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El '22 de julio' de Anders Breivik: pánico y masacre en la isla de Utoya
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El '22 de julio' de Anders Breivik: pánico y masacre en la isla de Utoya

La matanza del terrorista de extrema derecha contra "el multiculturalismo y el Islam" daba para una buena historia pero el director Paul Greengrass no ha sabido sacarle todo su jugo

Foto: '22 de julio'
'22 de julio'

El 22 de julio de 2011, el terrorista de extrema derecha Anders Behring Breivik hizo explotar una bomba frente a un edificio del gobierno de Oslo antes de masacrar a decenas de jóvenes, la mayoría de ellos hijos de políticos, en la cercana isla de Utoya. Setenta y siete personas murieron y otros cientos resultaron heridas por culpa de lo que Breivik definió como su guerra personal para recuperar Noruega y Europa de las garras del liberalismo, el multiculturalismo y el Islam. El suceso monopolizó a los medios de todo el mundo durante los días posteriores a los atentados, y después nuevamente cuando el único detenido utilizó su proceso judicial para hacer propaganda de su infame cosmovisión.

Sobre el papel, esta desgarradora historia debería funcionar a modo de material dramático idóneo para Paul Greengrass; a lo largo de su carrera, gracias a títulos como 'Bloody Sunday' –sobre la violencia militar británica en Irlanda del Norte– o 'United 93' –sobre los horrores del 11-S–, el inglés se ha confirmado como uno de los directores a los que hay que llamar cuando se trata recrear tragedias históricas modernas. Sin embargo, si aquellas obras previas aparecían despojadas de todo contexto para centrarse en la reconstrucción de los acontecimientos a tiempo real –o casi–, '22 de julio' hace un uso más tradicional de la cronología narrativa. Eso por sí solo serviría para explicar por qué carece de la capacidad de impacto de aquellas, pero no por qué resulta tan rutinaria y tediosa.

Sus primeros cuarenta minutos son, como cabría esperar, una avasalladora recreación del bombardeo y la masacre. Somos testigos del terror de los chicos en el campamento; de cómo la confusión se convierte en pánico a medida que los padres van conociendo los acontecimientos; de la desconcertada preocupación de las autoridades, que tratando desesperadamente de responder a la amenaza con sus limitados recursos.

En todo caso, decimos, lo sucedido el 22 de julio ocupa solo el primer acto de lo que en realidad es un repaso de todo el proceso policial y judicial al que fue sometido Breivik, por un lado, y un sentimental retrato de la dura terapia de rehabilitación física y mental que tuvo que afrontar una de sus víctimas –y que pretende funcionar como metáfora de todo un país herido–, por el otro. Y, en el proceso, Greengrass en ningún momento exhibe ni la musculatura visual y narrativa ni la habilidad para hacernos sentir empujados al centro mismo de la acción de las que ha hecho gala en el pasado. Se limita a acumular escenas para reproducir lo sucedido pero sin intención alguna de generar intensidad dramática, y en su camino va sorteando de forma testaruda asuntos potencialmente interesantes como las causas de fondo que impidieron al país tanto prevenir algo así como neutralizarlo de forma efectiva, o el oprobio del que fue víctima el abogado de Breivik por el mero hecho de verse obligado a proporcionar a un monstruo la defensa que la ley le garantizaba.

placeholder El director de cine británico Paul Greengrass posa durante la presentación de su película '22 de julio' en la 75 edición del Festival de Venecia. (EFE)
El director de cine británico Paul Greengrass posa durante la presentación de su película '22 de julio' en la 75 edición del Festival de Venecia. (EFE)

'22 de julio' no es la primera película en rememorar los atentados de Noruega; hace unos meses se presentó en la Berlinale 'Utoya. 22 de Julio', un plano secuencia de hora y media centrado exclusivamente en la masacre de la isla. Su director, Erik Poppe, fue duramente criticado por convertir la muerte y el sufrimiento de personas reales en un virguero entretenimiento, pese a que el terror y la tensión que generaba en el espectador servían a modo de pertinente reflexión sobre lo fútil que puede llegar a ser la tragedia humana. Greengrass, en cambio, ha hecho '22 de julio' con el objetivo de no herir las sensibilidades de nadie, y como resultado tampoco ofrece ni entretenimiento ni verdadera reflexión. En última instancia se limita a celebrar la capacidad de la sociedad para hacer prevalecer sus valores de tolerancia e integración frente a la propagación del odio. La realidad nos demuestra que no hay motivos para celebrar nada.

El 22 de julio de 2011, el terrorista de extrema derecha Anders Behring Breivik hizo explotar una bomba frente a un edificio del gobierno de Oslo antes de masacrar a decenas de jóvenes, la mayoría de ellos hijos de políticos, en la cercana isla de Utoya. Setenta y siete personas murieron y otros cientos resultaron heridas por culpa de lo que Breivik definió como su guerra personal para recuperar Noruega y Europa de las garras del liberalismo, el multiculturalismo y el Islam. El suceso monopolizó a los medios de todo el mundo durante los días posteriores a los atentados, y después nuevamente cuando el único detenido utilizó su proceso judicial para hacer propaganda de su infame cosmovisión.

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