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'Rizi (Days)': una película extraordinaria y radical que va más allá del cine
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'Rizi (Days)': una película extraordinaria y radical que va más allá del cine

El undécimo largometraje del taiwanés es el más arriesgado pero también una proeza no solo para cinéfilos

Foto: Anong Houngheuangsy es Kang en 'Rizi (Days)'.
Anong Houngheuangsy es Kang en 'Rizi (Days)'.

Tsai Ming-liang lleva décadas dirigiendo películas extraordinarias, y en ese tiempo se ha confirmado no solo como uno de los grandes poetas de la soledad y el aislamiento urbano; gracias a títulos como 'Vive L’amour' (1994), ‘El sabor de la sandía’ (2005) y ‘Stray Dogs’ (2013), lleva tiempo aclamado como maestro del llamado ‘slow cinema’ o cine lento. En las películas del taiwanés tanto la trama como el ritmo y la estructura narrativos son conceptos difusos; los planos son extraordinariamente largos, y los movimientos de cámara prácticamente inexistentes; y, cuando las palabras suenan, suelen resultar ininteligibles o irrelevantes, porque para él la comunicación verbal es mucho menos elocuentes que la observación callada y paciente. E, incluso de acuerdo a esos estándares, su undécimo largometraje —el primero que ha dirigido después de anunciar su intención de abandonar el cine narrativo en 2013 y de pasar los años posteriores ocupado en proyectos más experimentales y explorando la realidad virtual— es particularmente radical. (Quienes consideren este párrafo como un argumento de peso para mantenerse lejos de la película, deberían tratar de olvidar que lo han leído).

‘Rizi’, en efecto, se compone de tan solo 46 planos que se prolongan lo suficiente como para explorados a fondo e invitan a ser ocupados por el espectador. Carece de verdaderos diálogos y su banda sonora se compone casi exclusivamente de los sonidos procedentes bien de la naturaleza bien de la actividad urbana, y eso mantiene el foco fijo en lo que los personajes no expresan, y en lo que sus rostros y sus cuerpos nos dicen de ellos. Y mientras contempla a esos dos seres que deambulan afligidos por la vida y durante un instante se ofrecen solaz mutuo, la película pone en evidencia tanto la abundante emotividad que la quietud y el silencio son capaces de transmitir como el placer que perderse dentro de ciertas imágenes proporciona.

Uno de esos personajes se llama Non (Anong Houngheuangsy) y es un joven inmigrante ilegal procedente de Laos; lo vemos en el mercado nocturno de Bangkok donde al parecer trabaja, o preparándose una comida a base de pescado y ensalada en su pequeño apartamento a lo largo de un proceso —calienta el carbón, lava los ingredientes, trocea una papaya— que resulta del todo hipnótico. El otro es un hombre de mediana edad a quien interpreta Lee Kang-sheng, actor omnipresente en la filmografía de Tsai. El plano inicial de la película nos lo muestra durante alrededor de cinco inmóviles minutos sentado en un sillón, contemplando la lluvia a través de la ventana sin apenas pestañear, y dejando asomar en el rostro sutilísimos gestos que parecen reflejar una vida amarga y dolorosa.

Parte de ese dolor es de naturaleza física. Kang pasa buena parte del metraje recibiendo atención médica para aliviar una dolencia que deliberadamente conecta con la misteriosa lesión en el cuello que sufría el protagonista de otra gran película de Tsai, ‘The River’ (1997), también encarnado por Lee Kang-sheng —de hecho, los problemas físicos reales del actor han sido un tema constante en la carrera del director—; la cámara explora a conciencia el cuerpo del personaje/intérprete desde diferentes ángulos, de forma especialmente detallada durante una secuencia en la que se somete a un tratamiento que combina acupuntura, electroestimulación y moxibustión, y que incluye varios palmos de cable, agujas clavadas en la espalda y cilindros de artemisa seca que se tuestan como si fueran malvaviscos. El rostro de Kang se enrojece y se deforma como si estuviera a punto de estallar, la espalda se retuerce por la tensión, el cansancio y el tormento.

La colaboración entre Tsai y su actor fetiche representa un logro sin parangón en toda la historia del cine

La colaboración entre Tsai y su actor fetiche representa un logro sin parangón en toda la historia del cine: Lee ha protagonizado todas las piezas artísticas —más de 30— que el director ha creado a lo largo de tres décadas y por tanto, para quienes la han seguido la atención desde ‘Rebeldes del dios Neón’ (1992), esa filmografía funciona también como un fascinante documento del proceso de envejecimiento del intérprete y como reflexión sobre el paso inexorable del tiempo. Hace unos años, Tsai aseguró haber comprendido que su misión como creador es retratar el rostro de Lee, y en ese sentido ‘Rizi’ debe entenderse como una expresión de amor y compromiso tanto por un hombre como por el medio audiovisual que permite llevarla a cabo.

En la secuencia central de la película, Kang/Lee se encuentra por primera vez con Non para recibir de él un masaje. El joven frota con cuidado los hombros de su cliente y le acaricia delicadamente la piel, y el contacto gradualmente se hace más íntimo hasta culminar en la que sin duda es la escena de sexo más tierna y cariñosa y bella en toda la carrera del director. Posteriormente los dos hombres se duchan juntos y, justo antes de que Non se marche, Kang le regala una pequeña caja de música que al ser abierta reproduce el tema central de ‘Candilejas’ (1952), otra historia de no-amor imposible. Inmediatamente la melodía se convierte en una extensión de la conexión física y emocional que acaba de producirse, el canal a través del que ambos comunican su afecto y su gratitud. No volverán a verse nunca más, pero de algún modo seguirán juntos. De vez en cuando, sentado solo entre la multitud, Non sacará la caja de música para evadirse pensando en lo que se guarda en su interior: las notas de una canción y una noche de verdadera conexión humana, ambas inolvidables, ambas a la espera de que se abra la tapa para volver a cobrar vida.

Foto: Magdalena Kolesnik es Sylwia, la protagonista de 'Sweat'. (Elamedia)
Foto: Orion Lee y John Magaro, en 'First Cow', de Kelly Reichartd. (Avalon)

Tsai Ming-liang lleva décadas dirigiendo películas extraordinarias, y en ese tiempo se ha confirmado no solo como uno de los grandes poetas de la soledad y el aislamiento urbano; gracias a títulos como 'Vive L’amour' (1994), ‘El sabor de la sandía’ (2005) y ‘Stray Dogs’ (2013), lleva tiempo aclamado como maestro del llamado ‘slow cinema’ o cine lento. En las películas del taiwanés tanto la trama como el ritmo y la estructura narrativos son conceptos difusos; los planos son extraordinariamente largos, y los movimientos de cámara prácticamente inexistentes; y, cuando las palabras suenan, suelen resultar ininteligibles o irrelevantes, porque para él la comunicación verbal es mucho menos elocuentes que la observación callada y paciente. E, incluso de acuerdo a esos estándares, su undécimo largometraje —el primero que ha dirigido después de anunciar su intención de abandonar el cine narrativo en 2013 y de pasar los años posteriores ocupado en proyectos más experimentales y explorando la realidad virtual— es particularmente radical. (Quienes consideren este párrafo como un argumento de peso para mantenerse lejos de la película, deberían tratar de olvidar que lo han leído).

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