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Eastmed

Gas en busca de tuberías: la mina de oro en el Mediterráneo por la que se pelean tres países

Grecia, Israel y Chipre compiten para explotar el gas en el extremo oriental del Mediterráneo

Grecia, Chipre e Israel firman el ambicioso proyecto de gasoducto Eastmed. (EFE / Yannis Kolesidis)

Solo hay una cosa más larga que un gasoducto intercontinental, y es el tiempo que transcurre hasta que se construye. Mejor dicho, el tiempo que se gasta en hablar del gasoducto hasta que finalmente se coloque la primera tubería. Hablan los consejeros de empresas energéticas, hablan los políticos y habla la prensa. Fue en 2011 cuando escribí por primera vez sobre el gas que se estaba buscando en el extremo oriental del Mediterráneo en una carrera en la que estaban compitiendo Chipre, Israel, Líbano y Turquía. Aunque Turquía lo hacía más por meter palos en las ruedas que por sacar realmente hidrocarburos del suelo marítimo.

Han pasado doce años y seguimos en las mismas. Son más de cuatro mil días hablando de un gasoducto —Eastmed para los amigos— que iba a tener unos 2.000 kilómetros, medido entre los yacimientos israelíes y las costas de Italia, donde se conectaría al sistema europeo, tras cruzar por tierras griegas. Así lo preveía el acuerdo firmado en 2020 por los ministros de Chipre, Israel y Grecia y reiterado en noviembre pasado por los jefes de Gobierno de los mismos países. Ahora, la última noticia es que lo más seguro que no se va a hacer. Y que la nueva opción es una tubería simplemente de los yacimientos hasta Chipre para licuar el gas y mandarlo a Europa por barco.

Las dudas empezaron en enero de 2022, cuando Estados Unidos retiró su apoyo mediante una declaración no oficial convenientemente filtrada a la prensa: el gasoducto era poco rentable y, además, "fuente de tensiones regionales", adujo. Al mes siguiente, la invasión rusa de Ucrania podría haber sido motivo para cambiar de idea, acelerar las obras y ponerle a la vieja Europa, a punto de entrar en coma por obstrucción política en los gasoductos rusos, una segunda vía intravenosa del fluido vital. Pero no ocurrió. En abril, la viceministra de Exteriores estadounidense, Victoria Nuland, insistió en que no tenía sentido el Eastmed: tardaría diez años en construirse, dijo, y para cuando estuviera listo, ya no solo la guerra con Rusia habría quedado atrás, dio a entender, sino incluso el consumo de gas, porque el mundo ya estaría habituado a la "energía verde".

Pongo la palabra entre comillas, porque me temo que nadie sabe exactamente a qué se refiere el adjetivo cromático, salvo como adorno en los discursos. No dudo de que sea posible cubrir las necesidades energéticas del mundo con energía eólica y solar. Lo que dudo es que los estamentos empresariales y políticos estén por la labor a corto plazo. No será por falta de sol ni de espacio disponible en Arizona y Utah si Estados Unidos no produce más del 3,4% de su consumo energético con paneles fotovoltaicos. Y da bastante pudor escuchar a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunciar un acuerdo con Azerbaiyán —el país donde se inventó el petróleo— para importar electricidad "generada de manera limpia", y vendiendo el cable como "un pasillo de energía verde", cuando una mirada a los gráficos oficiales muestra que eólica y solar juntos no suman más del 0,5 % de la energía que produce Azerbaiyán. La hidráulica es un 7 por ciento, e imagino que a la corriente le pondrán un marchamo acuático cuando se canaliza hacia el cable exportador. Esto es un chiste.

Con poco espacio, menos sol y vecinos revoltosos que tampoco aconsejan de momento plantar campos fotovoltaicos en Argelia o Libia, me temo que nos quedan bastantes años de consumo de gas. No es que la esquina oriental del Mediterráneo sea mucho menos revoltosa, pero los yacimientos explorados por ahora —el Leviatán y el Tamar— están en aguas de Israel. Y por motivos históricos, Israel se puede permitir el lujo de burlarse en la cara de Europa de toda la legislación internacional, pero como proveedor de gas parece una apuesta fiable. Y cuando entren en fase de produccción las exploraciones al sur de Chipre — se habla de 2027 para el yacimiento Afrodita— se añade otra fuente segura. El Eastmed, se calcula, podría cubrir el diez por ciento de las necesidades energéticos de Europa.

Claro que un gasoducto de aguas profundas es caro —unos 6.000 millones de dólares, se estima en este caso— pero esto no ha impedido a Turquía y Rusia construir el Turkstream, inaugurado en 2020, de más de 900 kilómetros submarinos con profundidades de hasta 2.200 metros, bastante similar a la parte más profunda del Eastmed y con un coste muy superior. Por eso no sorprende que aún tras la retirada del apoyo estadounidense, los jefes de Gobierno de Israel, Chipre y Grecia volvieran a rubricar el acuerdo en noviembre pasado. Pero desde entonces no ha habido avances, y en abril pasado, Claudio Descalzi, el jefe de ENI, la empresa pública de energía de Italia, por fin le puso el cascabel al gato y el candado al plan: "Un negocio así debe contar con Turquía. No podemos pensar en un acuerdo entre Israel, Chipre y Grecia para un gasoducto si Turquía no participa".

¿Por qué? se podría preguntar alguien mirando el mapa. Los yacimientos están muy al sur de Chipre, y una línea recta de allí hasta Creta, trayectoria prevista de la tubería, transcurriría a una distancia de más de 200 kilómetros de las costas turcas. Pero ahí entra en juego la diplomacia cañonera: Turquía proclamó en 2019 una zona económica exclusiva (ZEE) que cubre la mayor parte del Mediterráneo oriental, hasta las mismas playas de Creta, aduciendo que toda esta región forma parte de la "plataforma continental" de Anatolia, y que las islas griegas, por ser isla, no tienen plataforma continental y por lo tanto tampoco ZEE. Y que además no se pueden poner gasoductos en la ZEE de otro país sin acuerdo previo.

Llama la atención que Turquía reivindique derechos en alta mar en términos acuñados por la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (UNCLOS), sin haber firmado nunca este tratado internacional (es, de hecho, junto a Israel, Corea del Norte, Colombia, Venezuela, Irán y Estados Unidos uno de la escasa docena de países costeros que no son miembro del Convenio). Más aún llama la atención que muchas docenas de analistas internacionales y ministros de países que sí lo han firmado no parecen habérselo leído, porque si algo ha conseguido Turquía es que el debate se desarrolla ahora con la terminología dictada por Ankara.

En primer lugar, Atenas asegura con mucha insistencia que sus islas tienen "derecho a una plataforma continental", que es como decir que tienen derecho a tener montañas y acantilados, porque una plataforma continental es un accidente geográfico, no un término jurídico. En el Mediterráneo oriental prácticamente no hay plataformas continentales, según los geólogos, pero no tiene ninguna importancia, porque lo único para lo que cuenta la existencia de una plataforma en el Convenio de la UNCLOS es para ampliar la zona económica exclusiva de 200 millas náuticas (370 kilómetros) hasta las 350 millas. Ahora bien, no hay ninguna parte del Mediterráneo que diste más de 200 millas de alguna costa, por lo que incluso todas las ZEE normales se deben negociar con el vecino de enfrente, y de ampliar nada.

En segundo lugar, la UNCLOS establece que la ZEE se cuenta a partir de la misma línea de costa que las aguas territoriales, lo que incluye expresamente las islas de cada Estado. En el caso de islotes muy alejados del territorio principal y demasiado cercano a costas de otro país es habitual negociar una excepción. Por eso mismo, España pasa por alto la existencia de Alborán al delimitar su ZEE. El Tribunal Internacional de la Ley del Mar de Hamburgo aplicaría con mucha probabilidad esta regla a la isla griega de Kastelorizo, de 500 habitantes, a tres kilómetros de las costas anatolias de la provincia turca de Antalya, y a 130 kilómetros al este de Rodas, y le otorgue a Turquía una ZEE coherente y amplia, pero eso, una vez que Ankara reconozca la validez de la Convención y, por supuesto, la ZEE griega calculada a partir de Creta.

En tercer lugar, esta Convención establece de forma rotunda que todo Estado tiene derecho a colocar oleoductos o gasoductos en la ZEE de otro país. En otras palabras, cuando Descalzi dice que no se puede construir el Eastmed sin contar con Turquía no quiere decir que Ankara tenga derecho a impedirlo, que no lo tiene, sino que tiene el poder de impedirlo, que es distinto.

Que tiene también la voluntad de impedirlo lo ha mostrado el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, varias veces durante la última década, enviando fragatas a las zonas que reclama como suyas. Esto no es bueno para el negocio. Y aunque ahora, todos los buques perforadores turcos navegan por el Mar Negro, donde Ankara asegura haber encontrado ingentes reservas de gas a gran profundidad, es probable que las fragatas volverían a las aguas procelosas del Mediterráneo si griegos, chipriotas e israelíes empezaran con las obras. Por una cuestión no tanto económica sino de hegemonía regional: Turquía considera que este mar es suyo.

O este es el discurso, porque detrás de la política está, por supuesto, siempre la economía. En el caso del Eastmed también; fue desde el principio una solución propuesta para circumnavegar arrecifes políticos. Porque la solución más sencilla, directa y, por supuesto, con diferencia la más barata, sería colocar un gasoducto que desde los yacimientos pase por Chipre y de ahí a las costas turcas, menos de cien kilómetros por mar, para enlazar con las tuberías que llevan el gas de Azerbaiyán a Europa. Pero para esto hay que resolver primero el conflicto de Chipre, y esto más que un arrecife es un remolino sin fondo.

Turquía no reconoce el derecho de Chipre, es decir la actual República de Chipre, miembro de la Unión Europea, con jurisdicción efectiva sobre los dos tercios sur de la isla, a explorar yacimientos marítimos sin compartirlos con la población del tercio norte, bajo ocupación militar e ideológica turca desde 1974 y proclamada desde 1983 como República Turca del Norte de Chipre. La reunificación parece ya casi imposible, porque el Gobierno grecochipriota insiste en otorgar derechos individuales a los habitantes de habla turca, mientras que Ankara exige que se establezcan derechos comunitarios que otorguen a la población turcochipriota, como bloque, determinadas prerrogativas. Se entiende: una comunidad definida en términos políticos se puede utilizar como peón estratégico; una masa de individuos contentos de ser ciudadanos de la UE, no.

La otra opción, que Ankara ya ha declarado como inevitable, es simplemente reconocer la independencia de la parte turcochipriota y dividir la isla definitivamente. Algo que probablemente ningún dirigente grecochipriota pueda firmar sin que sus votantes lo traten de traidor a la patria, pero que además tampoco está claro que corresponda a los intereses del pueblo turcochipriota, por mucho que sus líderes lo reclamen: sería poner fin a su aspiración de ser parte de la UE y los vendería, simple y llanamente, a los intereses de Ankara.

No, resolver el conflicto de Chipre se antoja como algo todavía mucho más alejado que el fin de los hidrocarburos y la llegada de la energía verde.

De manera que todo el mundo se dedicará a poner parches. Primero se ha especulado con canalizar el gas chipriota a Israel y desde allí por tuberías ya existentes a Egipto, donde ya hay dos plantas de licuefacción que sirven para enviar el fluido a Europa por buque. Otra opción sería un nuevo gasoducto directo hacia Egipto. Pero en las últimas semanas, el ministro de Energía chipriota, Giorgos Papanastasiou, ha anunciado una ídea nueva: enlazar los yacimientos, tanto los israelíes que ya producen gas como los chipriotas bajo desarrollo, con las costas de Chipre y construir allí una planta de licuefacción. La noticia buena es que acerca el proceso a la Unión Europea y prescinde del desvío por Egipto. La mala es que la planta tardará dos años y medio en construirse. La energía verde seguirá lejos de ser una competencia seria para entonces. Qué habrá ocurrido entonces con Rusia y su gas es otra pregunta.

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