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Boxeo, infierno y testosterona según Carlos Bardem
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SANTIAGO ZANNOU ADAPTA 'ALACRÁN ENAMORADO', UNA NOVELA DE CARLOS BARDEM

Boxeo, infierno y testosterona según Carlos Bardem

Vienen aquí, dice, a llevarse lo que es nuestro. A robar, a atracar, a ensuciar. Y además hay que callarse cuando pasan delante de ti en

Foto: Boxeo, infierno y testosterona según Carlos Bardem
Boxeo, infierno y testosterona según Carlos Bardem

Vienen aquí, dice, a llevarse lo que es nuestro. A robar, a atracar, a ensuciar. Y además hay que callarse cuando pasan delante de ti en la cola del médico. Pero eso, dice, se va a acabar. Eso y que le llamen a él, y a los que son como él, racistas y xenófobos. No lo son, dice. Son realistas. Y valientes. Por eso están dispuestos a emprender lo que hace le hace falta a este país, que es limpieza. Si nadie lo hace, tendrán que hacerlo ellos. Y ellos, de hecho, ya lo están haciendo.

Así recibe Javier Bardem al espectador cuando se abre el telón de Alacrán enamorado, la película de estreno esta semana que Santiago Zannou dirige y coescribe junto a Carlos Bardem, autor de la novela homónima. A su sombrío Solís –un inteligente empresario de ultraderecha– le puede la pasión cuando habla de limpiar el país de negros y moros, pero sabe recomponerse y modular el verbo para ganarse a la audiencia, una reducida parroquia de jóvenes neonazis que se bebe sus palabras. Entre ellos está Julián –Alex González–, un skin aficionado al boxeo al que sus entrenadores  –Pedro, al que da vida Hovik Keuchkerian, y Carlomonte, interpretado por el propio Carlos Bardem– expulsan del gimnasio junto al resto de su pandilla después de emprenderla a golpes con un compañero negro. Julián, que odia y que lo hace con intensidad, ante todo quiere debutar en un ring, así que vuelve al gimnasio para agachar las orejas –con más táctica que sinceridad– y continuar entrenando.  Por el camino descubrirá que allí, sin embargo, ahora le toca a él jugar el papel de escoria. Escoria traidora para Solís y para sus grupo y escoria racista y problemática para sus entrenadores. Y escoria, simple y llana escoria, para Alyssa –Judith Diakhate–, la chica mulata de la que se enamora.

El itinerario fundamental de Julián va por dentro, pero el personaje se abre camino por él a golpes. Puñetazos crudos con las manos desnudas, directos y ganchos sobre el ring o apaleando inmigrantes con un bate de béisbol. Y Alacrán enamorado, con todo, no es una película violenta. "Violentos son los telediarios", respondió Carlos Bardem a un periodista durante la presentación en Madrid de la cinta, seguramente con mucha razón. La violencia, vino a decir, no es en la cinta un qué, sino un cómo. El cómo de un tema ulterior, que es el odio y sus ramificaciones. Y acierta, extremo no del todo frecuente cuando se trata del autor que habla de su propia obra.

Alacrán enamorado habla sobre violencia pero en última instancia es más bien "una fábula visceral", en palabras de su director, Santiago Zannou. Una que diagnostica el efecto autodestructivo del odio y la degradación que practica esta emoción entre quienes deciden no ya sentirla, sino militarla. El odio que germina, dice Bardem, "en chispazos cotidianos y de barra de bar, en el chiste sobre el morito o el mariquita y en la ridiculización del diferente". El odio que se expande mejor, vírico e infeccioso, entre aquellos que tienen menos defensas para combatirlo porque la dificultad, la ignorancia o la miseria ha diezmado sus anticuerpos intelectuales. El odio que a todos empuja para que se asomen al abismo moral y que acaba haciendo caer solo a unos pocos, pero peligrosos, porque regresan de entre los muertos enajenados, ciegos y monstruosos pertrechados de esvásticas y bates de béisbol. 

Quizá por eso, por la condición antropológica del odio y de la violencia,  la realidad no está invocada en Alacrán enamorado, sino reconstruida. El director de la cinta ejemplificó al efecto durante esta misma presentación con la condición ecléctica de sus referentes, entre ellos esvásticas, el Ku Kux Klan, las palizas callejeras que se viven en Grecia o la "intelectualización" del extremismo que hoy practican líderes como Marine Le Pen en Francia. "No es una muestra de lo que ocurre en España", sintetizó el director. "Es una muestra de lo que ocurre en el mundo".

Este enfoque es sin duda el gran acierto de la película. A la hora de contar las historias universales muchos narradores se inclinan por abstraerlas, explicitando ante el lector / espectador la propia condición  cosmogónica mediante la deslocalización de sus espacios y el anonimato de sus personajes, vaciado que en este supuesto adquiere una función retórica: al no ser nadie en particular ni estar en un sitio definido, los protagonistas de estas historias son todos y están en todas partes. Muchos autores van más allá y socavan esta oquedad en la abundancia natural de la realidad para llenarla después con símbolos, como el Orfeo negro de Marcel Camus en 1959 –así llamado para invocar expresamente el mito y a través de él, su metafórico descenso a los infiernos– o los enamorados de Un amor entre dos mundos –de Juan Diego Solanas y aún hoy en salas–, que recibieron el nombre de Adam y Eden para dejar clara la condición épica de su amor.

Por el contrario, Bardem y Zannou parecen tener claro eso que también caracterizó a León Tolstoi, a Gabriel García Márquez o a los maestros neorrealistas, por citar solo unos ejemplos –y salvando mucho las distancias–: que lo universal se cuenta mejor desde el realismo y que el localismo, a su vez, reviste a este realismo de la efectividad que necesita cualquiera que pretenda hablar de los grandes temas humanos. Concreción y verosimilitud, en síntesis, para hablar de lo cosmogónico. Eso y rendirse sin condiciones ante la credibilidad, que no ha de ser en este supuesto un recreo o un fin en sí mismo, sino una herramienta para conquistar al espectador. Este enfoque es el gran acierto de una historia que Bardem publicó como novela en 2009, cuando la crisis económica ya se había instalado retóricamente en nuestras vidas, y que Zannou ha respetado en su traslación cinematográfica en 2013 pese a la tentación indudable de convertirla en otra cosa. Un simple Romeo y Julieta, por ejemplo. El enésimo cuento ideológico sobre los fantasmas de España o una advertencia sobre la deriva moral y ética en tiempos de miseria.

Pero al ser todas esas cosas y alguna más, Alacrán enamorado deja de ser singularmente cualquiera de ellas y consigue eso tan poco frecuente y menos en estos temas tan trillados, que es trascender. Lo hace con un texto ágil, eficaz y naturalista y mucha verdad en la producción, rendida como el resto de competencias al empeño verosímil y solo vendida puntualmente por algún pasaje lírico y cámaras lentas que no acaban de acompañar a este tratamiento. En esta ejecución casi virtuosa de credibilidad destacan Javier Bardem –espectacular su Solís, brillante pese a su brevedad– y el protagonista, Alex González, que compone un soberbio Julián a golpe de silencios, de músculos y –valga la redundancia– de golpes. En la cinta también sorprende Hovik Keuchkerian, una cara poco conocida en el cine –viene de la escena del monólogo y de actuar en televisión– que borda en Pedro su réplica al papel que interpreta el propio Carlos Bardem, el de Carlomonte.

Alacrán enamorado (España, 2013)

Guion: Santiago A. Zannou y Carlos Bardem; basada en la novela de Carlos Bardem.

Dirección: Santiago A. Zannou.

Género: Drama, thriller.

Duración: 100 min.

Vienen aquí, dice, a llevarse lo que es nuestro. A robar, a atracar, a ensuciar. Y además hay que callarse cuando pasan delante de ti en la cola del médico. Pero eso, dice, se va a acabar. Eso y que le llamen a él, y a los que son como él, racistas y xenófobos. No lo son, dice. Son realistas. Y valientes. Por eso están dispuestos a emprender lo que hace le hace falta a este país, que es limpieza. Si nadie lo hace, tendrán que hacerlo ellos. Y ellos, de hecho, ya lo están haciendo.