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Catalanes a la greña: un repaso por la historia del nacionalismo desde Pau Claris a Montalbán
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Catalanes a la greña: un repaso por la historia del nacionalismo desde Pau Claris a Montalbán

Cataluña debería dejarse de zarandajas y hechizos de Circe y sentar las bases de una realidad más integral y compartida. Alguien debería despojarse de tanta arrogancia

Foto: Estatua del político Pau Claris, por Rafael Atché. (Wikimedia Commons)
Estatua del político Pau Claris, por Rafael Atché. (Wikimedia Commons)

“Siempre he creído que la mesa es un elemento decisivo de sociabilidad y tolerancia’. Al ver los tiempos que corren, está claro que no sabemos comer”.

Josep Pla.

La historia nos permite revivir, cuando hay ánimo de autocrítica y perspectiva, errores y aciertos cometidos por sus protagonistas. Es importante determinar cuando hay diferencias de enfoque y cuál es el ángulo de visión del otro; a veces crecemos, aunque otras hay que tragar sapos en mor de una convivencia más digerible, a pesar de que el ego salga trastabillado. Los problemas sobrevienen cuando el coloso es vulnerable y el alfeñique aprovecha su ventana de oportunidad para meter la estaca en el ojo de Polifemo, ponerse a silbar y soltar el clásico: “A mí que me registren…”.

Cataluña tiene una historia fascinante, al igual que una acusada tendencia al estrabismo, daltonismo, y miopía extrema. Pero vamos por partes. Toda la grandeza acumulada por derecho propio a lo largo de los siglos, cuando le da el repente reivindicativo, la dilapida en inútiles pataleos. De condado tapón por decreto de Carlomagno y con la idea de frenar a los aguerridos moritos, acabó abrazado indefectiblemente al Reino de Aragón, un mastodonte que campaba en el Mediterráneo como Pedro por su casa. Pero reacios a colaborar con Felipe IV, a la sazón rey de las monarquías hispánicas con su cuota de soldados y dinero para financiar los vastos compromisos de aquel enorme imperio; se hicieron los suecos y en un repente se sacaron de la chistera una república al estilo de la de Génova que duró lo que el canto de un gallo; algo así como una semana allá por enero del año 1641.

Pau Claris, presidente interino del efímero cotarro, dejó en aquella atrevida apuesta a sus seguidores en pañales. El desahuciado principado de breve firma republicana fue abandonado a su suerte por Francia y su Luis de turno, y en aquella agarrada perdería el Rosellón, buena parte de la Cerdaña, miles de ciudadanos por peste y hambre. Las aspiraciones soñadas se irían a toda velocidad por el desagüe de la historia. Las pretensiones de independencia volvían a encallar. Pero la cosa no acaba ahí. Al loable espíritu mercantil de la burguesía catalana, siempre admirada por la miríada de emprendedores con su componente de ADN fenicio y raíces semíticas, se le hacía urgente un cambio de aceite.

Nuevamente, vuelven a la carga con el advenimiento del nieto de Luis XIV de Francia, Felipe V de Borbón, exportado desde París siguiendo los designios de su mentor galo para proyectarse en la península. La centrifugadora nacionalista pide marcha y sus devaneos con los Austrias en la llamada guerra de Sucesión de España que concluye con los Tratados de Utrecht en 1713 y con el de Rastadt posteriormente, suponen graves pérdidas para España. Las veleidades separatistas pasan una enorme factura al Imperio Español y para los recalcitrantes nacionalistas catalanes siempre a lo suyo; el nuevo asalto, concluye en K.O. técnico con abundante lona, no sin antes llevarse por delante todo lo laboriosamente construido hasta la fecha. Pareciera, a juzgar por los hechos, que un espíritu suicida recurrente presidía estas acciones.

Un nacionalismo radical con nombre de colonia

La pregunta es ¿mereció la pena? El hecho diferencial catalán que nadie en su sano juicio discute si merece tanto destrozo en la convivencia común. Por ejemplo, Francesc Cambó tuvo la elegancia de disimular su esquizofrenia política con un discurso doméstico de corte catalanista. Eso sí, cuando salía del ámbito casero, era más cosmopolita e ibérico que el jamón serrano, o al menos sabía establecer las diferencias entre lo que es el fuet y el jamón de bellota. Más realista en el sentido adaptativo que no monárquico, Enric Prat de la Riba, proponía algo más audaz, pero dentro de unos límites: una comunidad autónoma. Esta opción parecía embridar un estado cuasi federal hasta que apareció el nacionalismo radical con nombre de colonia y apariencia hortera.

El rigor de Vicens Vives, alejado del romanticismo con el que el actual nacionalismo catalán envuelve hechos infundados hizo que este historiador fuera tratado como un apestado

En el caso del erudito y sensato Jaume Vicens Vives, maestro de historiadores e investigador insaciable de los trasuntos y trampantojos de la historia de Cataluña, acabó con su natural elegancia y con su osamenta en un exilio interior deportado por las depuraciones franquistas; la multitud de avales con los que fue apoyado impidió que la cosa fuera a mayores. Su rigor, alejado del romanticismo con el que el actual nacionalismo catalán envuelve hechos escasamente fundados y muy discutibles; hizo que este famoso historiador fuera tratado como un apestado por los suyos, los detentadores de la ortodoxia y acusado de escasa sensibilidad catalana. Murió famélico y canoso a la edad de 50 años. Eso sí, a su entierro fueron todos los que lo habían defenestrado.

Hubo, ha habido y habrá voces conciliadoras en medio de un ambiente hostil. Se hace necesario saber cómo se ha articulado el pensamiento catalanista más allá de los márgenes históricos. La realidad social, económica, política y cultural de Cataluña forma parte de este mosaico intercultural que es España y deshacer lo que tan arduamente ha supuesto el trabajo de nuestros antepasados no es baladí. Se requiere responsabilidad y altura de miras para orientarnos todos juntos en esta atmosfera tan confusa que nos ha tocado vivir. A esta pléyade de catalanes que con aciertos y errores tendieron puentes en mor de un entendimiento amable, es a los que el resto de españoles debemos reconocimiento.

Foto: Torre del homenaje del castillo mariní de Gibraltar. (James Cridland, Wikimedia Commons)

Pau Casals, Jacinto Verdaguer, Joan Maragall, Margarita Xirgu, Joan Miró, Josep Pla, Mercè Rodoreda, Montserrat Roig, Josep Benet, Antoni Tàpies, o mi bienamado Manuel Vázquez Montalbán han sido algunos nacionalistas reactivos sobre todo en la época del régimen anterior. Si se entiende en contexto este rechazo a “lo español” como algo que no aportaba buen viento a una convivencia entre vencedores y vencidos. Ya en el XIX, intelectuales, artistas y gentes de la intelligentsia catalana se han visto, obligados por circunstancias políticas y quizás por la necesidad de mimetización, a dedicar gran parte de su acción a defender su ethos y buscar un encaje con España. Jugar a dos bandas tiene sus riesgos.

No hay que olvidar, por si se desea considerar parte de la ecuación o, por el contrario, entrar en falacias de composición que obvian las razones de la otra parte, que nuestros recientes antepasados Austrias eran más federalistas en su concepción de la gestión del Imperio y que el feroz centralismo de la herencia borbónica francesa solo ha hecho que hurgar en viejas heridas de las que periódicamente manan rencores dormidos. Cataluña debe dejarse de zarandajas y hechizos de Circe y sentar las bases de una realidad más integral y compartida. Aquellos que dejaron atrás sus tierras y su pasado para levantar esta pujante comunidad mediterránea, todavía están esperando un tren digno de tal nombre y un desarrollo que les permita pronunciar altivos la palabra Extremadura o Andalucía. Para que esto sea así, alguien tendrá que despojarse de arrogancia para que otros se puedan vestir dignamente.

“Siempre he creído que la mesa es un elemento decisivo de sociabilidad y tolerancia’. Al ver los tiempos que corren, está claro que no sabemos comer”.

Historia de España