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La gran matanza empezó con un bostezo
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La gran matanza empezó con un bostezo

Éric Vuillard aporta una visión desgarradoramente poética de la Guerra del 14 y retrata la frivolidad con que la concibieron los estadistas, reyes y generales

Foto: El escritor francés Eric Vuillard (REUTERS)
El escritor francés Eric Vuillard (REUTERS)

La I Guerra Mundial acaso fue un capricho, una frivolidad. Una partida de cartas entre reyes y emperadores saciados, aburridos. Sabemos que hubo una chispa incendiaria, el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, pero no están claras las verdaderas motivaciones que desquiciaron la masacre, más allá de la vanidad, el ardor castrense y la decadencia. La paz que prevalecía en Europa engendró una atroz fosa común. Las trincheras arañaron la tierra. Y Occidente se consumió en una orgía de sangre. Antes de la Guerra... hubo vacaciones.

Éric Vuillard no es un historiador, pero la audacia de narrador, el instinto de novelista, le permite llegar a la verdad por el camino de la mentira. Que es el camino de la ficción y de las libertades estéticas, hasta el extremo de que Vuillard encuentra una poética que trasciende la guerra misma.

placeholder 'La batalla de Occidente', de Eric Vuillard
'La batalla de Occidente', de Eric Vuillard

'La batalla de Occidente' no es un libro que estudia la I Guerra Mundial. Más bien la destripa. Y la interpreta como un proceso de feroz endogamia y de ceguera colectiva. Europa conspiró contra sí misma. El nacionalismo, el populismo y el fanatismo reventaron la convivencia. Y sacrificaron a millones de civiles y de soldados. El gran bostezo predispuso la arcada de la vomitona. La guerra de la aviación y de los caballos. El olor a miel y anís de la pólvora. Los tullidos. Las caravanas de niños y ancianos. Las mujeres fabricando obuses febrilmente. Y el estruendo feroz que Jünger narraba en sus memorias ('El teniente Sturm').

Llega el libro de Vuillard siete años después de haberse publicado en Francia, pero el retraso no reviste la menor importancia. No hace falta una conmemoración para oficiar una autopsia de la Gran Guerra.

Ni necesita Vuillard una “percha” para escrutar la oscuridad de las almas y la negligencia de los estadistas. ¿Cómo iba a declararle la guerra Guillermo II a Jorge V si eran primos?

El novelista francés humaniza a los artífices de la barbarie en la acepción más cruda

Vuillard ha expurgado archivos y documentos. Se ha ilustrado y esmerado en las bibliotecas, pero la erudición adquirida en el proceso de inmersión no contradice la perspectiva de una mirada original. El novelista francés escribe desde el siglo XXI. Y humaniza a los artífices de la barbarie en la acepción más cruda. También somos humanos cuando nos exterminamos, aunque el magnetismo de la “novela” de Vuillard se aloja en su hermosura narrativa, en la insólita eufonía que dislocan los brochazos del Apocalipsis.


“Oímos cantar el río, nos deslumbra con sus jirones de plata. Están mallí, miles de bocas abiertas, la luz llueve sobre el sueño. Imaginemos sus blancas aletas de la nariz estremecidas por el viento del atardecer y veamos esos miles de boquetes rojos abiertos en el abdomen, la espalda, imaginemos esos cuerpos despedazados, la hierba negra”.

¿Qué pasó entonces? El magnicidio expuso la rebelión del nacionalismo serbio. Y el anciano emperador Francisco José decidió sofocarlo sin excesiva convicción, aunque la intervención militar, excitada por el ardor guerrero de Prusia, hizo temblar el precario tablero. Se recrudecieron los odios antiguos. Y se amontonaron las declaraciones de guerra como antes se amontonaron las declaraciones de amor. Y nadie terminó acordándose de Sarajevo.

Prentendiéndolo o no, Vuillard evoca 'El mundo de ayer' de Zweig -la coreografía del vals que condujo al suicidio de Europa-, pero también redunda en la intrahistoria narrativa de Jean Echenoz, cuyo pequeño librillo sobre la Gran Guerra es un inmenso retrato de la atrocidad. No desde la gran estrategia militar ni desde la geopolítica, sino desde la convivencia y la cotidianidad que abnegaban de sangre los campos de amapolas.

placeholder '14', de Jean Echenoz
'14', de Jean Echenoz

No cabe mejor síntesis que un título algebraico, '14', como expresión sintética de una guerra que degeneraba con los hallazgos científicos -los gases- y con los prodigios bélicos (la ametralladora, el avión, el tanque) a medida que se dilataba la expectativa del armisticio.

La guerra que inventó el mocasín -los tullidos no podían atarse los cordones- y el reloj de pulsera como remedio a las necesidades de los aviadores, testigos cenitales ellos del infierno hecho verbo con el pulso lírico, minimalista y emocionante de Echenoz en su clarividencia beckettiana. Ya la había demostrado retratando a Ravel en la bañera, a Zatopek recogiendo basura cuando fue defenestrado y a Tesla en el laberinto de su sabiduría, pero la “aprehensión” del 14 permite conocer la guerra de las guerras a través de una gota de sangre.

Es la eucaristía de la maldición, el eterno retorno de la hemorragia. La I Guerra Mundial tenía que haber sido el escarmiento absoluto, pero terminó convirtiéndose en el antecedente de un conflicto aún peor, exacerbando los mismos presupuestos de nacionalismo, supremacismo y fanatismo que Vuillard describe en la página 50, como la descripción del pecado original.

“La victoria venidera deberá ser proporcional a los sufrimientos padecidos. El populismo será una manera eficaz de remedar la democracia, conservando todos los valores del viejo orden; el nacionalismo imitará el fervor de los nacionalismos republicanos sin las ideas políticas de la Revolución; expresa una teoría del dolor a través del destino de un pueblo. Será el postrer don del dios austero de los predicadores, la fórmula de su desquite: avanzar en el espíritu moderno cuanto pueda salvar del antiguo, al igual que los kamikaze llevaban en la cabina del avión su sable de samurai”.

placeholder Rubén Amón
Rubén Amón

La I Guerra Mundial acaso fue un capricho, una frivolidad. Una partida de cartas entre reyes y emperadores saciados, aburridos. Sabemos que hubo una chispa incendiaria, el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, pero no están claras las verdaderas motivaciones que desquiciaron la masacre, más allá de la vanidad, el ardor castrense y la decadencia. La paz que prevalecía en Europa engendró una atroz fosa común. Las trincheras arañaron la tierra. Y Occidente se consumió en una orgía de sangre. Antes de la Guerra... hubo vacaciones.

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