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Final Four de la NCAA: la guinda a la locura del baloncesto universitario
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Final Four de la NCAA: la guinda a la locura del baloncesto universitario

Tras tres semanas de puro baloncesto llega la Final Four de la NCAA. La antesala del profesionalismo y de los primeros salarios para algunos elegidos

Foto: Vista general del AT&T Stadium de Arlington, sede de la Final Four de la NCAA 2014. (Efe)
Vista general del AT&T Stadium de Arlington, sede de la Final Four de la NCAA 2014. (Efe)

Tras la primera fase de la División I de la NCAA iniciada en noviembre (351 equipos distribuidos en 32 conferencias), los playoffs y las opiniones de los ‘expertos’, en base a criterios y factores objetivos –entre los que destacan, principalmente, los rankings nacionales, el índice RPI, las victorias fuera de casa o terminar la temporada regular en buena racha- se define el camino del ‘Gran Baile’. De los 68 equipos en liza (64 de los cuales formaron parte del cuadro definitivo del torneo tras la primera ronda de repesca) sólo quedan cuatro. Florida, Connecticut, Wisconsin y Kentucky tratarán de hacerse con el título que les acredite como el mejor ‘college’ de la nación.

A 20 kilómetros al este de Fort Worth, ciudad que se vanagloria de ser el lugar “donde empieza el oeste”, y a 32 del al oeste de Dallas, Arlington se erige como uno de los grandes núcleos deportivos del Estado de Texas (los Texas Rangers de la MLB tienen allí su sede). Todo está listo en la flamante casa de los Dallas Cowboys de la NFL, el mismo escenario que en 2011 albergó la Superbowl de 2011 o el All Star de la NBA un año antes, para vivir, un curso más, uno de los acontecimientos deportivos del año en Estados Unidos. Un estadio a la altura de las circunstancias. Con capacidad para 85.000 personas, ampliables a más de 100.000 como ocurrió en el fin de semana de las estrellas de hace cuatro años, nos encontramos con un fastuoso pabellón, de los mejores del país, con todas las comodidades y novedades imaginables: techo retráctil, aire acondicionado, puertas de cristal… la arquitectura al servicio del deporte.

A fin de paliar las evidentes incomodidades a la hora de disfrutar del juego desde los puntos más alejados de la pista, a 22 metros de altura se ha instalado un gigantesco cubo a modo de videomarcador de casi 50 metros de largo, 22 metros más que la longitud del parqué. No habrá excusa y nadie podrá perderse el más mínimo detalle de lo que acontezca sobre la cancha. A pesar de que quedan algunas entradas por venderse, el lleno está garantizado. ¿Precios? El dinero no es un problema. Al menos para algunos privilegiados. Los tickets para la primera semifinal entre Florida y Connecticut (domingo, 00.10 hora peninsular) van desde los 71 hasta los 14.937 dólares. Para la segunda, que enfrentará a Wisconsin y Kentucky (domingo, 2.50 hora peninsular) el rango se mueve entre los 100 y los 39.732 dólares. Para los que quieran reservar su presencia en la finalísima del martes (3.00 hora peninsular) podrán hacerlo desde los 48 dólares de la localidad más barata hasta los 5.203 de la más cara.

Y es que las clases más pudientes del variopinto espectro social estadounidense se rascan el bolsillo y echan el resto en este tipo de acontecimientos. El resto lo verá por televisión donde igualmente tiene lugar un intenso baile de millones. La pasada edición del ‘March Madness’, donde Lousville se coronó tras vencer a Michigan en la final (82-76), fue seguida por 200 millones de espectadores. Un público potencial inmenso que convierte al espectáculo en un auténtico filón para la publicidad. Acorde a un informe del que se hacía eco la revista ‘Forbes’, en la última década las empresas americanas han invertido más de 6.000 millones de dólares en anuncios.

En el plano deportivo, nos encontramos con unos contendientes que han sorteado con éxito el largo y espinoso camino hacia la Final Four. Todos encarnan el valor de lo colectivo sobre lo individual. De las cuatro plantillas, sólo la Kentucky de la mole Julius Randle, previsible ‘Top-5’ del draft, y Connecticut, con la sensación Shabazz Napier (número 24 en los prospectos de la lotería), poseen jugadores con, a priori, una senda directa hacia el profesionalismo para el próximo curso. Bajo el manto de lo imprevisible, de la magia que otorga el jugártelo todo a una carta, los números hablan de Kentucky como el segundo equipo más laureado de la historia. Los Wildcats se han hecho con el torneo en ocho ocasiones (1948, 1949, 1951, 1958, 1978, 1996, 1998 y 2012), tres menos que la UCLA del doctor John Wooden, líder histórico de la competición.

Dirigidos por John Calipari, el acicalado ‘coach’ amante de los trajes de diseño es un experto en reclutar a las mejores hornadas de ‘high school’. Bajo el timón del hombre que hace dos años rompiera catorce años de sequía de los Wildcats, los jugadores llegan al equipo conscientes de que el goloso trampolín de la NBA está más cerca. Que se lo digan a Anthony Davis, DeMarcus Cousins, Nerlens Noel o Michael Kidd-Gilchrist, principales acreedores del ‘one and done’. Aunque dependieron de un triple casi sobre la bocina de Aaron Harrison para derrotar a la potente Michigan (75-72) del ‘Midwest’y certificar su presencia en el AT&T Stadium, forman, sobre el papel, el roster más talentoso y equilibrado de los cuatro. Los aficionados recitan de carrerilla un quinteto inicial (Julius Randle, James Young, Aaron Harrison, Andrew Harrison y Willie Cauley-Stein) que llama con insistencia a las puertas de la gloria.

El recorrido potencial de estos últimos va ligado a la figura de Bo Ryan. Será la primera vez que uno de los técnicos más reputados de la competición, el hombre que desde 1976 asiste religiosamente como espectador a la Final Four junto a su padre, a quien regalaba los tickets para la cita por su cumpleaños, ocupe uno de los banquillos del show. Liberado de tal estigma, los ‘Badgers’ afrontan su andadura en la Final Four tras un agónico triunfo ante Arizona (64-63) en la final del Oeste. El pívot de tercer año, Frank Kaminsky, ejerce de mascarón de proa de un equipo con tablas que complementa a la perfección su potencial interior con la potente amenaza exterior que otorga la fiabilidad de sus hombres de perímetro.

Tras ganar sus últimos 30 partidos y despachar a sus cuatro rivales en el ‘March Madness’ con contundencia, los ‘Gators’ de Florida representan el trabajo serio y bien hecho. Su entrenador, Billy Donovan, a punto de cumplir 18 años al frente del equipo, consiguió dos campeonatos consecutivos, en 2006 y 2007, con la inestimable ayuda de los hoy consagrados NBA Joakim Noah, Al Horford y Corey Brewer. Sin el tirón de aquella generación irrepetible, Scottie Wilbekin, Patric Young, Casey Prather y Will Yeguete, espina dorsal del equipo, forman un bloque experto y compacto. A pesar de no entrar en las quinielas para formar parte de la NBA, la camada completará su ciclo universitario habiendo alcanzado, al menos, los cuartos de final (Elite Eight) en sus cuatro años como compañeros. En su contra, un dato a tener en cuenta: las únicas dos derrotas registradas durante la temporada vinieron de la mano de Connecticut, su rival en semifinales y Wisconsin, posible rival en una hipotética final.

Encomendados al buen hacer de su director de orquesta, Shabazz Napier, desde el flanco Este del país, llega una universidad de Connecticut inmersa en la nube que supuso la épica victoria sobre Michigan en el Madison (60-54). “Tú tienes a Shabazz y ellos no y, al final, eso es lo que marca la diferencia”, comentaba su entrenador en el instituto. Sería algo similar a lo ocurrido en 2011 cuando Kemba Walker diera a los ‘Huskies’ el título con su explosividad e inspiración. La victoria de la Universidad de Connecticut no entraba dentro de los planes de Barack Obama. El presidente de los Estados Unidos, aceptable practicante en sus tiempos mozos y reconocido seguidor del deporte de la canasta, predijo a Michigan como campeón. Desde su perfil en twitter la 'UConn' quiso lamentar de forma irónica la eliminación del favorito de Obama: "Perdón por reventar su 'bracket' @BarackObama, tenemos espacio en nuestro carro, si estás interesado".

Un vibrante espectáculo que trasciende los límites de la cancha del que Andrew Wiggins, Joel Embiid, Jabari Parker y algunos de los nombres más destacados que llevan copando la lista de prospecciones para el próximo draft, no podrán formar parte. Tampoco lo hará Doug McDermott, anotador compulsivo (26.7 puntos por partido esta temporada) galardonado con el premio al mejor jugador del año y octavo jugador en la historia capaz de superar la barrera de los 3000 puntos en un ciclo universitario. Consecuencias de una locura impredecible. Al cierre de estas líneas, sabemos que Wiggins y Embiid, los dos ‘freshman’ (el pívot camerunés no pudo jugar por lesión) de Kansas eliminados en la ‘Round of 32’ por la modesta Standford, han cumplido los pronósticos y en los últimos días se declararon elegibles para el próximo draft.

El caso de Jabari Parker, alero todoterreno de la prestigiosa universidad de Duke, víctima de la machada de una casi desconocida Mercer en primera ronda, no está tan claro. Según las últimas informaciones vertidas en la prensa estadounidense, el jugador estaría considerando seriamente la posibilidad de no dar el salto y seguir a las órdenes de Mike Krzyzewski un año más. Idea constatada por algunos miembros de las franquicias NBA. La decisión, para bien o para mal, deberá ser tomada antes del 27 de abril, fecha límite para declararse elegible.

La llamada del dinero o el debate de nunca acabar

“Entiendo que puedan decir: ‘Hey, tengo que entrar en el mercado, tengo que hacer dinero y todo eso’, pero usted no ganará dinero si su carrera dura tres años, si empieza con 18 o 19 y no está listo”. Son palabras de Kevin McHale, mítico ala-pívot ganador de tres anillos con los Celtics durante los ochenta y actual entrenador de los Houston Rockets. Con la llegada de Adam Silver al Comisionado de la NBA, se ha reabierto el debate en torno a elevar el límite de edad para jugar en la mejor liga del planeta en el próximo convenio colectivo. El convenio firmado en 2006 elevaba el límite de edad para ser elegible a los 19 años. Ante la oleada de jugadores que daban el salto a la NBA desde el instituto, se intentaba reducir los estragos del famoso ‘hitting the wall’. En castellano: darse de bruces contra el suelo en forma de monumental fiasco.

Salvo alguna excepción, la NBA prohibió a los jugadores que no hubieran acabado el ciclo universitario poder jugar en su liga hasta mitad de los setenta. Pero entonces llegó Glenn Robinson en 1994 para firmar un más que apetecible contrato de 68 millones y 10 años con los Milwaukee Bucks. Los jóvenes jugadores universitarios se olvidaron de todo lo demás y el salto del instituto al profesionalismo tornó en norma. Antes, restando los europeos que cruzaron el charco, sólo cinco jugadores lo habían hecho. Es difícil atar a los jugadores y mantenerlos al margen de las tentaciones económicas (y todo lo que ello supone) que les brinda el profesionalismo. El problema, una vez más, viene motivado por el dinero.

En abril de 2010, la NCAA rubricó un contrato de 14 años y 10.800 millones de dólares con CBS Sports y Turner Sports. Por tanto, nos encontramos con una entidad que se autodefine sin ánimo de lucro que ingresa anualmente 771 millones de dólares por derechos televisivos. Por si fuera poco, durante el curso 2011-2012, los 25 equipos universitarios más poderosos (Louisville, Syracuse, Duke, North Carolina, Kentucky, entre otros) recibieron un total 440 millones de dólares. Escandalosas cifras que no incluyen el taquillaje ni el merchandising. Un pastel suculento del que los jugadores, sus principales protagonistas, no huelen ni un duro. Como es sabido, durante su periplo universitario los jugadores tienen prohibido ingresos de cualquier orden y condición, incluidos los derivados del baloncesto pero sin relación con el profesionalismo. No ocurre lo mismo con los entrenadores, cargos que cotizan al alza con emolumentos que en muchas ocasiones superan al de sus colegas de la NBA (véase el caso de los 5,2 millones anuales que se embolsa John Calipari en Kentucky).

El problema que se presenta a la hora de tomar una decisión en un sentido u otro es el papel que asume la NCAA dentro del imaginario colectivo estadounidense. Desde sus orígenes la universidad fue la principal fuente que nutrió de estrellas a la Liga. Del mismo modo, e trata de una competición, al menos dentro de las fronteras ‘yankees’, goza de una salud envidiable. No hay más que ver la cobertura mediática y los datos de audiencia para cerciorarnos del impacto que es capaz de generar a lo largo y ancho del país. Por tanto, haga lo que haga, el peso de la historia y la tradición impide a la NBA tomar una decisión que vaya en detrimento de su principal cantera.

Así las cosas, en la actualidad, vemos como la Liga se plaga de jugadores que se han limitado a cumplir la legalidad y, tras vivir un año de trámite en la universidad, aterrizan con mayor o menor éxito en la Liga. Jugadores como Kevin Durant o Derrick Rose pronto demostraron estar preparados. Otros, como Kevin Love, Lance Stephenson o Anthony Davis, requirieron de un periodo de adaptación para consolidarse como referencia en la competición. En todos los casos firmaron jugosos contratos que les aseguraban el porvenir. “Entiendo que esto es América y todo el mundo tiene derecho a trabajar. Entiendo eso. Pero la NBA es una liga de hombres, y creo que muchos de estos jóvenes vienen temprano y sus carreras prosperaría si se quedasen (en la universidad)”, proseguía McHale en declaraciones al USA Today. Dejando de lado la madurez, tanto física como mental, hablamos de la tentación de los billetes, el implacable caballero que guía los destinos del hombre, en el baloncesto y en la vida.

Tras la primera fase de la División I de la NCAA iniciada en noviembre (351 equipos distribuidos en 32 conferencias), los playoffs y las opiniones de los ‘expertos’, en base a criterios y factores objetivos –entre los que destacan, principalmente, los rankings nacionales, el índice RPI, las victorias fuera de casa o terminar la temporada regular en buena racha- se define el camino del ‘Gran Baile’. De los 68 equipos en liza (64 de los cuales formaron parte del cuadro definitivo del torneo tras la primera ronda de repesca) sólo quedan cuatro. Florida, Connecticut, Wisconsin y Kentucky tratarán de hacerse con el título que les acredite como el mejor ‘college’ de la nación.

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