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Hitler ante Moscú: el comienzo del fin para la Alemania nazi a sangre y nieve
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Hitler ante Moscú: el comienzo del fin para la Alemania nazi a sangre y nieve

A finales de 1941 el dictador estaba empeñado en conquistar Leningrado y Stalingrado pese a las recomendaciones contrarias de sus generales

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Los alemanes fueron derrotados en la batalla de Moscú en 1941

Moscú, jueves 16 de octubre de 1941. La situación en el frente es crítica, habilitándose un tren especial para la huida de Stalin y el núcleo duro de poder. El mandamás soviético se personó en la estación de Kazan, pero cuando llegó el momento de subirse a la locomotora optó por permanecer en la capital, siguiéndole todos sus hombres de regreso al Kremlin.

Ese mismo día, el soldado Heinz Otto Fausten se sorprendió al recibir la orden de marchar hacia el norte con el fin de integrarse en las fuerzas previstas para reforzar, y a ser posible romper, el sitio de Leningrado. Al hallarse en Kalinin, a poco más de ciento sesenta kilómetros de Moscú, pensó en alguna rareza dentro del mando supremo de la Wehrmacht, donde se tomaban las decisiones.

placeholder El frío y la nieve acabaron con los alemanes
El frío y la nieve acabaron con los alemanes

Fausten, desconcertado, lamentó no aprovechar una oportunidad tan única. Las carreteras aún estaban en buen estado, el camino casi expedito y la moral altísima por cómo se había desarrollado el debut de la Operación Tifón. En vez de concentrar tropas en un punto fundamental para conseguir superioridad se optaba por lo contrario, algo por otra parte lamentado por muchos de los generales de Hitler, no todos imbuidos de la doctrina nazi destinada a una guerra de exterminio, salvaje como pocas, pésima en grado sumo por prepotencia y eliminar del diccionario la opción de una lucha entre caballeros. Como si enfrentarse según su credo a seres inferiores les diera carta blanca para no contemplar lo humano en su horizonte del rumbo de los acontecimientos.

Las dos semanas anteriores, los ejércitos alemanes habían efectuado fulgurantes maniobras de envolvimiento contra el enemigo en Briansk y Viazma, capturándose más de 500.000 prisioneros, cifra similar a la obtenida durante la reciente batalla de Kiev, juzgada por la propaganda de Berlín como la mayor batalla de la Historia de la Humanidad.

No todos los generales estaban imbuidos de la doctrina nazi destinada a una guerra de exterminio, pésima en grado sumo por prepotencia

Esa misma jornada de octubre, los cadetes de la escuela de ametralladores en Alma Ata, Kazajastán, recibieron un mensaje del mismísimo Stalin. La caída de Moscú podía ser inminente y debían crearse fuerzas de choque para salvarla. La nota no hablaba de otra medida radical: Gueorgui Zhúkov, desde principios de mes máximo responsable de la defensa de la capital, pudo mover la ficha extremo oriental y trasladar a contingentes muy bien preparados, tanto por su indumentaria invernal como por su excepcional frescura, de Siberia a los aledaños de la gran batalla. Tardarían un tiempo, precioso a cada segundo, como comprobaban los invasores ante el descenso de las temperaturas y una barrera más en su avance con el embarrarse del suelo, dificultándose la misión no sólo por la fragilidad humana, sino también por vicisitudes tecnológicas. Una cosa era atacar con altavoces para aumentar el fragor de la ofensiva, otra bien distinta aumentarla por la inutilidad de cierta maquinaria contra los elementos y la vastedad del Imperio a conquistar.

La pugna entre Hitler y sus generales

El desmedido optimismo de Hitler para con la Operación Barbarroja y sus sucesivas bifurcaciones era otro extra para reafirmar su desconexión con la realidad fuera de sus aposentos y cancillerías. En julio de 1941 redujo las huestes del Este y frenó la producción de armamento para favorecer la construcción de navíos, submarinos y bombarderos pesados. Pensaba en Inglaterra y, de soslayo, en Estados Unidos.

En septiembre añadió disolver cuarenta divisiones de infantería para potenciar la mano de obra industrial. En ese instante, sus arengas declaraban la derrota, sin levantarse jamás, del monstruo oriental, como si hubiera dejado de existir para exhibir cómo no era nada quimérica la elección de un doble envite contra comunistas y anglosajones.

Los generales tenían la sensación de haber dilapidado unos meses preciosos por culpa de la omnipotencia del Führer

Hablar así desde Berlín cuando se quería tomar Moscú tenía algo de afrenta para los generales y su armada, siempre más en precario y con la sensación de haber dilapidado unos meses preciosos por culpa de la omnipotencia del Führer, quien ya en agosto había rechazado las apremiantes sugerencias tanto del OKW, encarnado en Walter von Brauchitsch y Franz Halder, como de Fedor von Bock y Heinz Guderian, dos puntales en el Este, el primero a la dirección de la ruta hacia Moscú, el segundo erigido en innovador baluarte con sus tanques a la vanguardia, cruciales para dominar en julio Smolensk y acelerar en septiembre la descomposición soviética en Kiev.

Estas dos cúpulas abogaban por ir hacia Moscú al ser el centro vital de la producción armamentística y el nudo de comunicaciones ferroviarias de toda Rusia. Su toma desharía la capacidad soviética de transportar hombres a frentes muy distantes y adquiriría un valor práctico con mucha mayor prestancia que el simbolismo de Leningrado o Stalingrado, obsesiones del dictador en su odio al Comunismo.

placeholder Las calamidades de la guerra en la URSS
Las calamidades de la guerra en la URSS

Hitler ansiaba neutralizar Crimea, empecinado como estaba por los pozos de petróleo rumanos, y apoderarse de las materias primas industriales y los productos agrícolas ucranianos. Según su criterio, los prusianos, refiriéndose a la cúpula militar, no sabían nada del aspecto económico de la conflagración. Cuando, a principios de otoño, dio su beneplácito para llegar sin más dilación al Kremlin, no se contentó con un único golpe. Su apuesta aspiraba a ser infinita desde lo megalómano. En el norte, la Wehrmacht debía zanjar de una vez el asunto de Leningrado, lograr la unión con los finlandeses y cortar la línea ferroviaria de Múrmansk. En el sur, el Grupo encabezado por Gerd von Rundstedt debía limpiar la costa del Mar Negro, antesala a la captura de Rostov, puerta para el sueño de Stalingrado y los pozos petrolíferos del Cáucaso.

Para la Operación Tifón, última campaña de 1941, se juntaron un millón y medio de hombres, cuatro mil piezas de artillería, mil cuatrocientos aviones de combate y más de un millar de tanques. Las cifras impresionan, así como la nula previsión desde verano por el maltrato a los prisioneros soviéticos, muchos combatientes redoblaron su energía por el deseo de no terminar como sus compañeros, y un cálculo cero en el modo de gestionar la ocupación del Lebensraum, donde no cabía siquiera una pizca de amabilidad y colaboración por las consignas raciales, acatadas sin excesivas cavilaciones por la mayoría de los guerreros.

La nieve y las derrotas

En octubre nevó. Se pidieron refuerzos. Botas fuertes y calcetines gruesos. La Rasputitza, la estación del barro, hizo su entrada en escena. La máquina motorizada nazi se paró. La infantería chapoteaba y los caballos arrastraban cada elemento de artillería. El 20 de octubre, una avanzadilla de blindados de Guderian se ubicó a sesenta kilómetro de Moscú. Para Hitler era sólo un paso, una nadería tras ochocientos kilómetros a sus espaldas.

Guderian, sobre el terreno, tenía otro punto de vista. En noviembre, el termómetro descendió a doce grados bajo cero. El carburante se congelaba. El aceite se coagulaba. Irrumpieron los casos de congelación. El viento helado, según sus recuerdos, todo lo traspasaba. Sus ráfagas borraban todo a su paso y caminar durante esas horas con un abrigo petrificado, los cuerpos acuciados por el hambre, era un infierno, más aún en contraste con los rusos, siempre más resistentes y equipados sin mácula, como blancos eran sus gabanes, para hostilidades en lo más duro del frío.

En noviembre, el termómetro descendió a doce grados bajo cero. El carburante se congelaba. El aceite se coagulaba

Los factores de aprovisionamiento y las dificultades para proseguir no figuraban en los mapas tan amados por el Führer, como tampoco lo hacía la desorientación en esa eternidad blanca, con la vista perdida por la repetición de la impresión. Todo inmaculado, salvo por la movilidad del Ejército Rojo, mejor conocedor de la geografía y sus recovecos, mucho más avezado de esas circunstancias concretas.

Ese noviembre, el hielo allanó la velocidad alemana al cancelar el barro. Sin embargo, las ventiscas, la creciente nieve y el termómetro disparado hacia el frío extremo no dieron tregua a esa penúltima intentona con regusto a imposición desde las altísimas alturas. Ante las ingentes pérdidas de todo tipo, los batallones eran amasijos de soldados siempre más desbordados por la pujanza del rival y la endeblez del conjunto.

Ese final de noviembre mezcló dos opuestos más bien gemelos. Un suspiro mitificado los disoció pese a ir de la mano. El 21 de noviembre cayó Rostov. En el sur, la climatología aún era más o menos benigna. El Ejército rojo recuperó la ciudad y los nazis se retiraron hasta el Miús, a ochenta kilómetros, donde fijaron sus cuarteles de invierno.

placeholder Muchos tanques se quedaron congelados
Muchos tanques se quedaron congelados

Este fracaso absoluto, el cierre temporal de las puertas del Cáucaso, iba acorde con lo planteado en los aledaños de Moscú. El 2 de diciembre, un batallón de reconocimiento de la 258 división de infantería penetró en Khimki, entonces un suburbio de la capital.

En noviembre, Brauchitsch había aconsejado a Hitler retrasar las operaciones para tomar Moscú hasta la primavera. El dictador, como venía siendo habitual, se desgañitó al otro lado de la línea telefónica. La continuación era imperativa. El primero de diciembre los ejércitos Panzer tentaron un triple avance de norte a sur, de sur a norte y por el centro.

Brauchitsch había aconsejado a Hitler retrasar las operaciones para tomar Moscú hasta la primavera. El dictador se desgañitó al otro lado del teléfono

Es fácil vislumbrar como muchos de esos tanques quebraron por ese mercurio a casi cuarenta bajo cero. Los soviéticos disponían de la información según la cual sus oponentes carecían de aceite de motor resistente al frío y lubricantes de glicerina. Esa baza a su favor se conjugaba, huelga decirlo, con los impotentes ropajes de la Werhmacht, su paupérrima alimentación y el providencial refresco de las divisiones siberianas, un vendaval envuelto entre el viento glacial, una masa compacta y organizada para hacer retroceder al enemigo, histérico, desbaratado y poseído por el mal presagio de los generales, obcecados en leer como si no hubiera un mañana las memorias de Cailancourt, advertidos del presente en ese volumen del pasado.

En enero de 1942 Stalin sacó pecho desde la rutina al quitar todos los pertrechos defensivos en monumentos y arterias de Moscú. El 5 de diciembre, a dos días de Pearl Harbor, Zhúkov consiguió dominar todo el frente de batalla y expulsar al enemigo a centenares de kilómetros a la espera de la primera, donde ya nada sería lo mismo. El vuelco había sido completo. Estados Unidos estaba en guerra con el Tercer Reich. Hitler se ventiló de un plumazo a todos los altos mandos para así no tener oposición en lo militar.

"Hemos tropezado, por error, con un paisaje ajeno con el que jamás vamos a llegar a familiarizarnos como es debido"

Guderian fue una de las víctimas de la escabechina. Poco antes de su destitución, conversó con uno de sus tenientes. Wolfgang Paul apuntó lo siguiente, un diagnóstico impecable con visos premonitorios: “El verano nos hizo avanzar; el otoño nos retuvo con su barro espeso e inflexible. Ahora mismo, el invierno parece querer expulsarnos de una vez por todas del país. Hemos tropezado, por error, con un paisaje ajeno con el que jamás vamos a llegar a familiarizarnos como es debido. Aquí todo es frio y hostil, todo se vuelve en nuestra contra".

Moscú, jueves 16 de octubre de 1941. La situación en el frente es crítica, habilitándose un tren especial para la huida de Stalin y el núcleo duro de poder. El mandamás soviético se personó en la estación de Kazan, pero cuando llegó el momento de subirse a la locomotora optó por permanecer en la capital, siguiéndole todos sus hombres de regreso al Kremlin.

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