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'Entre dos aguas': verdad y mentira en las marismas de San Fernando
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'Entre dos aguas': verdad y mentira en las marismas de San Fernando

Cuánto de lo que vemos es cierto y cuánto mera invención carece por completo de importancia; gracias a la asombrosa precisión con que Lacuesta construye cuanto vemos, todo es verdad

Foto: 'Entre dos aguas'.
'Entre dos aguas'.

Han pasado 12 años desde 'La leyenda del tiempo' (2006), el segundo largometraje de Isaki Lacuesta y una obra esencial para entender buena parte del cine de autor español que ha venido más tarde. Isra (Israel Gómez Romero) era entonces un pequeño gitano de pelo ingobernable y cara de pillo, que dejaba de cantar flamenco tras la violenta muerte de su padre. Ahora, en esta nueva investigación del director gerundense sobre la elástica frontera entre el cine documental y el de ficción que es la secuela 'Entre dos aguas', es un hombre de casi 30 años. Primero lo vemos asistir al nacimiento de su hija Manuela, y a la salida del quirófano lo esperan dos oficiales de policía que lo esposan y se lo llevan de regreso a la cárcel, donde cumple condena por narcotráfico.

Por lo que respecta a Makiko, la chica japonesa amante del flamenco que en 'La leyenda del tiempo' viajaba en busca de la cuna de Camarón, no hay ni rastro de ella. En su lugar, cobra protagonismo Cheíto (Francisco José Gómez Romero), el hermano mayor de Isra. A estos dos el destino les ha gastado una broma. Después de todo, ambos han acabado en la orilla apuesta a la que una vez aspiraron a llegar. La última vez que los vimos, Isra quería ser guardia civil y conocer mundo, y Cheíto prefería permanecer en San Fernando. Cuando se reencuentran, el que quería viajar acaba de salir de la cárcel y el que quería quedarse vuelve a casa después de una larga misión en África con la Marina.

Lo que vendrá después es el relato de sus intentos de recuperar el tiempo perdido, sus charlas y sus amigos; de sus intentos de reencauzar su vida y sus cuentas no del todo saldadas. El foco, eso sí, permanece sobre Isra, que ahora tiene tres hijas a las que apenas conoce y una mujer que no quiere verlo, y que se verá enfrentado a la tentación de volver a trapichear con drogas; sus circunstancias personales y la desastrosa situación económica de La Isla apenas le dejan más opciones. Sus zozobras encarnan esa tierra de nadie a la que hace referencia el título, que separa —o que une— la vida criminal de la estabilidad familiar y social y la libertad de la cárcel. Esa serie de dicotomías se plasma también en el tapiz de tatuajes que el joven se va imprimiendo en la espalda, y que enfrentan un pasado doloroso a un futuro incierto pero en el que se vislumbra una promesa de redención.

placeholder Imagen de 'Entre dos aguas'.
Imagen de 'Entre dos aguas'.

Por supuesto, decíamos, todos esos espacios simbólicos se insertan dentro de otro, en el que las distinciones entre lo real y lo inventado pierden sentido. Por un lado, la película que proporcionó a Lacuesta su segunda Concha de Oro es inequívocamente una ficción: en realidad, Isra nunca estuvo la cárcel, ni ha trapicheado para salir adelante ni se ha intentado suicidar. En otras palabras, interpreta un papel; y al observar su peripecia, 'Entre dos aguas' se construye a partir del tipo de estructura que proviene del drama clásico. Por otro lado, sin embargo, Lacuesta logra convencernos con más rotundidad que en ninguna de sus películas previas de que su papel desde detrás de la cámara no es construir escenas sino simplemente observarlas.

placeholder Cartel de 'Entre dos aguas'.
Cartel de 'Entre dos aguas'.

Cierto que a algunas de ellas las costuras narrativas se les ven más de lo deseable pero, por lo general, entre los actores y sus personajes no parece haber ni un guion, ni un montaje ni técnicas de iluminación y sonido. En última instancia, cuánto de lo que vemos es cierto y cuánto mera invención carece por completo de importancia. Gracias a la asombrosa precisión con que Lacuesta construye cuanto vemos, todo es verdad.

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