Crucifixión: el suplicio que idearon los persas hace 2.400 años (y que se sigue usando hoy)
Numerosos autores clásicos se hacen eco de esa terrible tortura que le ha costado la vida a millones de personas a lo largo de la historia y que en 2019 se aplicó en Arabia Saudí
Una persona colgada con los brazos extendidos de un árbol, de una cruz, de un muro… Anclada con cuerdas o con clavos. Sometida a un suplicio que, con suerte, se prolongaba solo 24 horas y que, en el peor de los casos, podía durar hasta nueve larguísimos días. Víctima de escarnio público.
Intenso padecimiento y humillación máxima. De eso va la crucifixión.
La pena de crucifixión es uno de los peores tormentos concebidos por la mente humana. Se inventó en Persia entre los siglos VI-VII a.C. Y, de ahí, se difundió a todo el área del Mediterráneo: a la antigua Grecia, a Cartago, al Imperio romano… Prácticamente todos los autores clásicos se refieren a ella: desde Herodoto a Plutarco, pasando por Tucídides, Ctesias, Duris de Samos, Diodoro Sículo y un largo etcétera.
“El más amargo tormento”, la define Artimidoro de Efeso en su Apotelesmatica. “Terrorífica”, sentencia Plauto. “El más cruel y asqueroso de los suplicios”, en palabras de Cicerón. “Cuerpos vacíos, maltratados, ineficaces, desfigurados, deformes, perforados y jalando el aliento vital entre una larga agonía”, según dejó escrito Séneca en su epístola A Lucilio.
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Los estudiosos coinciden en atribuir a los persas las primeras crucifixiones. El célebre historiador griego Herodoto hace referencia a las 3.000 personas que Darío crucificó en Babilonia.
Desde Persia, la crucifixión dio el salto a Cartago y a Grecia. Y, a través de los griegos o de los cartagineses (no está claro de quién), llegó a Roma, que enseguida la convirtió en poderosa arma de guerra. Tan poderosa que la sola amenaza de llevar a cabo una crucifixión masiva llevó a la fortaleza judía de Maqueronte a rendirse. Cuentan que el legado romano Lucilio Baso cogió a un joven y lo crucificó frente el castillo de Maqueronte, desatando el terror entre sus ocupantes que, al ver lo despiadado que era ese martirio, optaron por entregar la fortaleza.
Roma incluyó, asimismo, la crucifixión en su legislación, reservando la aplicación de esa pena capital, dada su enorme crueldad, a los delitos más graves contra el Estado y a los crímenes de alta traición.
“El suplicio de la crucifixión era muy distinto de una persona a otra. Había reos que morían de asfixia, otros devorados por los perros, otros de frío, de sed… El crucificado estaba indefenso, inerme, y muchas veces a merced de los cuervos y de las alimañas”, nos cuenta Luis Antequera. “Como poco, la muerte no sobrevenía hasta pasadas 24 horas. Pero hay un testimonio que habla de una crucifixión en la que los condenados a esa pena, un matrimonio de cristianos, tardaron en morir nueve días. Los crucificaron el uno frente al otro, para que el marido viera los padecimientos de su mujer y esta los de él”.
Las fuentes clásicas dan buena cuenta de los espantosos tormentos de los que eran víctimas los crucificados. “Perros y buitres corroen las más íntimas entrañas”, describe Apuleyo en su Metamorfosis. “Algunas [cruces] tienen a sus víctimas bocabajo, otras empalan sus partes privadas, otras extienden sus brazos hacia el patíbulo”, dejó como testimonio Séneca.
Miles y miles de personas fueron crucificadas solo durante el Imperio romano. El autor de Crucifixiones calcula que entre 50.000 y 100.000 personas fueron sometidas a ese espantoso suplicio por parte de la Antigua Roma. Y la cifra total ascendería a cientos de miles durante toda la historia de la humanidad.
La ley judía
Los musulmanes también han recurrido en varias ocasiones a lo largo de la historia a ese terrible castigo. Incluso los judíos han echado mano en alguna ocasión de esa horrible pena, y eso que sus textos sagrados solo admiten la crucifixión de cadáveres, nunca de personas vivas. El Pentateuco, por ejemplo, acepta que una persona sea lapidada o decapitada y, únicamente una vez que ha fallecido, crucificada.
“Sin embargo, las guerras judeorromanas, que se prolongaron durante dos siglos, propiciaron una transmisión cultural entre los dos pueblos. Y los judíos, a pesar de lo dictan sus leyes y de lo lejana que era la crucifixión a su cultura, acabaron practicándola”, señala Luis Antequera.
Aun así, hay que subrayar que fueron muchísimos más los judíos que sufrieron la crucifixión en sus propias carnes que los que la usaron contra otros. “De hecho, Jesucristo no debía de haber sufrido la pena de crucifixión, sino la lapidación sumaria, sin juicio. Pero, al encontrarse Poncio Pilato en Jerusalén y ser la Pascua judía, se le acabó crucificando”, asegura Antequera.
Fue el emperador Constantino quien, a través de un edicto en el siglo IV, prohibió las crucifixiones en el Imperio romano. Pero ese espantoso instrumento de tortura se siguió aplicando en otros lugares y culturas. Japón, por ejemplo, entró en contacto con ese monstruoso suplicio en el siglo XVI a través de los misioneros cristianos que viajaron a ese país. Y, una vez que lo conocieron, los japoneses acabaron aplicándolo contra algunos cristianos. Es el caso, por ejemplo, de los conocidos como los 26 mártires de Japón, un grupo de cristianos que fue ejecutado mediante crucifixión en 1597 en Nagasaki. Pero también hay constancia de que mucho más recientemente, en 1860, algunos delincuentes fueron crucificados en Japón.
Una persona colgada con los brazos extendidos de un árbol, de una cruz, de un muro… Anclada con cuerdas o con clavos. Sometida a un suplicio que, con suerte, se prolongaba solo 24 horas y que, en el peor de los casos, podía durar hasta nueve larguísimos días. Víctima de escarnio público.