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Ahora resulta que lo "guay" es vivir en el barrio donde se crio tu familia
Cuando cuento que vivo en la misma calle en la que se crio mi madre, a la gente le encanta, pero es mera casualidad. Parece que hay que hacer méritos para vivir en un barrio
Ocurre a menudo. La última vez, esta semana. Cuando le cuento a alguien que vivo a unos metros de donde se crio mi madre, en el madrileño barrio de Carabanchel, la respuesta es siempre la misma: qué guay.
Admito haber presumido de ello, cuando al pasar por la puerta de la iglesia de San Roque señalo orgulloso que mis padres se casaron ahí. La respuesta es de nuevo: qué guay.
También a veces he paseado por mi antiguo colegio, reconvertido en academia de idiomas desde hace tiempo, y he pensado: qué guay.
Sonrío y me digo que sí, qué guay, porque todos sabemos que está guay, aunque nos cueste explicar por qué. Como si haberme criado ahí me diese más derecho a vivir en el barrio. Debajo de eso hay algo que me incomoda, que no me termina de cuadrar. Siento que ese "guay" no lo merezco, que no he hecho nada para ganármelo. Que simplemente es "guay" por coincidencia, porque las circunstancias me llevaron ahí y no a Vallecas o Usera.
Saber que el lugar donde vives tiene una historia, aunque no sea la tuya, tranquiliza
Así que la última vez que alguien me lo dijo contraataqué: ¿por qué es tan guay?
La pregunta le pilló un poco desprevenido a mi interlocutor: "Hostia, me has roto un poco la cabeza". Admitió que no sabía si lo había dicho "como una frase hecha o por contagio". Le costó darme explicaciones exactas de por qué es guay. Me contó que él nunca había tenido demasiado arraigo en los barrios de Madrid donde había vivido, pero que su pareja, con la que vive justo enfrente de la iglesia de San Roque, sí, y que le encantó saber que mis padres se habían casado ahí.
Lo entiendo. Saber que el lugar por el que pasas todos los días tiene una historia, aunque no sea la tuya, que ahí se casaron y fueron felices o desdichadas otras personas hace décadas, es guay. Tranquiliza, reduce la dura sensación de anonimato que todos experimentamos. Por lo menos, te hace sentir que vives en un lugar de verdad y no en un no-lugar. Que es posible echar raíces ahí.
En un momento en el que resulta cada vez más difícil encontrar un lugar donde echar raíces, donde vivir en las mismas calles donde te criaste es casi un privilegio que pocos pueden permitirse (porque te has visto obligado a emigrar o porque ya no te puedes permitir sus precios), pisar las mismas aceras por las que corriste de pequeño es guay. Porque el "qué guay" sale siempre de la boca de alguien que sabe que nunca podrá vivir en la calle donde sus padres se casaron.
Por eso suelo justificarme explicando que, como ellos, terminé en Carabanchel por una serie de casualidades solo lejanamente ligadas con mi historia familiar en el barrio. Que no tengo ningún arraigo en esas calles, que el colegio en el que estudié de pequeño cerró hace treinta años y que no mantengo el contacto con ninguno de mis compañeros. Pero las explicaciones dan igual. Podría haber sido cualquier otro barrio, pero fue precisamente este.
No queda apenas nada reconocible en sus calles. Ni personas, ni comercios, ni sonidos
Es como si me hubiese tocado una pequeña pedrea en la lotería de la búsqueda de vivienda en la gran ciudad, la coincidencia excepcional de establecerme en un lugar ya conocido. La mayoría terminan en un barrio u otro por casualidad, mera coyuntura del mercado, o donde ya conocen a otros como ellos que han abierto camino antes. Sus vidas pasadas no están en los barrios a los que emigran desde el centro, sino en sus otros barrios o en la costa o en esos pueblos a los que vuelven cada virgen de agosto.
No se dan cuenta de que vivo en una especie de solastalgia, ese término que acuñó el filósofo australiano Glenn Albrecht para nombrar la nostalgia que sientes cuando ves que el lugar donde vives ha cambiado tanto que te resulta irreconocible: aunque Carabanchel fuese el barrio de mis padres y abuelos, se marcharon hace muchísimo. No queda apenas nada reconocible para mí en sus calles. Ni personas, ni comercios, ni sonidos. Simplemente, el trazado de sus calles y una lejana identidad que ha cambiado mucho desde que me marché del colegio para no volver. La única raíz que tengo son mis recuerdos.
Todo el mundo que conozco hoy en Carabanchel son gente como yo, emigrantes de otras partes de la ciudad, del extrarradio, refugiados de la subida de precios de la almendra central o emigrantes de otras partes de España que quieren vivir más o menos en el centro, pero no pueden permitirse el centro. No queda nadie de aquella época, y de todas formas, si me los cruzase por la calle no los reconocería.
El barrio tampoco es el mismo. Entre finales de los ochenta y principios de siglo pasó de 240.630 habitantes a 213.405. Mis abuelos fueron de los que se marcharon. Quizá Carabanchel estaría muerto si no fuese por la llegada masiva de inmigrantes, sobre todo de Latinoamérica, que le han dado su identidad al barrio en forma de comercios, asambleas y fiestas.
Esta percepción de lo guay da pie a un problemático correlato, que es la (auto)exigencia de autenticidad que distingue a los gentrificadores de los que no lo son. A medida que los precios aumentan y la gente se marcha cada vez más lejos del centro, los locales miran con más recelo a esos pijos venidos a menos que vienen a encarecer los precios y sustituir los viejos bares de viejos por los neobares castizos con ínfulas, que son su forma de disfrazarse de gente del barrio de toda la vida.
Por eso es "guay" que mi madre se criase en la calle de la Oca: porque me concede esa autenticidad moral que el resto de jóvenes emigrantes a los barrios no tienen. Gracias a mi familia estoy legitimado para estar aquí, mientras que mi amigo, que tiene tanto derecho como yo o más para vivir en el barrio, se lo tiene que currar. Quizá se sientan obligados a hacer cosas para integrarse y diferenciarse del gentrificador tradicional, como el activismo político o subirle la compra a la vecina por las escaleras.
Cuando alguien me pregunte, diré que soy de aquí de toda la vida, y que yo jugaba en aquel parque con mi abuelo
Me he ganado el permiso de residencia en Carabanchel vía familiar, como el inmigrante que cuenta con la suerte de haber tenido un antepasado nacido ese país, sin ningún mérito. Ese "qué guay" que tan poco me gusta no es más que un atajo que me libra de tener que hacer el esfuerzo de aparentar que soy de aquí. Lo soy por linaje familiar; no tengo nada que demostrar.
En mi fuero interno sé perfectamente que no tengo ni idea del barrio, ni de su gente, ni de sus costumbres. Soy tan extraño en mi hogar como ellos, solo que no se nota. Cuando alguien me pregunte, diré que soy de aquí de toda la vida, que mis padres se casaron en esta iglesia y que yo jugaba en aquel parque con mi abuelo, y responderán "qué guay" mientras cojo la línea 5 para salir con los amigos a algún barrio al otro lado del Manzanares.
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Soy un lugareño impostado, un punto intermedio entre el gentrificador y el vecino de toda la vida. Pero ¿quién es realmente el vecino de toda la vida? ¿Queda alguno, o se murieron todos, o se marcharon a Móstoles como mis abuelos, o vendieron sus pisos a los inmigrantes para hacer negocio con ellos?
El de que unas personas tienen más legitimidad que otras para vivir en determinados lugares (en el barrio, en el pueblo, en la provincia o en la urbanización), que hay que demostrar alguna clase de autenticidad, es un pensamiento inconsciente pero peligroso. Al fin y al cabo, el signo de nuestra época es que la mayoría no vive donde quiere, sino donde puede. Ya nadie es de ningún lugar. Y el barrio ha sido tradicionalmente eso. No tanto un lugar donde echar raíces para siempre como una tierra de nadie donde la gente va y viene, llega y se marcha, pero donde todo el mundo es (debería ser) bienvenido.
Ocurre a menudo. La última vez, esta semana. Cuando le cuento a alguien que vivo a unos metros de donde se crio mi madre, en el madrileño barrio de Carabanchel, la respuesta es siempre la misma: qué guay.
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