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El canto de Florentino: cada año es Mbappé, cada año es el sueño de una noche de verano
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¿Madridista de cuna?, ¿parisino por contrato?

El canto de Florentino: cada año es Mbappé, cada año es el sueño de una noche de verano

Solo un jugador como el delantero francés es capaz de ocupar las portadas verano tras verano por un fichaje que, de momento, sigue siendo el sueño del presidente madridista

Foto: Mbappé en una imagen reciente. (Reuters/Stephanie Lecocq)
Mbappé en una imagen reciente. (Reuters/Stephanie Lecocq)

Corría la temporada 2016/17. El Real Madrid tenía un equipo infinito, un universo en expansión donde el origen era Sergio Ramos y el límite se llamaba Cristiano Ronaldo. Apenas existía el resto del mundo. Hablaban de la Juventus de Turín, pero la Juve tenía a un descacharrado Gonzalo Higuaín de gran figura. Estaba el Barça, pero en Europa; Leo Messi era un niño al que la equipación se le había hecho enorme. Los ingleses talaban los árboles de sus bosques preparando lo que vendría, pero el presente se les seguía rebelando.

Y de repente.

Foto: Raúl, ante una final con sabor a futuro. (EFE/Luca Piergiovanni)

Surge la imagen. Esa irrupción que los aficionados esperan como una joya y que se da una vez cada cinco años. Un niño con una zancada de cómic que revienta una tras otra las eliminatorias de Champions League del equipo del que es jugador, el Mónaco. Su nombre es Kylian Mbappé.

El Mónaco, la liga francesa, un equipo menor en una liga sin mitología. La eclosión fue instantánea. Dos goles contra el Manchester City dibujados con la geometría del que viene del futuro. Dos cabalgadas contra la portería, una por el lateral y otra frontal. Dos resoluciones sencillas, dos disparos duros a la escuadra con el chasquido de la red de fondo. El chasquido de la revelación, porque eso es lo que fue.

placeholder Mbappé con la camiseta del Mónaco. (EFE/Valentin Flauraud)
Mbappé con la camiseta del Mónaco. (EFE/Valentin Flauraud)

Una revelación. En la era de Cristiano y Messi, amanecía un chaval de 17 años que convertía un regate en el área en un contraataque. Era tranquilo y sonriente, sabía jugar y aparecía por cualquier lado del campo rival. Todo lo que hacía era supersónico y esa velocidad le descoyuntaba algunos controles, algunos pases sin dirección ni ritmo. Era un niño y esos son defectos de la adolescencia, pero lo fundamental lo poseía en cantidades industriales: el gol como instinto, el físico como castigo, la voracidad como si fuera un sentido musical, casi una forma de ser.

El Madrid ganó liga y Champions con una facilidad estremecedora. Pero no estaba saciado. Se había convertido en un pez monstruoso que buscaba acabar con el mismo mar que le daba sustento. Al día siguiente de la consecución de la Copa de Europa, la conversación ya era Mbappé. Había nacido para jugar en el Madrid. Tenía un póster de Ronaldo vestido de blanco y su profeta se llamaba Zinedine Zidane. No había forma mental de meterlo en un paisaje atestado de figuras, como era el ataque madridista, pero daba igual. Había que ficharlo para que el dominio blanco se extendiese como la noche sobre el día y como el día sobre la noche. Se aspiraba a la totalidad. Y este parecía el último eslabón.

Pero Mbappé no escogió el blanco, escogió su país y ser el gran héroe de una función en construcción: el PSG de los jeques. 180 millones de euros costó su fichaje y el madridista se llenó de aflicción. Comenzó a dolerle un miembro que nunca tuvo y lo sintió amputado. Y esa ausencia se convirtió en melodrama. El gran melodrama madridista como una cinta sin fin hecha para empaquetarse en las televisiones y llenar los tiempos muertos de los que está hecha la vida.

Un jugador con números brutales, dignos de Messi o de Cristiano

A la vez que Mbappé, Neymar llegaba al equipo de la capital gala. Un malabarista con la pelota y el mayor de los galgos al espacio. La mezcla podía ser explosiva. Pero Neymar es un genio enamorado de sí mismo, de los que se mira mientras conduce la pelota y agota la posibilidad de la jugada hasta el final. Kylian esperaba y esperaba como si fuera un animal castrado. A ratos, se fascinaba con el talento del brasileño e intentaba imitarlo. Pero el juego de fintas y amagues del francés era automático y solo tiene sentido en la depredación del espacio. Quizá la proximidad de Neymar le sirvió a Kylian para afinar su técnica en controles y paredes, pero, como concepto, son dos jugadores hechos para distintos mares. Y solo cuando Neymar la suelta en el momento preciso, el francés se desencadena y ocurre el terremoto con el golazo de fondo, que es lo que todos estamos esperando. Así que el juego del PSG es extraño e indeciso porque sus dos grandes figuras habitan espacios separados. Pero late siempre una amenaza, y esa amenaza es Mbappé. Eso es lo que modifica el juego y lo curva y lo pervierte. Neymar no lo entendió ese primer año y apenas los siguientes.

Y así sigue Mbappé. Latente. Un jugador con números brutales, dignos de Messi o de Cristiano, pero que solo a ratos hemos visto desencadenado, despedazando defensas y anegando civilizaciones. Su increíble aura viene de ahí. De lo que se espera de él.

Y que ya hizo.

Ese verano, solo un año y medio después de que se asomara al fútbol europeo, ya se coronaba a Mbappé como el más grande

Con Francia. En el Mundial 2018. Su primera gran prueba.

Un Mundial dominado por el equipo galo desde una simplicidad absurda. Una roca en el centro, Pogba disparando señales de peligro desde el medio campo, Griezmann hilvanando un juego minimalista, y toda la ancha pradera que resta, terreno del depredador. Kylian. Ese partido contra Argentina. Una jugada donde atraviesa al equipo sudamericano de punta a cabo como Maradona hizo con los ingleses. Pero de otra manera. Acelerando en forma de onda hasta ser derribado en el área. Donde uno pone el genio, el otro, la mirada impasible del velocista. Hubo otro gol que define aquel Mbappé: en un embrollo en el área albiceleste, se apodera del balón y se hace un espacio con un movimiento más allá de la percepción del ojo humano. Al instante, la cruza con violencia.

Ese verano, solo un año y medio después de que se asomara al fútbol europeo, ya se coronaba a Mbappé como el más grande. El futuro se había hecho presente. Con la facilidad que doblaba espacios, burlaba el tiempo. El madridismo también se había coronado con la tercera Champions en pocos años para —acto seguido— convertirse en un país lleno de huérfanos con la marcha de Cristiano a la Juventus. Se volvió a hablar de un Mbappé vestido de blanco. Y, tras un año donde el Madrid vomitó todos sus triunfos sobre el césped en forma de aburrimiento y vacío, ese 2019, también fue el verano de Kylian Mbappé. Otra vez... No sería el último. De nuevo todo eran filtraciones y gestos donde parecía que el galo, que capitaneaba un equipo inmóvil, iba a volver a la que parecía ser su patria original: el Real Madrid. Hasta que mediado el verano, el francés dijo que se quedaba en el PSG, en su país, un lugar donde quería hacer historia y no vivir a la sombra de pirámides gigantescas.

El exjugador del Madrid más joven

Mbappé es la promesa de una vida mejor (¡el cielo!) con la que el florentinismo seduce al fiel creyente madridista. Era lo más eficaz de Floren, excitar el deseo del hincha, pero, ahora que ya no hay dinero suficiente, la cuestión es manipular ese deseo con falsas promesas de advenimiento. Mbappé está cada vez más cerca, como la independencia, como el federalismo, como la chica de tus sueños. Un día llegará y los goles no dejarán de manar en nuestro país de leche y miel.

El delantero francés se va deshaciendo poco a poco de sus defectos. Hay una expresión del futbolero de toda la vida que se ajusta a su pequeña evolución: va refinando su juego. Sus controles son mejores —nunca poéticos, Mbappé es la muerte cabalgando, no le canta nocturnos a la luna—, sus paredes son de una precisión exasperante y sus remates cada vez más crueles. Quizá le falta un punto de imaginación para ser aquel Ronaldo que muchos habían pensado, pero a cambio su juego es a ratos pura geometría pensante. Mbappé fluye por el ataque y abre las puertas con antelación a la jugada. Sabe lo que hace y lo plasma de manera intuitiva y arrebatadora. Y, a la vez, cerebral. Cualquier balón sin dueño en el área rival, es su amigo. Y, como si el campo estuviera inclinado, el gol acaba siempre en la portería, de forma irremisible. Como un destino fatal. Le gusta demasiado entrar por el pico izquierdo del área, desde donde domina todos los amagues y pone el balón en el sitio que desea (muchas veces en el palo corto, señal de gran clase). Pero, para convertirse en ese tipo de genio tiránico que marca una época, le falta dominar el carril central. Llegar como un demonio por dentro y ponerla con dulzura fuera del alcance del portero. Lo que hacía Ronaldo. Lo que hace Messi. Desde donde Cristiano mató tres Champions seguidas para el Madrid.

placeholder Mbappé celebra un gol reciente con Francia. (EFE/EPA/Mohammed Badra)
Mbappé celebra un gol reciente con Francia. (EFE/EPA/Mohammed Badra)

En la 2019/20 llegó el PSG a la final contra el Bayern de Múnich, y Mbappé falló justo ahí. En el centro. Por exceso de ansia. Por defecto de delicadeza.

Sus números en el equipo parisino eran abrumadores, rozando los 40 goles y las 15 asistencias año tras año, pero había bajado escalones en la jerarquía. Cuando vuelve con Francia en el 2021, en la Eurocopa, es Benzema el centro de todos los balones. Kylian revolotea por ahí sin encontrar el hilo a los partidos. Él, que es uno de los jugadores más autosuficientes que hayan existido, uno que solo necesita soplar para que aparezca la oportunidad, parecía un pequeño Dios agazapado. En la eliminatoria crucial, Suiza lleva a los franceses hasta los penaltis. El decisivo le toca a nuestro héroe. Por supuesto, lo falla. Su cara era de tremendo pesar cuando caminaba hacia su ejecución. Todas las estrellas han pasado por ese trance. Los penaltis son más crueles con los dioses que con los plebeyos. El fútbol es así. Ridículamente justo. Fue la coda de una mediocre torneo.

Esa Eurocopa de Mbappé no se explica desde lo futbolístico. Llevaba tiempo enredado en un ovillo mental, quizá porque cree que el PSG se le queda corto, pero teme salir a mar abierto, o quizá porque su propio fútbol de correr y marcar no parece llenarle al compararse con Neymar o Karim.

Foto: Mbappé, antes del partido contra Grecia. (Reuters/ Gonzalo Fuentes)

No hay tiempo para lamentos. Messi desembarca en el PSG. Es un Leo desapasionado, pero no un jugador menor. Neymar queda orillado y encadena lesión tras lesión. En marzo de 2022, se juega la vuelta de la eliminatoria contra el Madrid. En la ida, Mbappé marcó un gol que fue una rúbrica de su carrera. En el último minuto, colándose como un salvaje por un lateral de la defensa del Madrid, crucifica a Courtois con un disparo purísimo donde late la rabia y la belleza. Esas cualidades que les exigimos a los déspotas y a los delanteros blancos. Los madridistas quedan a la vez fascinados y rotos. Esperan con morbo la vuelta, el tormento de ver a Mbappé derribando el Bernabéu.

Durante 70 minutos, Kylian es la tormenta, es quien tiene la palabra y la arroja contra la portería blanca. Mete dos goles —aunque uno se le anula— y la imagen que da es la de un depredador salido de un documental de National Geographic jugando con su presa antes de matarla.

Luego llega eso que ya se ha contado. Karim y Modric, la erupción de lava del Bernabéu y todo el PSG convertido en estatuas de sal. Mbappé incluido. No estuvo por encima del partido, como tantas veces, tantos ídolos blancos. Es quizá lo que le falte. Un jugador que, con viento a favor, es destructor de mundos, pero al que nunca hemos visto elevarse contra su destino y saltar al otro lado para sumergirse en la victoria. Eso que hacían Raúl o Iniesta. Karim o Modric. Maradona o Ramos.

Construyó un monumento en el mundial donde marcó goles desde cualquier viento y dirección

Arribó el verano, y una nueva comedia. Kylian deshizo su trato verbal con el Madrid y se quedó donde los pozos de petróleo. Tiene pinta de tipo inteligente. Se expresa como alguien cerebral. De hecho es tan listo que se pasó de listo. Para ser una estrella en el Madrid hace falta tener el corazón puro de los niños o de los esclavos. Modric o Cristiano... Karim, Vinícius o el Buitre.

Y ahí sigue. Latente. Construyó un monumento en el mundial donde marcó goles desde cualquier viento y dirección. La velocidad intacta y la tecnología mucho más ajustada. Sin el brillo del genio, pero con la geometría de las partículas elementales. Jugó una final extraña, sin encontrar la onda, hasta que Camavinga le puso en órbita con una de sus carreras al filo. A partir de ahí, dominó de la forma contraria en que Messi lo hizo. Cada uno estirando a su país hasta el último aliento. Perdió en los penaltis. Eso no es una derrota, pero tampoco una victoria. Es un jugador mucho mejor que aquel del 2018, pero sigue varado en un equipo sumergido en las profundidades del fútbol. Un equipo sin destino ni melodía, donde el ritmo lo marca él.

La cuestión es si quiere perder un año más como un animal domesticado o si prefiere lavar sus pecados con la camiseta blanca. Lanzarse a lo salvaje para acompañar a Vinícius hacia las praderas del sol.

Imagínenselo.

Corría la temporada 2016/17. El Real Madrid tenía un equipo infinito, un universo en expansión donde el origen era Sergio Ramos y el límite se llamaba Cristiano Ronaldo. Apenas existía el resto del mundo. Hablaban de la Juventus de Turín, pero la Juve tenía a un descacharrado Gonzalo Higuaín de gran figura. Estaba el Barça, pero en Europa; Leo Messi era un niño al que la equipación se le había hecho enorme. Los ingleses talaban los árboles de sus bosques preparando lo que vendría, pero el presente se les seguía rebelando.

Kylian Mbappé Real Madrid
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