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El origen de los males de un país llamado España*
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El origen de los males de un país llamado España*

Es curioso que a menudo se identifiquen las dificultades de España a la hora de tener un papel protagonista en la Historia con lo que

Es curioso que a menudo se identifiquen las dificultades de España a la hora de tener un papel protagonista en la Historia con lo que ocurrió inmediatamente después de la Guerra Civil, pero pocas veces se presta la debida atención a lo que sucedió muchos antes.

No estará de más recordar que en 1808, el rey Fernando VII encargó a una comisión de jefes militares que redactara un informe oficial sobre lo que había sucedido durante la Guerra de la Independencia, el asunto central del libro La Derrota (comprar libro). Como se ve, eso de contar la historia oficial no es un fenómeno nuevo.

A menudo se suele describir lo que ocurrió entre 1808 y 1814 como una simple guerra de liberación de los patriotas españoles contra el invasor francés, pero como refleja el libro de Bocero de la Rosa detrás de la Guerra de la Independencia hay mucho más. Hay, sobre todo, una lucha soterrada entre el progreso y la reacción, entre el liberalismo y el Antiguo Régimen, dos ideas antagónicas que serían las señas de identidad los enfrentamientos que se han producido en este país durante un siglo y medio.

Aquella comisión militar creada por Fernando VII describió lo que había ocurrido en España años atrás a partir de una diagnóstico que leído hoy, 200 años después, resulta terrible. “En mayo de 1808 [decían los jefes militares comisionados por Fernando VII] ni teníamos naves, ni ejércitos ni armas, ni tesoro, ni créditos, ni fronteras, ni gobierno, ni existencia política”.

El emperador cae derrotado

Esta descripción, recogida por el profesor Fontana, da idea de la situación de un país que, sin embargo, supo levantarse hasta el punto de poder frenar el avance de las tropas de Napoleón. Andalucía, para muchos, significó lo mismo que la campaña de Rusia para el emperador francés, lo que no deja de ser una paradoja. Los dos extremos, situados en los confines de Europa, pudieron, sin embargo, detener a las tropas más numerosas y mejor preparadas del continente, probablemente envilecidas por un sire histérico y malcriado que despreció a España. O, mejor dicho, a los españoles.

¿Fue éste el triunfo de una región, por entonces una de las más prósperas del país, frente al emperador francés? No parece que ese sea el sentido de lo sucedido. Sin el nacimiento de una nueva clase social extramuros del Antiguo Régimen, es muy posible que La Derrota se hubiera escrito en francés.

Quiere decir con esto que el descalabro en España del más formidable ejército que existía en aquel momento en el mundo tiene mucho que ver con la aparición de nuevos actores protagonistas en el teatro de la vida. No resulta posible entender la Guerra de la Independencia sin tener en cuenta que al compás de las ideas ilustradas forjadas unos años antes, precisamente en Francia, un grupo de prohombres pudiera desmontar una a una las piedras que sostenía el Antiguo Régimen.

Esta idea se observa con nitidez en la novela de Bocero de la Rosa, en la que los personajes centrales no representan la decadente corte borbónica del principios del XIX, sino la gente de la calle que aspira a un nuevo tiempo y que actúa, se comporta, al margen de lo que hoy denominaríamos el ‘sistema’.

La supresión de los diezmos, de los mayorazgos y de los señoríos jurisdiccionales; el reconocimiento del monopolio fiscal del Estado, la libertad de prensa o la abolición de la Inquisición son, en este sentido, fruto de las Cortes de Cádiz y de su célebre Constitución. Sin el impulso de esas ideas liberales, posteriormente traicionadas por el monarca tras su fatal desembarco en Valencia, es imposible pensar que la tarea de desalojar al invasor de la piel de toro hubiera llegado a buen puerto.

Y es que, no en vano, tal y como imponía la Constitución de 1812, el nuevo Estado unitario situaba los derechos de los españoles por encima de los derechos históricos de cada reino, sobre la base de un ejército nacional, de una fiscalidad común y de un mercado interior liberado de aduanas interiores. Un asunto, como se ve, muy actual.

Crisis del absolutismo

El Estado absolutista se presenta, por lo tanto, como incapaz de frenar el avance del Ejército francés, como se puede extraer del informe militar anteriormente citado. Por lo que son las fuerzas del progreso (hablamos en términos históricos) las que cumplen un papel determinante en todo el desarrollo de la contienda. Eso sí, codo con codo con representantes del antiguo régimen, pero sin una posición de sumisión hacia ellos.

Como retrata Bocero en La Derrota, el hecho de que las fuerzas francesas respondieran al levantamiento del pueblo con una brutal represión, robando, saqueando y destruyendo la ciudad de Córdoba como una especie de represalia por el intento de asesinato del general Dupont, ayudó a que la hostilidad popular contra el invasor fuera mayor, y a que ese mismo pueblo se ensañara con las viejas dignidades de la Monarquía comprensivas con el emperador francés. Como dice un párrafo del libro: “pobre españoles, unos tan valientes y otros tan cobardes”.

Un documento de la época describe de esta forma tan magistral el clima, por decirlo de alguna manera, que se vivió en Bailén en la célebre batalla: “Se pelea bárbaramente, los españoles hacen prodigios, también los hacen los franceses, y vuela por todas partes la muerte esparciendo sus horrores, los lamentos de los moribundos, el grito de los jefes que mandaban, el estrépito del cañón, el continuo ruido del fusil, el polvo, el humo y la confusión, formaban la escena más horrorosa”.

El colapso del absolutismo, si cabe, se hace algo más que evidente tras la huida de la familia real a Bayona, por lo que son las juntas populares, como la de Córdoba, las que de una forma espontánea ocupan el espacio dejado libre por el entramado institucional del siglo XVIII, lo que sin duda permite una respuesta más eficaz contra el invasor francés.

Se trata, por lo tanto, de un nuevo tiempo incompatible con el Antiguo Régimen. Representado, al menos nominalmente, por Fernando VII. Aquel monarca al que su primera esposa, María Antonia de Nápoles, veía de la siguiente manera: “No hace nada, ni lee, ni escribe, ni piensa”. No está mal el pensamiento viniendo de la reina consorte.

Así que cuando en 1810 la Junta central convoca las Cortes de Cádiz para redactar una Constitución y poner en marcha un sistema parlamentario en la nación -con el ejército británico en la retaguardia de Gibraltar- lo que en realidad se plasma es un nuevo sistema político que, paradójicamente, dibujaría los perfiles del nuevo siglo.

El perfil de lo español

Porque los parlamentarios de las Cortes de Cádiz, y esto no hay que olvidarlo, representan de una manera nítida las fuerzas vivas que mandaron en este país prácticamente hasta la proclamación de la II República. Y que en algún sentido recuerdan aquella frase pronunciada por el político Cea Bermúdez tras la muerte del rey Fernando. “La mejor forma de Gobierno de un país es aquella a que está acostumbrado”, como se ve una verdadera declaración de principios del conservadurismo más resuelto.

En aquellas Cortes de Cádiz, hoy tan celebradas, se sentaban 90 clérigos, incluyendo seis obispos, 56 abogados y 39 militares, aunque tan sólo ocho comerciantes, lo que pone de relieve hasta que punto este país dio de lado durante casi dos siglos el valor del mercantilismo en el sentido más noble del término.

Sin embargo, paradojas de la vida, la derrota de Napoleón también significó el colapso de las ideas ilustradas. Está demostrado que la invasión francesa significó, en muchos casos, como retrata Bocero de la Rosa, la ruina, el saqueo y el desprecio hacia la vida, pero también llenó de luz algunas de las grandes poblaciones españolas, como Madrid, donde derribó los espacios arquitectónicos del Antiguo Régimen en aras de lograr una ciudad más habitable e higiénica al gusto afrancesado de la época. También en Córdoba se dejó notar la influencia francesa con la creación de instituciones como la Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes o el diseño de un nuevo trazado urbano, además del proyecto de navegabilidad del Guadalquivir.

Así de contradictoria fue aquella época. Ilustrados españoles que querían la modernización del país tuvieron que aliarse -hoy lo llamaríamos un ejercicio de pragmatismo- con las viejas élites premodernas que en línea con lo que decía Cea Bermúdez sólo querían mantener sus privilegios.

Y al fondo, unos guerrilleros, mitad bandoleros, que el tiempo ha dibujado con una estampa romántica. Todo con el único objetivo de expulsar al invasor, hasta el punto de que por primera vez se puede hablar en la historia de España de la existencia de una conciencia nacional.

Lo malo es que aquel pacto de sangre también se llevó por delante las ideas de progreso y de bienestar social que emanaron de la revolución francesa. Hubo que esperar mucho tiempo para que esas ideas volvieran a lucir con luz propia. Pero al menos, seguimos hablando castellano. O español, como se prefiera.

* Extracto de la conferencia pronunciado por Carlos Sánchez en Córdoba con motivo de la presentación del libro

Es curioso que a menudo se identifiquen las dificultades de España a la hora de tener un papel protagonista en la Historia con lo que ocurrió inmediatamente después de la Guerra Civil, pero pocas veces se presta la debida atención a lo que sucedió muchos antes.