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Una hermosa putada (un relato del coronavirus)
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decameron 20 20

Una hermosa putada (un relato del coronavirus)

Hemos reclutado a los mejores escritores en español para que nos brinden historias con que resistir al encierro; nuestra invitada de honor de hoy es Alberto Olmos. Relájense y disfruten

Foto: Balcones
Balcones

Fue fácil diseñar las gafas de plástico que dieron entrada al año nuevo, pensó Claudio, asomado a la ventana de su salón. La calle estaba vacía y su vista no acababa de posarse sobre nada en concreto. La quietud le aburría, de modo que reorientaba constantemente su mirada en busca de algo que anduviera, se arrastrara, rodara o fuera empujado. Pero la calle había perdido todo su espectáculo, era un teatro sin barrer después de la última función.

Las gafas de 2019 sí que fueron difíciles de hacer, consideró. A ver quién ponía un ojo dentro de un nueve. Desde el año 2000 había sido muy complicado eso de hacer gafas de colorines sin cristales y muy payasas para que la gente se las pusiera el 31 de diciembre. Hasta que llegó 2020, fue un infierno. Pero en 2020 todos los fabricantes de gafas payasas verde fosforito respiraron aliviados. Esto está chupado, pensaron, pensó Claudio.

Dentro de su casa tampoco se movía gran cosa. No tenía perro. Se movía sólo él, y 40 metros cuadrados de aire. Si no lo había entendido mal, no podía salir a la calle salvo para hacer acopio de alimentos. Como era soltero y obediente, salió a la calle hace una semana y no volvería a salir hasta dentro de otra. Un virus mantenía a raya a toda la ciudad. La cosa parecía llevadera. Estar en casa y esperar a que te dejaran salir. Tenía 346 libros en el cuarto del fondo, de los que había leído 13, abandonado 10 y no abierto nunca el resto. Hizo este cálculo a lo tonto, pero no andaría muy alejado de la realidad. Cogió sus gafas de ver de cerca y se fue hacia la biblioteca.

Tenía 346 libros en el cuarto del fondo, de los que había leído 13, abandonado 10 y no abierto nunca el resto

Podía leer un libro ya leído, acabar uno empezado o empezar uno de los muchos que nunca había abierto. Le pareció todo un dilema, teniendo en cuenta que a lo mejor se acababa el encierro antes de que pudiera acabarse el libro. No era muy dado a leer. Había recibido los libros en herencia, junto al piso en Chamberí. El piso en Chamberí le daba de comer. Los libros no los tiró porque el piso en Chamberí (1300 euros al mes) le daba de comer, y su abuelo merecía un respeto. Suyos, suyos, a lo mejor eran cuatro.

Decidió leerse el 'Quijote', porque le salió al paso dos veces. Lo tenía repetido. Un ejemplar, en un solo tomo, de su abuelo, y otro, en dos tomos, suyo. Decidió leer el ejemplar de su abuelo.

Dedicó media hora a la lectura y volvió a la ventana. Eran las siete de la tarde. Enfrente de él vivía, también en un tercero, un matrimonio de jubilados. El marido solía salir al balcón a vigilar la calle un ratito cada hora. Si pasaba alguien por debajo que no llevara un carrito de la compra, bolsas de plástico llenas de comida o un perro, le increpaba. Se había tomado muy en serio este señor lo de la cuarentena, y le reventaba que otras personas se la saltaran alegremente. Su mujer sólo salía al balcón cuando tenía que meterlo en casa a empujones para que dejara de llamar “hijo de puta” a un transeúnte.

Acudió a la ventana con cierta premura, pues le daba algo de vergüenza que pareciera que le tenían que recordar lo de los aplausos

Leyó hasta las ocho, cuando empezaron los aplausos. Se había establecido esa hora y ese jaleo para darse ánimos durante el encierro, y para agradecer la labor que realizaba tanta gente en los hospitales. Claudio acudió a la ventana con cierta premura, pues le daba algo de vergüenza que pareciera que le tenían que recordar lo de los aplausos. Cuando uno lee, socializa poco.

Con las prisas, llevaba las gafas puestas y, después de algunos segundos de chocar palmas, decidió quitárselas y colgárselas del cuello del jersey. Todo esto fue muy confuso. Quería dejar de aplaudir, quería quitarse las gafas, quería colgárselas del jersey y quería volver a aplaudir. Pero en algún punto se lió, y las gafas fueron aplaudidas hacia el vacío de la calle vacía, sobre cuyo asfalto resquebrajado se fueron a resquebrajar. Claudio se puso blanco.

Nadie lo había visto, o eso le parecía a él. Aplaudía todo el mundo en ventanas y balcones, pero nadie había reparado en que al vecino del 23, piso tercero, se le acababan de caer las gafas al suelo. Vamos, a la calle. La verdad es que ni siquiera habían hecho ruido al estrellarse.

Claudio dejó de aplaudir y volvió a su sofá y abrió el Quijote, que obviamente no podía leer. Sólo estaba disimulando. Cuando tuvo claro que todo el vecindario estaba ya dentro de sus casas, volvió a la ventana para buscar sus gafas. Miró hacia la calzada con la seguridad de ir a verlas enseguida, pero no las veía. A lo mejor si se ponía las gafas podría ver las... Qué tonto soy, pensó. Y además son de cerca.

Si le llegaba un mail del gobierno diciéndole que el encierro había terminado, no podría leerlo. Qué hermosa putada, pensó

Eran las ocho y veinte y empezaban a encenderse las luces de la ciudad. Si pasaba algún coche sus gafas podrían destruirse del todo, quedar inservibles. No podría ver la tele, además, ni leer en la pantalla del ordenador las evoluciones del virus. Si le llegaba un mail del gobierno diciéndole que el encierro había terminado, no podría leerlo. Qué hermosa putada, pensó.

Tenía que bajar cuanto antes a por sus gafas. Por la luz solar, por los coches y por el mail del gobierno. Así lo hizo, tranquilamente, hasta el portal. Bajó por las escaleras en lugar de usar el ascensor, como es lógico. Sin tocar la barandilla. En su edificio sólo vivían ancianos, y no había visto llegar allí ninguna ambulancia, así que anduvo más o menos confiado. Pero en el portal la aventura se volvía demasiado excitante. Era ilegal salir de casa. Por la noche no hay nada que comprar. No tenía perro. ¿Qué hace este hombre en la calle? Iba a acabar en la cárcel por leer el 'Quijote' y aplaudir a los médicos. Pocas injusticias semejantes.

Levantó la vista y no vio al vecino en el balcón. Su ronda era impredecible. Abrió la puerta y miró a ambos lados de la calle. El silencio venía modulado por una bonita brisa de primavera. Bueno, pensó. Dio unos pasos, encorvado, y pasó entre dos coches y luego se acuclilló sobre el asfalto. No veía sus gafas. Empezó a tantear el asfalto con ambas manos. Encontró varias colillas y un palo de piruleta. Miró hacia su casa, hacia su ventana, y se alineó perfectamente con ella. Las gafas habían descrito una parábola precisa, rectilínea, debían estar entre el punto en el que él se hallaba y los coches del otro lado de la calle. O un metro a derecha o a izquierda. Tampoco rebotaban tanto unas gafas.

Miró hacia arriba y vio a su vecino en el balcón, muy asomado y con un cartón de huevos en una mano

Avanzaba a rastras por el suelo en mitad de la calle vacía y de la ciudad encerrada, buscando sus gafas. Oyó un mínimo crujido, y luego se miró la mano y estaba pringosa. Otro crujido le asaltó por detrás. Miró hacia arriba y vio a su vecino en el balcón, muy asomado y con un cartón de huevos en una mano. Con la otra iba preparando el siguiente tiro.

-¡Hijo de puta!

Corrió hacia su portal. El vecino estampó su tercer huevo contra el cristal de la puerta, y Claudio vio cómo la clara y la yema se iban deslizando poco a poco. Madre mía, pensó, me está tirando comida.

Llegó a su casa avergonzado, y un poco asfixiado después de cuarenta escalones. Enseguida se metió en la cocina y se hizo un té, la cena, otro té; cenó allí mismo. Todo para no entrar en el salón y ser visto por el vigilante del barrio. A lo mejor entraba en el salón y lo encontraba todo perdido de huevos y lechugas y tomates y latas de atún. El vecino tenía mucha fuerza tirando cosas. Le tocaría ir mañana a comprar más munición.

Pasadas dos horas, Claudio decidió bajar los automáticos y dejar la casa sin luz. Así el vecino pensaría que se había ido a dormir o, en todo caso, podría entrar en el salón sin ser visto. Así lo hizo. El vecino ya no estaba. Claudio se asomó a la ventana y miró hacia la calle. Se veían perfectamente los dos huevos estampados sobre el asfalto, pero no sus gafas.

Asumió que tendría que pasar la cuarentena sin ellas. Quince días, otros quince días y a lo mejor hasta tres meses. Eso no lo sabía nadie. Los periódicos. De pronto todo lo que quería hacer precisaba de ponerse sus gafas de ver de cerca. Hasta se había hecho el té del té que no le gustaba.

Entendió además que ya no podría mirar más por la ventana, no fuera a chillarle el vecino. Se habría quedado con su cara, con una fuerte impresión general, en todo caso. No vivía otro cuarentón de pelo negro en su edificio aparte de él. La búsqueda de sus gafas de ver de cerca le iba a impedir mirar a lo lejos, pues la ventana del salón era la única que daba a algún horizonte. Aparte de estar condenado a ver sólo de cerca precisamente sin sus gafas de ver de cerca.

Qué hermosa putada, se dijo. Y se puso a reír.

Luego cerró los ojos y se apretó los párpados con los dedos hasta ver pequeños destellos de colores. Qué bien eso de que 2020 parezca unas gafas, pensó.

placeholder 'Guardar las formas' (Literatura Random House)
'Guardar las formas' (Literatura Random House)

* Nuestro invitado en esta ocasión es el escritor y columnista de Cultura de El Confidencial Alberto Olmos. Su último libro publicado es el conjunto de relatos 'Guardar las formas (Literatura Random House), una magnífica reflexión acerca de la libertad creadora y el uso del lenguaje.

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En el siglo XIV la peste azotó Italia. Giovanni Boccaccio escribiría años más tarde una obra cumbre de la literatura universal: el Decamerón, donde diez amigos huyen de Florencia a una villa campestre y matan el tiempo contándose historias ligeras, picantes y divertidas. El Decamerón nos recuerda qué importante es la evasión cuando el terror de la enfermedad oprime a los hombres, y en El Confidencial no estamos dispuestos a que las noticias sobre el coronavirus sean todo cuanto tenemos que ofrecerles. Les abrimos en esta sección una puerta abierta a otros paisajes. Hemos reclutado a los mejores escritores para que nos brinden historias que nos sirvan como mascarillas del espíritu, para protegernos del virus de la obsesión. Podrán leerlos miércoles, viernes y domingos.

Si lo desean, pueden enviarnos sus historias a decameron2020@elconfidencial.com

Fue fácil diseñar las gafas de plástico que dieron entrada al año nuevo, pensó Claudio, asomado a la ventana de su salón. La calle estaba vacía y su vista no acababa de posarse sobre nada en concreto. La quietud le aburría, de modo que reorientaba constantemente su mirada en busca de algo que anduviera, se arrastrara, rodara o fuera empujado. Pero la calle había perdido todo su espectáculo, era un teatro sin barrer después de la última función.

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