Es noticia
Pezones, madres y vírgenes: ¿hacia un pin cultural?
  1. Cultura
a vueltas con la censura

Pezones, madres y vírgenes: ¿hacia un pin cultural?

Cualquiera puede demostrar lo retrógrado de su discurso si se lo propone. ¿Sale a cuenta?

Foto: Detalle del cartel de la polémica de Zahara
Detalle del cartel de la polémica de Zahara

Que este mundo nuestro, tan dogmático, volumétrico y a veces tan de Atapuerca, está lleno de pezones, madres y vírgenes que circulan alegremente y cuya visibilidad se hace imprescindible regular, nos lo recordaron la semana pasada los casos Zahara y Almodóvar. Del censor del cartel de 'Madres paralelas' no diremos mucho: es un desconocido ciudadano indio a quien Instagram ha pagado unos céntimos por pulsar un botón si veía algo raro (un pezón con una gota de leche, nada menos); luego la red de Zuckerberg ha pedido perdón y ya está. Pero, ¿tú sabes la semana que han tenido el promotor de conciertos y los políticos socialistas con lo del concierto de Zahara? En pleno agosto toledano. Con este calor.

Censurar no cuesta dinero ni lo da. No está en el sueldo —a menos que trabajes en Vox—, pero por algún motivo no falta quien lo desempeñe. Se hace por convicción, por superioridad o mejor dicho por inferioridad moral. Reporta palmaditas en la espalda, pero también impopularidad. Censurar es un trabajo extra que no vas a cobrar. Solo quien asume la docta tarea de decirte lo que te conviene o no ver conoce las incomodidades que conlleva. Te crees en el “lugar correcto” y no necesitas aclarar contradicciones morales; así puedes quejarte como cristiano sin ver la necesidad de denunciar los históricos abusos infantiles de la Iglesia. Puedes ser de izquierdas o derechas, y ser un buen censor/a. Cualquiera puede demostrar lo retrógrado de su discurso si se lo propone. ¿Sale a cuenta?

placeholder El cartel de 'Madres paralelas', el nuevo film de Pedro Almodóvar
El cartel de 'Madres paralelas', el nuevo film de Pedro Almodóvar

La censura ya no es lo que era. Hubo un tiempo en que era anónima, artesanal, pretecnológica. Franco vivía, y aunque era harto improbable que en su tocadiscos giraran discos de menos de 78 revoluciones por minuto con otra música que no fueran marchas militares, mandó rallar con punzón las canciones indisciplinadas de los vinilos de la época. Era un trabajo manual: esos discos hoy valen, merecidamente, una pasta. Si alguna canción se escapaba —podía pasar cuando los letristas tiraban de metáforas, como hicieron Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán con su gloriosa 'Señora azul'— la radio tomaba cartas en el asunto poniendo un pitido encima de la parte blasfema. Los discos podían ser el de American Pie de Don McLean (cuyo verso “el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo” fue reemplazado por un molesto ruido), los Beatles (que en 'The Ballad of John and Yoko' decían “Puedes casarte en Gibraltar, cerca de España”, y hasta ahí podíamos llegar) o Gainsbourg-Birkin (¿pero que es esta guarrada de 'Je t’aime… moi non plus'?).

El periodista musical gallego Xavier Valiño, que hace unos años dedicó a este asunto una tesis doctoral que luego convirtió en su libro 'Veneno en dosis camufladas' (Milenio 2012), llegó a la conclusión de que el Index Discorum Prohibitorum del régimen proscribió, entre 1960 y 1977, hasta 4.343 canciones. Parte de ellas, paradójicamente, dentro de la Ley de Prensa e Imprenta promulgada por el ministro Manuel Fraga en 1966, en plena expansión del rock. La Transición fue un periodo de laxitud —recordar la foto de 1978 del alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván con la vedette Susana Estrada, con un pecho fuera— en el que el destape relajó las hormonas del pueblo español. Pero aún entonces, en 1983, un grupo punk formado por cuatro chicas, Las Vulpess, (re)escandalizó al país con su interpretación en televisión de 'Me gusta ser una zorra', versión terrible del 'I wanna be your dog' —canción simple como el asa de un cubo: el "Smoke on the water" de los punks— y la banda y el programa (Caja de ritmos, de Carlos Tena) fueron borrados de la faz de la tierra. Fue el primer frenazo, la constatación de que íbamos muy rápido, de que igual no éramos tan libres.

Tenaz pero obvia, literal y burlable, la censura (post)franquista —de la que Francisco Umbral hablaba irónicamente bien: decía que le sentaba bien a su inteligencia y hacía su escritura más fina y escurridiza— parecía haber quedado atrás. No para la facción más radical del rock, es cierto, sobre todo la vasca: quedaban años de controversia alrededor de grupos como Soziedad Alkoholika, cuya letras siempre fueron vistas desde los juzgados como peligrosas cerillas encendidas en plena fábrica de explosivos. O para cantautores como Javier Krahe, cuyo expediente por la emisión en Canal +, en 2004, de un vídeo de 1977 en el que literalmente asaba un Cristo, estuvo abierto durante siete años. El testigo como música peligrosa lo recoge últimamente el hip hop, género lenguaraz por antonomasia, el único con presos por letras de canciones, como Pablo Hasel, o con un anacrónico prófugo en Bruselas como Valtonyc, también condenado por meterse con el rey emérito, pese a que sobre este recaigan ya más dudas éticas que certezas históricas.

Seguimos haciendo perder tiempo a músicos que intentan llevarse cien pavos al bolsillo

El caso es que no, no somos tan libres: seguimos haciendo perder tiempo a músicos que intentan llevarse cincuenta o cien pavos al bolsillo —Zahara algunos más— y a un público que ya cuesta le bastante salir de casa entre el calor, la depresión y la pandemia, trabados en un asunto que habría que tener ya aprendido de casa, que es la libertad de expresión en lo creativo. Constará como una anomalía más en el informe State of Artistic Freedom, que el año pasado analizaba 711 violaciones de expresiones artísticas en 93 países y arrojaba el dato de que España es el país con mayor número de encarcelamientos (14) por cuestiones relacionadas con expresión artística, por encima de Irán o Turquía.

Ya, ya sé que no ha sido para tanto. Pero ahí tienes un nuevo caso de artista mártir. Qué incomodidad la de Zahara (o Almodóvar), ahora mismo chapoteando en la piscina de bolas del agasajo no deseado por parte de la profesión. Aunque la censura —y esto demuestra lo torpe de quien la practica— honra y hasta da potencia al discurso de quien la recibe, también le hace retroceder a casillas inesperadas. Eso por un lado. Por otro, se ve venir la hipótesis de una política cultural ultraderechista —que ya tiene representación en el territorio nacional: Murcia—, históricamente más proclive a que las obras, ante la duda, mejor no existan. Aviso, entonces, para navegantes: ojo al pin cultural.

Que este mundo nuestro, tan dogmático, volumétrico y a veces tan de Atapuerca, está lleno de pezones, madres y vírgenes que circulan alegremente y cuya visibilidad se hace imprescindible regular, nos lo recordaron la semana pasada los casos Zahara y Almodóvar. Del censor del cartel de 'Madres paralelas' no diremos mucho: es un desconocido ciudadano indio a quien Instagram ha pagado unos céntimos por pulsar un botón si veía algo raro (un pezón con una gota de leche, nada menos); luego la red de Zuckerberg ha pedido perdón y ya está. Pero, ¿tú sabes la semana que han tenido el promotor de conciertos y los políticos socialistas con lo del concierto de Zahara? En pleno agosto toledano. Con este calor.

Música Instagram
El redactor recomienda