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Salvemos a los monstruos... leyendo
  1. Cultura

Salvemos a los monstruos... leyendo

Nuestros monstruos están en peligro. Ya nadie se acuerda de ellos, ni les teme. Iker Jiménez no les dedica ni un minuto de su tiempo. Sólo

Nuestros monstruos están en peligro. Ya nadie se acuerda de ellos, ni les teme. Iker Jiménez no les dedica ni un minuto de su tiempo. Sólo en el norte se les presta algo de  atención pero, ¿miedo? Ya ninguna doncella teme que el cuélebre le arrastre al fondo del mar, ni temen que las moras les roben las boronas recién cocidas. Los monstruos están enfermos de olvido. Durante incontables años, los monstruos han servido para explicar las zonas de sombra en el conocimiento inmediato del hombre sencillo. Las desapariciones en los caminos, o de niños; los objetos que caen sin que aparentemente nadie los toque, o los crujidos de una casa en la noche. Todo aquello que es nombrado, identificado, puede ser dominado. Pero es muy difícil que, conociendo el funcionamiento meteorológico de la atmósfera se la pueda dominar; ahora, si es un ser hasta cierto punto “de carne y hueso” el que decide dónde descarga la pedriza, las probabilidades aumentan. Ante la aparente imposibilidad de domeñar lo intangible, se recurre a lo tangible.

 

Pero es obvio que nadie va a intentar hoy dispersar una tormenta a zapatazos. Los cuentos y leyendas populares empiezan a quedar restringidos a ámbitos etnológicos y regionalistas. En España, quizá porque las historias de encantamientos o monstruos no estaban bien vistas, la labor de inventar y transmitir estos relatos quedaba para campesinos, vagabundos y pastores, que son por ende los protagonistas de las historias. Mientras, en lugares con un celo religioso más relajado, eran profesionales los que contaban los cuentos. Nosotros no tenemos a un Andersen, a un Perrault, a unos Grimm. Y eso ha dañado la fama de nuestros monstruos. Un dragón, por ejemplo, puede ser despedazado por un simple perro carente de bendiciones o poderes mágicos. O puede ser muerto por la coz de un burro.

Desesperado parece, pues, el esfuerzo de Ana Cristina Herreros de revivir la memoria de las criaturas como el ojáncano, el lobishome, las alojas o el tragaldabas. Pero es cierto que el mundo es mucho más rico con esas criaturas vagando por ahí. Los cuentos tradicionales, puede que la mayoría no funcionen desde el punto de vista de la narratología, pero poseen el sabor de la ingenuidad que lleva al narrador a formar parte del cuento narrado, y, tras dejar a los hijos del pescador casados con sendas princesas, afirmar que “víneme y dejélos allá a todos”. Esta es la única manera de mantener al basajaun en el bosque y a la xana en la fuente: seguir contando sus historias, inflamar el rescoldo en nuestra cada vez menos particular memoria.

Un catálogo monstruoso

 

Siruela presenta este invierno un catálogo potente, con Libro de monstruos españoles como plato fuerte, y su primo 25 cuentos populares de miedo no le va a la zaga. También figuran en buen lugar los grandes nombres, como Cornelia Funke con Berta y Búha, cuidadoras de perros o Henning mankell con El gato al que le gustaba la lluvia, sin olvidar a nuestro Jordi Serra i Fabra quien, este año, presenta la Trilogía de las Tierras, reunida al fin en un solo volumen. Hace un cuarto de siglo fue una de las obras pioneras de la ciencia-ficción española y vuelve a editarse, ahora reunida, tras cuarenta ediciones por separado. Siruela no ha descuidado nunca  la faceta educativa, y así presenta Las vidas de los grandes artistas (Charlie Ayres), Expedición Microscopio (Gerald Bosch), una aproximación a la ciencia para los más jóvenes, e Historia de la música para niños (Monika y Hans-Günter Heumann).

Nuestros monstruos están en peligro. Ya nadie se acuerda de ellos, ni les teme. Iker Jiménez no les dedica ni un minuto de su tiempo. Sólo en el norte se les presta algo de  atención pero, ¿miedo? Ya ninguna doncella teme que el cuélebre le arrastre al fondo del mar, ni temen que las moras les roben las boronas recién cocidas. Los monstruos están enfermos de olvido. Durante incontables años, los monstruos han servido para explicar las zonas de sombra en el conocimiento inmediato del hombre sencillo. Las desapariciones en los caminos, o de niños; los objetos que caen sin que aparentemente nadie los toque, o los crujidos de una casa en la noche. Todo aquello que es nombrado, identificado, puede ser dominado. Pero es muy difícil que, conociendo el funcionamiento meteorológico de la atmósfera se la pueda dominar; ahora, si es un ser hasta cierto punto “de carne y hueso” el que decide dónde descarga la pedriza, las probabilidades aumentan. Ante la aparente imposibilidad de domeñar lo intangible, se recurre a lo tangible.