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Alcohol, indigentes y un charco de sangre. ¿Es culpable Samir de apalear a su vecino?
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Alcohol, indigentes y un charco de sangre. ¿Es culpable Samir de apalear a su vecino?

El joven argelino bebía desde los 14 años, pero tenía aspiraciones en la vida. Cruzó la frontera en los bajos de un camión, pero España no es lo que imaginaba

Foto: Ilustración: Ajubel.
Ilustración: Ajubel.

Samir no iba a colegio de pago, no tenía bicicleta ni sabía lo que era una PlayStation. Nació en una familia humilde de Argelia. Su padre compaginaba el trabajo en el campo con un segundo empleo a fin de llevar algo que comer a casa. El pequeño tenía que arrimar el hombro en ambas ocupaciones, por lo que apenas le quedaba tiempo para atender sus obligaciones académicas. “Estuvo muy poco tiempo escolarizado”, afirmó una psicóloga el pasado miércoles durante el juicio que se celebró contra él en la Audiencia Provincial de Madrid.

Con poca educación y mucha pobreza, el joven de 14 años era carne de cañón para los vicios. Y se dejó seducir por el alcohol, quizá la menor de las perdiciones. Comenzó a consumir vino malo a chorros, aunque mantenía viva su ambición de traspasar fronteras en busca de una salida digna. Se marcó España como objetivo. No en vano, se trata de Europa y, por aquel entonces, aún abundaba el trabajo en el país que gobernaba José Luis Rodríguez Zapatero. “Me contó que llegó en los bajos de un camión” en 2007, relató la misma psicóloga.

Sin embargo, el joven no encontró en nuestro país la cinematográfica vida que se había creado en su imaginario. Trabajó los primeros meses –por supuesto, sin papeles– en el campo andaluz. Y era un ilusionante comienzo. Aunque enseguida irrumpió la crisis, que arrasó como un ciclón con las ilusiones del joven argelino, quien perdió el curro y decidió probar suerte en Madrid.

Sin dinero ni trabajo ni familia y con una tendencia hacia la bebida, poco tardaron en llegar los problemas, que el inmigrante notó en sus propias las carnes. Samir se metió en una pelea que le costó dos meses de hostal con rejas. Al salir, se refugió en una casa ocupada del distrito de Tetuán (el tercero de Madrid con más población extranjera), donde convivía con un grupo de indigentes. Incrementó entonces su consumo de alcohol y marihuana. “Bebía cinco litros de vino al día”, le confesó a uno de los médicos que le atendió años después. No era alcohólico, aunque sí un “bebedor excesivo”, explicó el facultativo, que también compareció en el juicio del pasado miércoles.

Sus nuevos 'hermanos'

El argelino, sin antecedentes penales en la mochila, sólo conocía un modo de obtener ingresos: trabajar. Por eso, entre cartón y cartón de Don Simón, salía a buscar empleo y, de vez en cuando, conseguía esporádicas ocupaciones –siempre sin contrato– como vigilante de seguridad en una obra. Los pocos euros que le metía en el bolsillo la empresa pirata, sin embargo, no le daban para abandonar su oscuro hogar, por lo que se vio abocado a que sus vecinos fueran sus únicos hermanos. En concreto, tenía un par de buenos parientes con los que solía compartir horas muertas de alcohol y resignación: Benchara y Laouali.

Pero aquella noche del 27 de febrero de 2011 la amistad vecinal saltó por los aires. Laouali escuchó a dos personas discutiendo a gritos y salió a la calle para llamar a la Policía –al menos, así se lo contó él a los agentes–. Se acercó a una cabina y telefoneó al 091. Los funcionarios, que patrullaban la zona en ese momento, acudieron incluso antes de que el denunciante regresara. Pararon frente al portal con las luces azules, se bajaron y activaron sus linternas.

Fue entonces cuando se toparon con el desolador panorama. En la entrada yacía un hombre cuya cabeza descansaba sobre un charco de sangre. A su lado, un palo de medio metro de largo y diez centímetros de ancho, también ensangrentado. Junto al cuerpo, en cuclillas, se dibujaba la figura de Samir. Según declaró uno de los agentes durante el juicio, el argelino le dijo entonces que todo estaba bien, que no ocurría nada. Sin embargo, el mismo funcionario también admitió que Samir nunca intentó huir y que se entendía perfectamente con él, a pesar de que posteriormente, en la vista oral, el acusado requirió de intérprete.

Sin dinero ni trabajo ni familia y con una tendencia hacia la bebida, poco tardaron en llegar los problemas

El sospechoso –para el que la Fiscalía pide ocho años de cárcel y la expulsión de territorio nacional por un delito de tentativa de homicidio– fue introducido en el vehículo policial. “Desprendía un olor nauseabundo, de no haberse lavado desde hacía tiempo, no por el alcohol”, describió el mencionado funcionario, que lo trasladó a comisaría mientras llegaba la ambulancia y los responsables de Policía Científica. Estos últimos tomaron muestras de sangre del charco, de las escaleras y del exterior del portal. Luego se trasladaron hasta los calabozos para recoger gotas que habían caído en el zapato y en la mano derechos de Samir. Durante el juicio, coincidieron en que toda la sangre analizada pertenecía al herido y en que en la mano, además, había “perfil genético” del sospechoso.

Al borde de la muerte

Benchara estuvo a punto de morir por el golpe que recibió en la cabeza de no ser por la rápida intervención de los servicios sanitarios. “Sufrió un traumatismo craneoencefálico que le provocó una hemorragia cerebral importante”, explicó uno de los médicos forenses durante la vista oral. “Se le abrió el cráneo y evacuó el hematoma; le quedarán algunas secuelas, como un deterioro muy leve de las facultades cerebrales”, sentenció el facultativo.

Samir negó ser el autor de aquella tunda. Aseguró que él escuchó una discusión, que bajó y que se encontró a su amigo tendido en el suelo. “No sabía lo que le pasaba, porque estaba oscuro; yo estaba bebido y sólo quería ayudarle; había tomado mucho vino y fumado marihuana; me acuerdo de algunas cosas, pero no de todo”, aseguró en el juicio el argelino, que salió en libertad provisional hace dos años y acudió voluntariamente a la llamada de la justicia. Sus dos hermanos, sin embargo, permanecen aún en paradero desconocido.

En un primer momento, tras el suceso, Laouali admitió ante la Policía que no presenció la pelea y que no estaba seguro de que fuera Samir quien golpeara a la víctima, que sólo escuchó los ruidos y que por eso corrió a llamar al 091. El agredido, por su parte, aseguró también en presencia policial y una vez recuperado que únicamente recordaba haber recibido muchos golpes, pero que no sabía quién se los había propinado. No descartó, sin embargo, que fuera su amigo el que le atizara, pues ambos estaban muy bebidos.

Los tres jueces que conforman la Sección Cuarta de la Audiencia Provincial de Madrid deben ahora desembrollar el lío y determinar si Samir fue quien golpeó a su amigo. Sea cual sea la decisión, el sueño del argelino de encontrar una vida mejor fuera de las fronteras que le vieron nacer se esfumará. Si la sentencia es absolutoria, el hombre regresaría a su país, ya que poco después de ser puesto en libertad provisional la Delegación del Gobierno acordó su expulsión del territorio nacional. Si el tribunal opta por una condena, Samir al menos tendrá luz, comida digna y una ducha a su disposición durante los años que acuerde la resolución.

Samir no iba a colegio de pago, no tenía bicicleta ni sabía lo que era una PlayStation. Nació en una familia humilde de Argelia. Su padre compaginaba el trabajo en el campo con un segundo empleo a fin de llevar algo que comer a casa. El pequeño tenía que arrimar el hombro en ambas ocupaciones, por lo que apenas le quedaba tiempo para atender sus obligaciones académicas. “Estuvo muy poco tiempo escolarizado”, afirmó una psicóloga el pasado miércoles durante el juicio que se celebró contra él en la Audiencia Provincial de Madrid.

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