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La fragilidad del corazón
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La fragilidad del corazón

Las novelas de Antonio Soler constituyen un universo conocido para sus lectores, un universo que nace el 8 de febrero de 1937, en la carretera sembrada

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La fragilidad del corazón

Las novelas de Antonio Soler constituyen un universo conocido para sus lectores, un universo que nace el 8 de febrero de 1937, en la carretera sembrada de cadáveres entre Málaga y Almería. Una dantesca imagen que vemos repetida en muchas de ellas, como una pesadilla tenaz. Ése es el valle del Rif donde nace la humanidad que protagoniza su obras, esa Tercera España, entre el martillo y el yunque de las otras dos, que encuentra su hábitat en los barrios obreros o en el exilio. Ese es el caso de Margarita, una mujer ya anciana que emprende un breve viaje, más que el que muchos hacen para ir al trabajo, entre Ginebra, a donde Margarita y su marido Jesús han ido a consultar a un célebre especialista en la enfermedad de él, y Lausana, donde vive el hijo de ambos. Tan escasa odisea sirve a Soler, de acuerdo con una tradición literaria inveterada, para relacionar viaje y vida e ir penetrando en la psicología de Margarita, en su frágil corazón -“la patata del pecho se va poniendo blanda, con bultos y protuberancias saliéndole sin orden ni concierto y por todas partes” (p. 24)-, en los pliegues de la memoria. Como Caballero del Finnegans que es el autor, la convencional anécdota de la emigrada cobra brillo y realce exclusivamente por razones literarias.

 

En el tren, junto a viajeros tan ordinarios como ella, pero seguramente con tantas capas como ella, hace memoria. Ya uno de los lemas de la novela, de Caballero Bonald: “Quien recuerda miente”, nos pone en guardia sobre el contenido de la novela, los recuerdos y confesiones de Margarita, su visión del mundo. La novela anterior de Soler, El sueño del caimán, ya versaba sobre el peso del pasado imaginado, reconstruido -la memoria- en el presente y el futuro: “como la de las estrellas muertas, también una luz fósil, una trampa del tiempo” (p. 62). Ella misma duda de sus recuerdos, que parecen obrar en completa libertad, pues “el cuerpo y la mente llevan dentro un sinfín de diminutos terroristas. Van y vienen por dentro de la cabeza a su antojo, derrumban paredes que habíamos levantado con mucho esmero y esfuerzo. Pegando los ladrillos con el cemento líquido del tiempo” (p. 191). Margarita recuerda la infidelidad de su marido, que da lugar a grandes páginas sobre los celos (pps. 58-59), sobre ese “alguien que siempre será un intruso, un ladrón. O que nos convierte a nosotros en un intruso y en un ladrón”.

Ese alguien es Susanne, violinista con una enfermedad ósea, bella, misteriosa, tan digna de compasión como la narradora, si no más. Jesús se enamora de Susanne “como un desquite de su propia mediocridad”, “para ampliar los márgenes estrechos de su vida” (p. 104). Esa traición se une a las pasadas humillaciones que sufre Margarita, la Albondiguilla Vengativa, la Albondiguilla Victoriosa, la Albondiguilla Superviviente, cuyo escozor -“mi corazón rebosante de mercurio y de miedo” (p. 65)- no proviene del exilio, sino de las burlas de los niños y de su ordinariez física. Su victoria no se funda en las “Destrucciones Atómicas” que envía sobre los nombres de su lista negra -“una descarga de neutrones locos que le dejaban una extremidad retorcida y babosa”, p. 63-, que ve agrietarse y desmoronarse a su alrededor, con el paso de los años, sino en la cotidianidad, en la costumbre y en la resistencia, de modo que cuando descubre la traición de esposo y amiga, “sólo hubo silencio, ninguna explosión. Sólo yo diciendo el nombre de Jesús en voz baja por las noches” (p. 63).

Aunque los grandes personajes femeninos no faltan en la obra de Soler, ésta es la primera ocasión en que la voz narradora es de mujer. Un narrador que se ha distinguido siempre por su perspicacia emocional y que sin embargo ha tardado en dar el triple mortal de cambiarse de sexo, mas -si bien lo dice un hombre de otro- con gran acierto al reflejar la psicología de Margarita. Estamos ante una de sus mejores novelas, por delante de El camino de los ingleses o El sueño del caimán, y a la vera de Las bailarinas muertas o El nombre que ahora digo; su solidez narrativa vuelve tan material la ficción que sólo la belleza de las palabras la mantiene del lado de la literatura. Y eso a pesar de que Soler ha ido limpiando su prosa; si en Las bailarinas... el lector se pasmaba con sus imágenes contundentes y poéticas en cada línea, ahora se muestra más despojado y hondo, sin renunciar a puntuales embellecimientos.

 Lausana. Ed. Mondadori. 208 págs. 17,90 €. Comprar libro.

Las novelas de Antonio Soler constituyen un universo conocido para sus lectores, un universo que nace el 8 de febrero de 1937, en la carretera sembrada de cadáveres entre Málaga y Almería. Una dantesca imagen que vemos repetida en muchas de ellas, como una pesadilla tenaz. Ése es el valle del Rif donde nace la humanidad que protagoniza su obras, esa Tercera España, entre el martillo y el yunque de las otras dos, que encuentra su hábitat en los barrios obreros o en el exilio. Ese es el caso de Margarita, una mujer ya anciana que emprende un breve viaje, más que el que muchos hacen para ir al trabajo, entre Ginebra, a donde Margarita y su marido Jesús han ido a consultar a un célebre especialista en la enfermedad de él, y Lausana, donde vive el hijo de ambos. Tan escasa odisea sirve a Soler, de acuerdo con una tradición literaria inveterada, para relacionar viaje y vida e ir penetrando en la psicología de Margarita, en su frágil corazón -“la patata del pecho se va poniendo blanda, con bultos y protuberancias saliéndole sin orden ni concierto y por todas partes” (p. 24)-, en los pliegues de la memoria. Como Caballero del Finnegans que es el autor, la convencional anécdota de la emigrada cobra brillo y realce exclusivamente por razones literarias.