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Octubre de 1956, la semana más salvaje de la Guerra Fría
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Octubre de 1956, la semana más salvaje de la Guerra Fría

Tensiones en la Guerra del Sinaí entre y la revolución húngara, ¿qué demonios pasó durante el otoño de 1956?

Foto: Hungría, 1956.
Hungría, 1956.

La amnesia del pasado lo dibuja con desfiguraciones atroces, idealizándolo en intersticios donde la Historia se movía con sigilo hacia el vértigo. Los años 50 del siglo XX suelen quedar relegados en la memoria colectiva, quizá por su situación a caballo entre la debacle del Eje y la última explosión juvenil de los sesenta. Ese paréntesis en la cronología tuvo una relevancia capital en el devenir de la Guerra Fría al consolidar sus coordenadas fundamentales. Tanto Ian McEwan como Jonathan Coe, respectivamente en 'Chesil Beach' y 'La lluvia antes de caer', lo resumieron desde el lirismo, pero las realidades masticadas en ese presente fueron mucho más cruentas, definiéndose con pavorosa frialdad durante una semana de ese peculiar otoño de 1956, cuando el mundo, sin exageraciones, contuvo el aliento.

Todo acontecimiento parte de un proceso. Aquí dos hilos se entrelazan en distintas parcelas geográficas. En julio de 1952 se produjo en Egipto un golpe de Estado. El rey Faruk fue destronado por una serie de oficiales sin un claro perfil ideológico, encumbrándose entre ellos el joven coronel Gamal Abdel Nasser, quien buscó, sin encontrarla, la colaboración de Estados Unidos.

El nuevo mandamás del país de los faraones tenía planes muy ambiciosos para su tierra. En noviembre de 1954 se deshizo de los últimos estorbos de su pronunciamiento y navegó con plena libertad desde el objetivo de desarrollar una economía basada en una mayor justicia social para solucionar la pobreza endémica de miles de campesinos. Promulgó campañas de alfabetización y una reforma agraria, pero su gran apuesta sería la construcción de la presa de Asuán para regular las aguas del Nilo y así beneficiar a millones de labradores.

placeholder Nasser en la ciudad egipcia de Mansoura.
Nasser en la ciudad egipcia de Mansoura.

Las potencias anglosajonas desestimaron aportar ayuda económica. Ante ese desinterés intentó un último ardid con el discurso del 19 de julio de 1956, una prédica de falsa desesperación para ver si la Unión Soviética picaba en el anzuelo. Al rechazar la posibilidad, sólo quedó tomar la drástica medida de nacionalizar el Canal de Suez.

El orden global posterior a 1945 había debilitado sobremanera a dos de las mayores potencias del Viejo Mundo, Francia e Inglaterra, antaño soberanas en Oriente Medio, devenidas inconscientes comparsas por tanto giro de los acontecimientos en tan pocos decenios. La acción de Nasser les afectaba en su orgullo, pero sobre todo a su condición de máximas accionistas del Canal, asimismo esencial por la cuestión petrolífera.

Reino Unido no podía consentir ver cómo Egipto tomaba las riendas de su independencia

Había otro competidor, muy atento a la situación. Francia también quería intervenir para no perder comba en el norte de África, donde la crisis argelina torturaba su estabilidad y catapultaba hacia la nada su anterior reputación. El Reino Unido no podía consentir ver cómo Egipto, al fin, tomaba las riendas de su propia independencia con una afrenta de ese calibre. Este contexto era idóneo para el joven Estado de Israel. El laborista Ben-Gurión vio la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro: liquidaría el régimen de Nasser y auparía a la estrella de David hacia una absoluta hegemonía regional.

A finales de octubre Francia, Reino Unido e Israel sellaron en la localidad gala de Sèvres un acuerdo para coordinar en que momento debían actuar los ejércitos de cada uno de los tres atacantes, además de prohibir a las fuerzas judías invadir el reino de Jordania. El 29 del mismo mes, tropas israelíes irrumpieron en el Sinaí, con escasa resistencia egipcia ante la superioridad enemiga. La excusa oficial para la invasión, una versión remozada de la esgrimida por los nazis con Polonia en septiembre de 1939, hablaba de cómo se había capturado un supuesto comando fedayun junto a la frontera de la franja de Gaza. En realidad, se trataba de cuatro soldados hebreos nacidos en países árabes, vestidos como combatientes palestinos.

placeholder Tanques ingleses en Port Said durante la Guerra del Sinaí.
Tanques ingleses en Port Said durante la Guerra del Sinaí.

Para reafirmar el paripé, Francia y Gran Bretaña hicieron público un comunicado donde se exigiía la retirada de los contendientes de ambos lados del Canal. Como los egipcios no aceptaron el ultimátum, los anglo-franceses intervinieron ipso facto, sin el consentimiento de la ONU y el estupor de Washington y Moscú cuando, el 5 de noviembre de 1956, paracaidistas de ambas naciones realizaron un desembarco aéreo con paracaidistas en Port Said. Tras el mismo, retomado el Canal para los intereses del triunvirato a la ofensiva, la guerra podía darse por concluida, aunque tanto en el Kremlin como la Casa Blanca decidieron, en una clara exhibición de quién movía las fichas del tablero, alterar la noción de triunfo para transformarlo en humillación. Al cabo de pocos meses todos los contingentes se habían retirado envueltos en un deshonroso mutismo.

Terremotos en el bloque del Este

Esas horas fueron, al menos hasta el surgimiento de otros instantes mucho más catastróficos para toda la Humanidad, las más nerviosas de Nikita Kruschev. El día antes había dado carta blanca a una represión militar de la revuelta húngara, sin duda mucho más amenazante para los intereses del Imperio soviético. La cuestión de Oriente Medio era fácil de zanjar al coincidir con Estados Unidos en no tolerar esas bravatas colonialistas de viejas damas venidas a menos como eran París, aquejada por múltiples sobresaltos, y Londres, a sujetar bien ante la petulancia de Anthony Eden, eterno delfín de Churchill y fracasado en su primer envite de envergadura, precipitándose hacia la dimisión como premier, consumada el 10 de enero de 1957. Por lo demás, así reza la leyenda de esas jornadas, la mejor disuasión eslava era la sugerencia de lanzar dos bombas de Hidrógeno sobre las hermosas capitales del Elíseo y Downing Street por si alguien había olvidado las medidas de sota, caballo y rey en el equilibrio del poder.

placeholder Hungría en 1956.
Hungría en 1956.

Budapest era otra cosa y una piedra insertada en el zapato por el propio Kruschev. Su parlamento secreto del 25 de febrero de 1956 en el XX Congreso del PCUS marcó un vuelco colosal al tumbar el culto al líder e iniciar el proceso de desestalinización tres años después de la muerte del dictador, acaecida el 5 de marzo de 1953.

Sus palabras de esa intervención fueron transmitidas, por mandato expreso del presídium del Soviet Supremo, a todas las organizaciones del partido, enviándose una copia a los dirigentes del resto de países bajo el manto de la hoz y el martillo.

La crítica a la época estalinista implicaba desmantelar su legado

De este modo, Kruschev abría una veda peligrosa, pues la crítica a la época estalinista implicaba desmantelar su legado y determinadas formas de actuar en la cúspide. Las consecuencias no tardaron en hacerse notar. Desde 1945, las sublevaciones en la esfera de Europa del Este habían sido capeadas con más o menos soltura, excepto en el caso yugoslavo por la excepcionalidad del régimen de Tito, sin los grilletes moscovitas, átomo independiente desde su mismísima fundación.

En 1953, la rebelión en la República Democrática Alemana se saldó con un rotundo aplastamiento a manos del Ejército Rojo. En junio de 1956 llegó el turno de Polonia, protagonista de huelgas y encontronazos, antesala de una revisión sistémica emprendida por el oficialista POUP, Partido Obrero Unificado Polaco, y refrendada por una inmensa adhesión entre el tejido social. El resultado fue el despido de algunos ministros, la devolución de ciertos impuestos tildados de injustos y el nombramiento, el 21 de octubre, del reformista Wladyslaw Gomulka quien, a diferencia de sus homólogos magiares, nunca quiso poner en jaque su dependencia para con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Hungría como heterodoxia

Hungría, junto a Checoslovaquia, siempre ha ostentado un perfil especial en la ecuación, tanto que si han integrado el bloque oriental ha sido más bien a regañadientes de su especificidad geográfica. Budapest ya había vivido un breve periodo comunista, de tintes más bien pesadillescos, entre marzo y agosto de 1919. El dominio soviético condujo hacia otros derroteros de hondo cariz autoritario por la exigencia de metamorfosear su economía en industrial y minera cuando siempre había amasado grandes ganancias desde la exportación agrícola.

A la insensata dureza de las colectivizaciones agrarias se unió una inflación inasumible, punta de lanza de una tenaza bien aupada por una campaña de rusificación bien visible no sólo por la sustitución de lo húngaro en lo educativo, sino por el omnímodo temor ante la presencia del Ejército Rojo, en funciones de control e invasor para conferir tranquilidad a la pésima gestión de Mátyás Rákosi, desde 1945 Secretario General del Partido Comunista Húngaro y ejemplar gregario de sus superiores, hasta ser calificado como el mejor discípulo de Stalin. Tanta devota obediencia le granjeó el odio de un nada desdeñable núcleo poblacional, y para templar los ánimos se procedió a la instalación de varios hombres de paja en el escalafón más alto, como András Hegedüs y Erno Gerö, fidelísimos a Moscú, pero la gran jugada fue la recuperación del carismático Imre Nagy, antaño desterrado por desviacionista, idóneo contrapunto para airear el Palacio y proyectar una imagen válida para simular aperturas democráticas.

placeholder Hungría en 1956.
Hungría en 1956.

El 14 de octubre de 1956 fue readmitido en el Partido, desatándose un fervor popular con cima en la multitudinaria manifestación del martes 23, cuando más de cuatrocientas mil personas entre estudiantes, obreros e intelectuales disidentes se reunieron hasta alcanzar la estatua del poeta Sándor Petöfi, a la vera del Parlamento. Fueron disueltos por la policía secreta fundada por Rákosi, si bien pocas horas después la presión ejercida provocó un profundo viraje en Moscú, hasta destituir a Gerö e hilvanar una dupla constituida por Janos Kádar en la secretaría general comunista e Imre Nagy como primer ministro, gloria y tumba de un hombre avanzado más de tres decenios a su era, anticipándose con ideas inherentes a 1989.

Su escasa semana y media como gobernante magiar deparó la mayor intensidad de la centuria al atreverse a proponer la retirada de las tropas soviéticas, formar un gobierno de coalición con ministros fuera de la órbita comunista y declarar el adiós al monopolio de estos al rebautizar el PCH como Partido Socialista Obrero Húngaro. Por si esto no bastara, en las fábricas los Consejos Obreros se autoproclamaron como el control más seguro ante cualquier abuso futuro, así como una irrompible garantía de Democracia directa.

Todos estos entusiasmos cayeron a la velocidad del sonido ante el temor soviético

Todos estos entusiasmos cayeron a la velocidad del sonido ante el temor soviético a una arriesgada involución de sus esquemas. Desde el 25 de octubre, el Ejército Rojo estuvo al acecho, desplegándose con más hechuras casi en consonancia a la invasión israelita del Sinaí, con toda probabilidad para evitar la proclamación de la neutralidad húngara y su retirada de las tropas del Pacto de Varsovia, entregadas a liquidar esta rebelión, quizá una vía alternativa al socialismo ortodoxo, quizá una intentona descabellada de adelantar el reloj, quizá, simplemente, el grito callado de un pueblo oprimido hasta los topes, por desgracia demasiado acostumbrado, como podemos comprobar en la actualidad, a soportar desde la superficie de la pirámide pesos demasiado ominosos.

El statu quo por encima de todas las cosas

La gran esperanza de Nagy, ejecutado el 16 de junio de 1958, era la intervención occidental. Los historiadores más caritativos suelen sintetizar la inoperancia de la ONU por la coincidencia con la crisis de Suez, mientras quien escribe, en consonancia con la otra vertiente interpretativa de ese octubre, se decanta más bien por cómo los Estados Unidos se cruzaron de brazos para acatar sin rechistar lo ya estipulado en la lejana conferencia de Yalta de febrero de 1945, cuando el enfermo Franklin Delano Roosevelt y el padrecito Stalin no tuvieron inconveniente alguno en acordar el reparto de unas áreas de influencia intocables, esbozadas pocos meses antes por el georgiano y Churchill con todo el cinismo imaginable mediante unos garabatos en un papel depositado pocos minutos más tarde en una papelera del Kremlin.

placeholder Caricatura de 1956.
Caricatura de 1956.

La conclusión de la semana más intensa en la corta vida de la Guerra Fría despedazó cualquier ilusión para las decrépitas glorias europeas, dio alas a Nasser para encabezar un creciente panarabismo, alegró a los Estados Unidos al impedir una hecatombe de platos rotos y proporcionó a la Unión Soviética un escaparate incomparable, tanto por su creciente papel en Oriente Medio como por el respeto de su máximo rival, a la par que socio por lo inevitable de conservar el statuo quo, hacia sus asuntos internos, pues eso y no otra cosa era Hungría. El desencanto de la militancia comunista en Francia e Italia, preludio hacia el Eurocomunismo tras la Praga de 1968 y la asunción de transitar en otras latitudes ideológicas y topográficas, era una anécdota casi chistosa, así como la insistencia obstinada de intelectuales como Albert Camus y Raymond Aron, por una vez de acuerdo en vislumbrar en Hungría un camino insólito hacia la libertad para desgajar las garras del Comunismo, pletórico como Nikita Kruschev, encaramado a la cumbre sin poder sospechar como el cénit suele ser una magnífica plataforma para despeñarse, tarde o temprano.

La amnesia del pasado lo dibuja con desfiguraciones atroces, idealizándolo en intersticios donde la Historia se movía con sigilo hacia el vértigo. Los años 50 del siglo XX suelen quedar relegados en la memoria colectiva, quizá por su situación a caballo entre la debacle del Eje y la última explosión juvenil de los sesenta. Ese paréntesis en la cronología tuvo una relevancia capital en el devenir de la Guerra Fría al consolidar sus coordenadas fundamentales. Tanto Ian McEwan como Jonathan Coe, respectivamente en 'Chesil Beach' y 'La lluvia antes de caer', lo resumieron desde el lirismo, pero las realidades masticadas en ese presente fueron mucho más cruentas, definiéndose con pavorosa frialdad durante una semana de ese peculiar otoño de 1956, cuando el mundo, sin exageraciones, contuvo el aliento.

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