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La vida a 1.000 metros de profundidad: frío, gusanos, escarabajos y agua congelada
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LOS ÚLTIMOS EXPLORADORES DE LOS PIRINEOS

La vida a 1.000 metros de profundidad: frío, gusanos, escarabajos y agua congelada

El Confidencial se empotra en una expedición vasco-navarra que trata de descubrir los secretos de Ilaminako Ateak, una de las simas más profundas del mundo

Cada uno de nosotros arrastra tres petates amarillos repletos de comida, cuerdas y material de escalada. La temperatura roza los cuatro grados, el agua circula cercana al punto de congelación, la humedad es del 100% y el único resquicio de vida que sobrevive a esta profundidad son gusanos milimétricos y escarabajos arcaicos que se refugiaron en las cuevas tras el deshielo de los glaciares. De pronto, Josefo Ortiz se pone a cantar. El buen humor de este madrileño de 47 años parece la mejor estrategia para no perder la paciencia, así que cada vez que un petate se nos engancha en una grieta tarareamos el vals del deshollinador de Mary Poppins. Atravesamos así una serie de meandros que los exploradores han bautizado acertadamente como 'El Kaos Reptante'.

Unai Zeberio, un ondarrutarra de 39 años, se mueve más lento que el resto, pero en su lentitud reconoce las formas geológicas de las galerías y encuentra el camino correcto cada vez que surge la duda. Solamente quedamos tres de los cinco espeleólogos que comenzamos el descenso. Uno de nuestros compañeros ha sentido “un clack” en su costilla derecha mientras forzaba una estrechez y el hermano de Unai, Josu, que es también el coordinador de esta campaña y un veterano de la sima, lo ha acompañado de vuelta a la superficie. Sus petates han quedado a nuestro cuidado. Este año, El Confidencial ha tenido la oportunidad de narrar cómo se vive desde dentro una expedición de este calibre.

Cada paso nos aleja más de la entrada. Una discreta grieta situada en el extremo noroeste del cordal de Budogia, una región pirenaica entre Navarra, Aragón y Bearn, esconde el único acceso a la Bu-56, también conocida como ‘Ilaminako ateak’ (las puertas de la Lamia, en euskera). Se trata de una gigantesca red de galerías, cañones, cascadas y salas abisales que descienden hasta los 1.400 metros. En espeleología, una cifra equiparable a los ochomiles del alpinismo. Precisamente, en los años 80 fue la sima más profunda del mundo y ahora disputa metros entre las veinte primeras. Hace poco más de un lustro, la Unión de Espeleólogos Vascos y la Federación Navarra de Espeleología inició un proyecto de exploración con unos pocos sponsors. “No buscamos batir ningún record, tan solo queremos revisar la sima de principio a fin y dibujar una topografía lo más exacta posible. Antes, la cueva tenía catorce kilómetros. Después de varias campañas, sabemos que hay al menos diecisiete”, explica en el campamento exterior Unai Arakistain, un joven mecánico al que todos llaman Troti y que este año coordina parte de la campaña. Otra novedad es su política de cero residuos. Desde que Iñaki Ortillés y Jean François Pernette descubrieran en 1979 la entrada de la Bu-56, expertos de todo el mundo han intentado hollar nuevos pasajes y realizar diferentes estudios científicos, y a su paso han dejado kilos y kilos de basura. Cuerdas viejas, cable, comida podrida, mangueras, ropa y hasta plomos de buceadores. Bulto a bulto, los vascos se han esforzado por sacar parte de los desechos y esperan hacer una campaña de limpieza en el futuro.

Este verano, con más de cien anclajes y seiscientos metros de cuerda, tratarán de llegar al sifón terminal, donde desaparecen los ríos que circulan bajo el Budogia. Las aguas vuelven a aparecer a kilómetros de distancia, en tierras francesas. Unai y yo, sin embargo, realizaremos un trabajo paralelo. El año pasado ayudamos a instalar el segundo campamento, a 800 metros de profundidad, y topografiamos parte del río que se adentra cavidad abajo. De camino, una estrecha grieta que aspiraba un aire gélido nos hizo fantasear con la posibilidad de encontrar una puerta a galerías vírgenes. Alguno de los exploradores originales también barajó esta opción, pues señaló la oquedad dibujando una pequeña flecha con la llama de su carburero. Mientras los espeleólogos más curtidos y veteranos revisan los grandes cañones abisales, nosotros trataremos de investigar esta grieta a la que denominamos el meandro Turbina.

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Foto: UEV/FNE.

Cena pantagruélica

La carga excesiva del primer día nos deja exhaustos. Nada más llegar al campamento nos apresuramos a montar una pequeña radio a la que llaman Tedra. Este aparato, inspirado en un invento del espeleosocorro francés, emite ondas de baja frecuencia, utiliza electrodos a modo de antena y puede establecer comunicación a un kilómetro de distancia. “Exterior para vivac de -500, ¿me recibís?”. Las interferencias dejan escuchar un claro y enérgico “Gabon”. Es la voz de Josu, que nos saluda desde la calle. Al parecer, el accidentado ha salido por su propio pie con una micro fisura en la costilla. Respiramos tranquilos.

Una pila de esterillas empapadas y una tienda improvisada con tela de parapente componen el refugio subterráneo donde descansaremos los próximos cinco días. Calentamos el interior con hornillos y preparamos una cena pantagruélica: sopa de verduras, redondo relleno con pimientos rojos, bizcocho de chocolate y café capuchino “Hay que meter alimentos de verdad en el cuerpo, no solo fideos y liofilizados. Con el estómago contento siempre se explorará mejor. Un buen plato caliente después de haber pasado frío y miseria no tiene precio”, defendía Idoia Basterrechea, encargada de la alimentación de esta expedición, antes de entregarnos el menú. No faltan lujos como la morcilla, el chorizo o la leche condensada.

La ausencia de luz solar trastoca la noción del tiempo y solamente el ruido de las pequeñas rocas que caen del techo marcan el paso de las horas. “Me siento privilegiado por estar en un lugar al que solo han llegado cuatro gatos. Eso sí, estaría muy equivocado si creyera estoy aquí únicamente por mis méritos. Se me pone la carne de gallina al pensar en toda la gente que trabaja para que esto sea posible. Es quizá el proyecto más ambicioso en el que he participado”, reflexiona Josefo, un conductor de autobuses que creció en un barrio marginal de Madrid y descubrió muy pronto su vocación por la aventura. En esta campaña, que transcurrirá desde el 27 de julio hasta el 12 de agosto, participan un total de 40 personas, de las cuales solamente una docena se adentra en la cavidad. Las tareas fuera de la cueva son abundantes: cocinar, hacer acopio de agua en el manantial, prospectar el monte, revisar el generador eólico, comunicar con los expedicionarios, preparar material...

El segundo día bajo tierra, Josefo se suma al equipo que explora el final de la sima mientras Unai y yo nos dirigimos al meandro Turbina. Hay ocho personas trabajando a lo largo de la cavidad en diferentes tareas. El frío y la mala calidad de la pared, que se cae a cachos, retrasa nuestro cometido. Tardamos dos jornadas en conquistar este pequeño ramal, y al final, alcanzamos la base de un gran agujero. El medidor laser indica al menos 53 metros de altura. El resto, se pierde en una niebla oscura. "Ha sido una sensación de desilusión y alegría. No hemos pinchado una red oculta de galerías, como queríamos, pero el meandro Turbina podría ser una nueva entrada. Ahora hay que salir a la calle y encontrar una sima ubicada encima de este punto. El problema es el paquete calizo de 400 metros que hay entre nosotros y la superficie”, cuestiona Unai. Este ingeniero técnico electrónico dibuja el mapa del hallazgo con la misma pasión infantil con la que coleccionaba fósiles de pequeño. Ya en el vivac, quita el barro de sus apuntes bajo la llama del hornillo y pasa a limpio los garabatos. "Cuando estoy tan cansado, me encanta dibujar. Me pongo a pensar en la geología y entonces, la mente se cansa y el cuerpo se relaja". Si bien muchos espeleólogos progresan más rápido que Unai en la cueva, el ondarrutarra profesa unas cualidades igual de apreciadas en este entorno: tiempo, paciencia y minuciosidad. "En el papel tengo la sensación de descubrir la cueva por segunda vez. La topografía es una tarea muy importante en la espeleología. Y además estoy explorando el interior de los montes que me hicieron mendizale. Guardo un vínculo especial con este paisaje".

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Foto: UEV/FNE.

Cuerdas sumergidas bajo el agua

Habituados a vivaquear y adentrarse en entornos extremos, el equipo de punta explora los pasajes finales de la cavidad mientras Unai y yo inspeccionamos viejas incógnitas. Los cuatro individuos que alcanzan el sifón terminal parecen los protagonistas de un chiste estereotipado. Un vasco, un navarro, un burgalés y un madrileño. Otros dos miembros topografían el río Linza, uno de los afluentes más hermosos de este sistema. “Estamos a mil metros de profundidad. Aquí, un traspiés o un tobillo roto pueden ser fatales. Eres consciente del riesgo, aunque nunca dejes de currar. Si te notas cansado, entras en modo ahorro y sacas fuerzas de donde puedas”, explicará Josefo cuando salga fuera. Durante cinco días, cruzará tirolinas sobre las cascadas furiosas del cañón Roncal, llegará al final de la caverna, donde búlgaros, ingleses y rusos bucearon siete sifones consecutivos, ascenderá montañas de rocas de cien metros de altura en salas colosales y nadará sobre marmitas sin fondo. "Me parecería una falta de respeto no emocionarse en un lugar como este. Todavía me sorprende que una cueva sea tan salvaje y tan frágil al mismo tiempo. Es un paraje espectacular".

Con esa misma belleza sueña José Ignacio Calvo, uno de los pocos expedicionarios originales de Ilaminako Ateak que aún se mantiene activo. A sus 59 años es conocido por su memoria enciclopédica. Mientras las nuevas generaciones 'rapelamos' el interior de la montaña, él pasa los días catalogando los agujeros del macizo de Larra. Visitó esta sima por primera vez en 1980, cuando los navarros y los franceses aún exploraban juntos. Los extranjeros que participaron en esta expedición representaban a la élite del país galo y estaban acostumbrados a adentrarse en lugares recónditos, como las cavernas de Papúa Guinea. “Nosotros éramos más inexpertos, pero le echábamos ganas. No parábamos hasta que acabábamos el trabajo". Una vez invirtieron 20 horas para topografiar el ramal de un río subterráneo. Cuando finalizaron su cometido descubrieron que el campamento más cercano estaba ocupado por compañeros franceses, así que tuvieron que subir al próximo vivac, a tres horas de distancia. “Dormimos durante veinte horas seguidas”, suele confesar entre risas. De aquellos años, Calvo recuerda sobre todo el miedo. “Las tormentas alpinas hacen que esta sima se vuelva muy salvaje. Algunas de las cuerdas a las que nos amarrábamos quedaban sumergidas bajo el agua y la bruma de las cascadas apagaba la llama del carburo. Era un entorno hostil”. En una de aquellas crecidas, un equipo de franceses quedó atrapado en una galería durante 36 horas. Incapaces de adivinar su destino, tallaron un mensaje de despedida en una roca.

Después de cinco días bajo tierra, Unai y yo emprendemos el lento camino al exterior. Ascendemos 400 metros por una cuerda de nueve milímetros de diámetro y percibimos los primeros soplos de aire puro. Primero llega el olor a pino, mucho más agradable que el aroma a barro y a sudor seco que nos acompaña, después notamos el calor del sol vespertino en la cara y, por último, vemos tonalidades azules y verdes, colores que ya habíamos olvidado. Esa noche dormiremos en el campamento exterior, a la sombra de la sierra de Budogia. La bota de vino y los mapas pasan de una mano a otra y la luz de nuestra jaima se suma al resto del firmamento. No somos los únicos exploradores que se mantienen despiertos en estos montes. Cuando el hielo se derrite, aventureros de todos los rincones del mundo acuden aquí para estudiar los secretos de la montaña. Los espeleólogos, movidos por una épica discreta, se han vuelto los últimos exploradores de los Pirineos.

Cada uno de nosotros arrastra tres petates amarillos repletos de comida, cuerdas y material de escalada. La temperatura roza los cuatro grados, el agua circula cercana al punto de congelación, la humedad es del 100% y el único resquicio de vida que sobrevive a esta profundidad son gusanos milimétricos y escarabajos arcaicos que se refugiaron en las cuevas tras el deshielo de los glaciares. De pronto, Josefo Ortiz se pone a cantar. El buen humor de este madrileño de 47 años parece la mejor estrategia para no perder la paciencia, así que cada vez que un petate se nos engancha en una grieta tarareamos el vals del deshollinador de Mary Poppins. Atravesamos así una serie de meandros que los exploradores han bautizado acertadamente como 'El Kaos Reptante'.

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