Es noticia
El gran fiestón del milenio: 30 años del verano del MDMA, las 'raves' y el acid-house
  1. Cultura
EN INGLATERRA, IBIZA O CHICAGO

El gran fiestón del milenio: 30 años del verano del MDMA, las 'raves' y el acid-house

La lógica de las 'raves', juergas autoorganizadas y rebosantes de éxtasis, empapó por completo los años noventa y alcanza nuestros días en forma de triste resaca

Foto: Las raves eran perseguidas por la policía y animadas por estupefacientes, sobre todo el MDMA (EFE)
Las raves eran perseguidas por la policía y animadas por estupefacientes, sobre todo el MDMA (EFE)

Inglaterra, 1988. La revolución derechista de Margaret Thatcher ha calado por completo en el país. El individualismo, la obsesión por ganar dinero rápido y las privatizaciones de servicios públicos hicieron puré a una izquierda cada vez más deprimida y desorientada. La cultura pop refleja el momento con el dominio de los productores Stock, Aitken y Waterman, caudillos de una cadena de montaje de superventas inmaculados que incluye a Kylie Minogue, Jason Donovan y Rick Astley. Por supuesto, hay resistencia, con artistas con orgullo de clase trabajadora como The Smiths , The Communards y The Housemartins. El problema es que sus éxitos resultan anecdóticos comparados con una apisonadora que consiguió colar cien canciones en lo alto de las listas, vender cuarenta millones de discos y facturar sesenta millones de libras solo en la década de los ochenta.

Foto: Eddie Vedder, vocalista de Pearl Jam en un concierto en marzo de 2018 en Santiago de Chile. (EFE)

El reflejo de todo esto eran las discotecas en el centro de las ciudades, donde se exigía camisa y zapatos, cobraban las copas a precio de oro y apostaban por aquel pop ingenuo, eufórico y totalmente desconectado de la dura realidad de los jóvenes. “Cuelguen al disckjockey/ porque la música que pone todo el rato/ no me dice nada sobre mi vida”, cantaba con acierto el afilado Morrissey, la versión indie del gran Oscar Wilde. En este contexto, sin que nadie lo esperase, llega una revolución rítmica y democrática: las fiestas electrónicas en descampados, fábricas abandonadas y cualquier espacio descartado por el capitalismo thatcherista. Hablamos de juergas autoorganizadas, perseguidas por la policía y animadas por estupefacientes, sobre todo el MDMA, que fomenta la empatía con tus semejantes (toda un desafío al ideario ególatra del thacherismo). La lógica de las raves -nombre de estas fiestas en inglés- empaparía por completo los años noventa y alcanza nuestros días. Toda esa cultura conectaría con el gran público en 1992. Las radiofórmulas programaban sin cesar esos ritmos y se organizó una rave en los prados de Castlemorton, donde más de 20.000 jóvenes bailarían gratis durante varios días, ante la impotencia de las autoridades. Entonces el sistema se puso serio y el primer ministro, John Major, decidió legislar contra el fenómeno.

Proletariado psicodélico vs. Policía pérdida

Casi siempre que entrevisto a algún músico que vivió aquel periodo noto cómo le brillan los ojitos al recordarlo. Es el caso de Andrew Weatherall, músico y productor de discos míticos en aquellos años. Con una sonrisa maliciosa, recordaba como -muy al principio- los agentes de Scotland Yard no tenían la más remota idea de lo que estaban persiguiendo. “Metían a dos raveros en una sala de interrogatorios y estos no paraban de reírse. Los oficiales no comprendían cómo aquellos chicos podían aguantar tantas horas despiertos. Las fiestas se organizaban en secreto y se promocionaban en emisoras de radio piratas, así que las autoridades asumían que tenía que haber algún objetivo político detrás. La verdad es que no les movía nada de eso. Solo era gente joven que buscaba divertirse al máximo sin gastar mucho dinero. Las raves no nacieron como un movimiento contra el poder, fue el sistema quien las politizó con su respuesta represiva”, recordaba.

placeholder Página de tabloide.
Página de tabloide.

Las consecuencias culturales fueron enormes. El pop comercial comenzó a parecer música infantil. Irvine Welsh escribió ‘Trainspotting’ (1993) intentando copiar el ritmo de una fiesta acid-house. El libro era la crónica generacional de una juventud perdida, sin relato, que encontró consuelo en las drogas y la resistencia subcultural. Bob Stanley, teclista del grupo pop Saint Etienne, suele recordar un efecto que se ha pasado por alto: los temibles 'hooligans' ingleses, que sembraban el pánico en todos los estadios de Europa, se volvieron de repente ositos de peluche con camisetas de Smiley, cuya única amenaza era asfixiarte con sus abrazos. Se redujeron drásticamente los incidentes en los partidos. “El auténtico cambio de las raves fue encontrar una cultura de clase trabajadora que era vanguardista y bohemia en su exagerado hedonismo, un proletariado psicodélico”, explica el crítico Simon Reynolds en su libro ‘Energy Flash’ (1998).

Las listas de éxitos se llenaron de raveros que presumían abiertamente de su consumo de drogas. The Shamen llegaron al número uno con ‘Ebeneezer Goode’, una canción cuyo estribillo decía "E’s are good" (las pastillas de éxtasis, nombre vulgar del MDMA, son buenas). Artistas como Altern8 aparecían en televisión exhibiendo un tarro de Vicks Vaporub, un ungüento anticatarro que intensificada los subidones de ‘eme’. Shaun Ryder, cantante de los superventas poperos Happy Mondays, posaba en la portada del semanario 'New Musical Express' encaramado a una letra “E” gigante. Por supuesto, los tabloides desataron una cruzada contra estas fiestas, pero la campaña resultó contraproducente, ya que solo disparó el morbo de los jóvenes por apuntarse a esta jarana 'underground'. No solo fue cosa de Inglaterra, por ejemplo Bélgica también desarrolló una fuerte cultura de fiestas electrónicas. En España, una minoría de enterados vivían el acid-house con las pupilas dilatadas mientras el gran público lo hacía de manera inocente, luciendo las chapitas o riñoneras de Smiley que monopolizaron los chiringuitos playeros. En 1989 no paraba de sonar 'French Kiss', de Lil’ Louis, con una base acid sobre la que se desparramaba el sonido de un orgasmo femenino.

Empezó en Ibiza

En 1987, cuatro jóvenes británicos decidieron pasar dos semanas de vacaciones en la isla. Eran las futuras estrellas de las cabinas Johnny Walker, Danny Rampling, Nicky Holloway y Paul Oakenfold. Querían celebrar el 22 cumpleaños de este último. No había dinero, pero consiguieron pases gratis para el club Amnesia. “Esa noche pinchaba DJ Alfredo y deconstruyó todos los géneros. Mezcló electrónica, The Cure, los ritmos hipnóticos de los Woodentops, europop y Peter Gabriel, entre muchas otras cosas”, recordarían después. Los cuatro probaron una nueva droga llamada éxtasis, que se vendía en cápsulas blancas y naranjas. DJ Alfredo era un argentino exiliado a España. Como por casualidad, inventó el concepto 'after hours': “Comencé a pinchar en invierno y durante meses venía tan poca gente que ponía discos para los camareros. Una noche tardaron en pagarme mis 5.000 pesetas y mi novia me dijo que siguiera pinchando mientras ella iba a pedir el dinero al encargado. La gente que salía de la discoteca Ku pensó que seguíamos abiertos: la primera noche se acercaron cien, la segunda quinientos. Propuse ampliar horarios y aceptaron”, explicaba a DJ Mag en junio de 2007. Arrancaba una nueva forma de diversión sin medida, donde los jóvenes podían exprimir su tiempo libre tanto como les exprimían en la oficina.

También empezó en Chicago (y en Jamaica)

Por supuesto, la base de esta fiebre cultural también tiene que ver con Chicago. En 1977, el discjockey Frankie Knuckles pinchaba cintas manipuladas en The Warehouse, el club que daría la mitad de su nombre al acid-house. Lo que intentaba era mezclar elementos de música disco, soul y funk para cuajar algo nuevo. Cortaba, pegaba y alargaba los fragmentos más intensos para obtener ritmos infalibles. “Tenía que reconstruir los discos hasta que funcionaban para la pista. En ese momento no se estaba haciendo música de baile, así que cogía las canciones, les cambiaba el tempo y les añadía más capas de percusión”. En 1983, Ron Hardy sustituye a Knuckles como DJ residente en su nuevo club The Music Box. Las mezclas de Hardy incluían elementos ajenos a la cultura gay del momento, como la electrónica europea o el sonido industrial, que atrajeron a un público negro heterosexual. La guinda que acabó de popularizar este nuevo sonido fueron las míticas idas de olla de Hardy, que dormía en la cabina mientras se hacía cargo de sesiones de setenta y dos horas. La explosión de las raves, por supuesto, no hubiera sido posible sin el precedente de la cultura del soundsystem en Jamaica en los años cincuenta. La población pobre que no podía permitirse acceder a un bar o una discoteca sacó los bafles a la calle y se montó sus propias fiestas, utilizando vinilos donde se probaban los ritmos (riddims) hasta dar con el que más enganchaba a los asistentes.

La resaca del siglo XXI

No nos engañemos: hoy vivimos una triste resaca de todo aquello, que abarca desde los himnos pueriles de David Guetta hasta esa Disneylandia del pijerío electrónico conocida como Sónar, que este mes celebra veinticinco años de existencia con un cartel tan chic como inofensivo y previsible. El proceso de democratización cultural que supusieron las raves ha sido totalmente domesticado a golpe de represión policial, legislación autoritaria sobre el espacio público y festivales cool a doscientos euros el abono, donde bailas rodeado de anuncios de ginebra rosa, gafas fashion y móviles de última generación. Quizá el mayor símbolo de esta mutación mercantil sea el Tomorrowland, el festival belga con corazón circense, donde cientos de miles de personas se apretujan disciplinadamente para adorar a algunos de los DJs más mediocres de la historia. Imaginen una fusión de los tics narcisistas de las estrellas rock, lo más chusco de la música electrónica y las distopías de Aldous Huxley, que nos advirtió de un mundo dominado por el consumismo y de la docilidad inducida por drogas. Los ritmos electrónicos que una vez representaron el rechazo a las propuestas de la industria del entretenimiento hoy se han reblandecido hasta convertirse en banda sonora ideal de resorts de lujo en Ibiza, Las Vegas o Tel Aviv. Estamos ante una fábula que explica con claridad lo rápido que se puede disolver una victoria cultural en un sistema tan inteligente y flexible como el neoliberalismo.

Inglaterra, 1988. La revolución derechista de Margaret Thatcher ha calado por completo en el país. El individualismo, la obsesión por ganar dinero rápido y las privatizaciones de servicios públicos hicieron puré a una izquierda cada vez más deprimida y desorientada. La cultura pop refleja el momento con el dominio de los productores Stock, Aitken y Waterman, caudillos de una cadena de montaje de superventas inmaculados que incluye a Kylie Minogue, Jason Donovan y Rick Astley. Por supuesto, hay resistencia, con artistas con orgullo de clase trabajadora como The Smiths , The Communards y The Housemartins. El problema es que sus éxitos resultan anecdóticos comparados con una apisonadora que consiguió colar cien canciones en lo alto de las listas, vender cuarenta millones de discos y facturar sesenta millones de libras solo en la década de los ochenta.

Música Inglaterra Drogas Margaret Thatcher Ibiza
El redactor recomienda