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Eric Rohmer, el cineasta de todos los amores y de todas las estaciones
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CRONICA CULTURETA

Eric Rohmer, el cineasta de todos los amores y de todas las estaciones

El centenario del nacimiento del realizador francés remarca su influencia teórica y práctica más allá de 'La nouvelle vague'

Foto: El cineasta Eric Rohmer
El cineasta Eric Rohmer

Recuerdo haber entrevistado a Eric Rohmer (1920-2010) en su domicilio parisino, a la orilla izquierda de los Campos Elíseos. Y lo recuerdo ya en su decrepitud. Impresionaba el aspecto de 'Nosferatu' que había adquirido. Alopécico. Enjuto, macilento, los ojos azules y saltones. Los dientes desordenados. Los dedos largos y rígidos. Y una estatura imponente.

No parecían los presupuestos estéticos desde los que Rohmer iba a hacer una película tan bucólica y pastoril como fue 'Los amores de Astrée y Celadón'. Se estrenó en 2007 y sería la última de su repertorio, pero la maldad de sus detractores hace sospechar que todavía no ha terminado la proyección.

En efecto, es a Rohmer al cineasta a quien más se imputa la exasperante lentitud y contemplación, cuando no las pajas mentales -y no solo mentales- de sus protagonistas aburguesados. Reflejó con más acierto que nadie la idea Peter Bogdanovich cuando dijo que en las películas de Rohmer veíamos crecer la hierba.

Pero Rohmer, cuidado, ha reunido en su larga trayectoria de crítico -'Cahiers du cinema'- y de cineasta tantos detractores como partidarios. No se explica sin Rohmer la teoría y la práctica de La nouvelle vague. Ni se le puede negar incluso la unanimidad de la crítica en algunas de sus películas magistrales. La primera de las grandes fue 'Mi noche con Maud'. Y la última maestra puede que fuera “La inglesa y el duque”. No ya original porque Rohmer planteaba la crueldad de la Revolución francesa en su pulsión vengadora y sanguinaria -otra vez desde un ángulo reservado, interior-, sino porque transformaba los exteriores en unos decorados explícitamente pictóricos. Estaban concebidos a semejanza de un óleo, de tal manera que los personajes parecían alojarse y desenvolverse en un cuadro de verdad. O de mentira, ya que de ficciones hablamos.

No se explica sin Rohmer la teoría y la práctica de 'La nouvelle vague'. Ni se le puede negar incluso la unanimidad de la crítica

Quería demostrarse Rohmer la vigencia de su capacidad innovadora. Y su destreza con las nuevas tecnologías, despechándose de quienes le reprochaban su concepción artesanal y contemplativa. Porque utilizaba la luz natural. Y porque se recreaba en un exquisito lirismo a pesar de que las películas perseveraban en el prosaísmo de las escenas cotidianas.

Puede que sea un error no ya caricaturizar a Rohmer, sino categorizarlo. Él mismo no hizo otra cosa que desmentirse y reinventarse. No respecto a la búsqueda de la esencialidad ni respecto a la importancia del azar, pero sí en relación con las ambivalencias y los vaivenes de su ejecutoria.

Rohmer hizo escándalo con 'La Marquesa de O' y poesía con 'Pauline en la playa'. Y no fue un moralista, todo lo contrario, pese a la reputación de sus cuentos morales. Sí fue un cineasta para todos los amores, del más profundo al más superficial, y para todas las estaciones.

Ninguna más elocuente y recurrente que el verano. Se diría que la predisposición de sus personajes a filosofar sobre el amor y el desamor adquiere mayores facultades en la época de ocio y el descanso. Una playa, un balneario, acomodan la atmósfera donde se cuajan las pequeñas historias de los grandes sentimientos.

Rohmer las trasladaba en seco, sin música ni antecedentes o explicaciones. Los franceses lo llaman 'tranche de vie'. Fragmentos de vida. Episodios no tanto biográficos como momentos existenciales-sentimentales. Monólogos interiores, aunque muchas veces tanta disquisición intelectual y tanto empalago subjetivo encubran el instinto atávico del sexo, las pulsiones primarias.

Rohmer vivía en París, a la orilla izquierda de los Campos Elíseos. Y fue París el escenario recurrente de sus películas. También le sucedió a Truffaut y a Godard. E igual que ellos no buscó los escenarios turísticos, sino la ciudad como reflejo de una cotidianidad y de un estado de ánimo. Un París contado desde dentro, igual que desde dentro Rohmer narraba los estadios de amor. Narraba quiere decir que era un prosista, igual que Pasolini era un poeta. Así se reconocieron ambos en una “querella” que agitó el cine de autor a mediados de los sesenta y que la editorial Anagrama recogió en un ensayo descatalogado.

¿Qué fue Rohmer para el cine? ¿Y qué fue el cine para Rohmer? La primera pregunta tiene sentido dilatarse con ocasión del centenario de su nacimiento. La segunda la acuñó el mismo. Porque Rohme era filólogo, fue periodista, sabía, escribir y sabía pensar:

“Las definiciones existentes sobre la singularidad del cine”, decía, “son tan fragmentarias que quiero proponer otra: la cualidad más destacada de la cámara es fijar el instante. A través de su posibilidad de reproducir lo único infinitas veces, la cámara convierte al acontecimiento puro en arte, al arte menor en arte mayor."

placeholder Rubén Amón
Rubén Amón

Recuerdo haber entrevistado a Eric Rohmer (1920-2010) en su domicilio parisino, a la orilla izquierda de los Campos Elíseos. Y lo recuerdo ya en su decrepitud. Impresionaba el aspecto de 'Nosferatu' que había adquirido. Alopécico. Enjuto, macilento, los ojos azules y saltones. Los dientes desordenados. Los dedos largos y rígidos. Y una estatura imponente.

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