concentraciones de CO₂ en las capas altas de la atmosfera podía dar lugar a un recalentamiento del clima de la Tierra fue la climatóloga estadounidense Eunice Newton Foote, quien en 1856 expuso su teoría, basada en una serie de experimentos caseros, ante la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia. Su conclusión final fue que "un aumento de las concentraciones de CO₂ en las capas altas de atmosfera podría provocar su recalentamiento".

Aunque a decir verdad, no fue ella misma quien defendió sus conclusiones, sino que tuvo que hacerlo a través de un colega varón, ya que en aquel tiempo en Estados Unidos las mujeres de ciencia no podían exponer el resultado de sus trabajos. En todo caso, el aviso de Foote se produjo hace 167 años.

Foto: Glaciólogos estudiando el deshielo de la Antártida. (EFE) Opinión

Tres años después, el físico irlandés John Tyndall logró demostrar que las moléculas de algunos gases como el dióxido de carbono, el metano o el vapor de agua, que a partir de entonces se llamarían gases de efecto invernadero (GEI) estaban reforzando dicho efecto en nuestra atmósfera y, por lo tanto, iban a calentar el clima de la Tierra.

De Arrhenius a Revelle

Años más tarde, en 1896, el ganador del Premio Nobel de química, Svante Arrhenius, estableció una relación directa entre las emisiones de GEI y el incipiente aumento de la temperatura global del planeta. Si la presencia de GEI seguía aumentando —demostró el investigador escandinavo— las temperaturas subirían en la misma escala a nivel global.

En 1938, un ingeniero canadiense llamado Guy Stewart Callendar recupera la teoría de Arrhenius para alertar al mundo de que el aumento de GEI que se estaba produciendo en las capas altas de la atmosfera estaba directamente relacionado con el entonces incipiente calentamiento global del clima. La respuesta de la Royal Meteorological Society al que con el paso de los años pasaría a conocerse como Efecto Callendar fue tajante: "el hombre capaz de cambiar el clima: ¡valiente sandez!".

placeholder Paleoclimatólogos muestreando en el Ártico. (EFE/AWI)
Paleoclimatólogos muestreando en el Ártico. (EFE/AWI)

Pero, como decíamos en un artículo anterior, el dato científico es perseverante, y en 1956 Gilbert Plass demostró mediante una solvente teoría la manera exacta en que el CO₂ y el resto de GEI capturaban la radiación infrarroja recalentando la atmósfera, volviendo a alertar que si las emisiones asociadas a la actividad humana continuaban al alza la temperatura media aumentaría más de un grado por siglo. Su pronóstico acabaría resultando del todo certero.

Un año después, el oceanógrafo Roger Revelle y el químico Hans Suess determinaron que la causa del aumento de GEI era la quema de combustibles fósiles, alertando que si se seguían emitiendo "modificarán el clima de una manera importante, no en un futuro lejano, sino en el próximo siglo".

Una gráfica incómoda

Para demostrar hasta qué punto llevaba razón, uno de los discípulos de Revelle, el investigador Charles David Keeling empezó a registrar, mediante una estricta y rigurosa metodología, las concentraciones diarias del CO₂ atmosférico en uno de los lugares más remotos e impolutos de la Tierra: la cima del volcán Mauna Loa, en el archipiélago de las Hawai.

placeholder El observatorio climático de Mauna Loa, en Hawái. (NOAA)
El observatorio climático de Mauna Loa, en Hawái. (NOAA)

Al ir acumulando sus datos científicos y plasmarlos en una gráfica, obtuvo una de las series más importantes de la ciencia del cambio climático: la famosa Curva de Keeling, donde se visualiza perfectamente el constante aumento de las concentraciones de GEI en la atmosfera debidas a las emisiones de origen antrópico.

La primera lectura instrumental del Observatorio de Mauna Loa, actualmente adscrito a la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica estadounidense (NOAA, por su acrónimo en inglés) y dotado de la más alta tecnología, tuvo lugar el 29 de marzo de 1958 y estableció una concentración atmosférica de CO₂ de 313 partes por millón (ppm). Esta misma semana la Organización Meteorológica Mundial situaba esa cifra muy cerca de las 424 ppm.

A este respecto, no faltará quien señale que en épocas geológicas anteriores las concentraciones de CO₂ en la atmósfera terrestre han llegado a ser superiores a la proporción actual, y es cierto, como también lo es que entonces nosotros, los seres humanos, no habitábamos el planeta. De hecho, lo cierto es que somos la primera generación de seres humanos que vive con una concentración tan elevada de GEI en la atmosfera (cuyo aumento se puede seguir diariamente aquí). Se trata de una circunstancia que nos condena a la incertidumbre, a nosotros y a las próximas generaciones que vivan en lo que otro premio Nobel de química, en este caso el científico holandés Paul Crutzen denominó antropoceno, una época geológica caracterizada por las consecuencias del fuerte impacto de la actividad humana en el planeta.

La primera científica en predecir que el aumento de las concentraciones de CO₂ en las capas altas de la atmosfera podía dar lugar a un recalentamiento del clima de la Tierra fue la climatóloga estadounidense Eunice Newton Foote, quien en 1856 expuso su teoría, basada en una serie de experimentos caseros, ante la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia. Su conclusión final fue que "un aumento de las concentraciones de CO₂ en las capas altas de atmosfera podría provocar su recalentamiento".

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