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La altura, un espectáculo en el siglo XIX: así vivieron tres de las personas más grandes del mundo
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Una narrativa de prejuicios

La altura, un espectáculo en el siglo XIX: así vivieron tres de las personas más grandes del mundo

La imagen predominante del gigante en la ficción era, desde la Antigüedad, la del exceso, la violencia y el terror, pero lo verdaderamente violento y terrorífico ocurría en la realidad

Foto: Fuente: Wikimedia.
Fuente: Wikimedia.

La cultura popular se ha empeñado durante siglos en reforzar los patrones de normalidad: una cara normal, unos rasgos normales, un cuerpo normal. Establecidos desde un imaginario que integraba religión y superstición a partes iguales (alguna característica había que elegir como gancho para hacerse con un chivo expiatorio), han marcado de por vida a multitud de seres humanos y lo siguen haciendo. En ese margen, a lo "raro", lo "freak" y lo "monstruoso" encontramos a las personas gigantes, despojadas de lo primero, destinadas a menudo al personaje cruel y malvado en la literatura, el teatro o el cine, en definitiva, en el imaginario que conformaba sus entornos.

Ya en el antiguo poema mesopotámico 'La Epopeya de Gilgamesh', considerado como la obra literaria más antigua que se conserva, el héroe epónimo lucha contra el llamado Humbaba el Terrible, un gigante con cara de león que protege el Bosque de Cedros donde viven los dioses. Asimismo, en la tradición de los nativos americanos, los Si-Te-Cah pelirrojos de la tradición Paiute son devoradores de hombres, y los Nephilim del Antiguo Testamento hacen que los hombres normales parezcan "saltamontes".

Foto: Robert Wadlow, el gigante más famoso del mundo, junto a su padre. (Wikipedia)

En Europa, los paisajes extraños y las ruinas hechas por manos humanas o los movimientos de tierra se explicaban con frecuencia como productos de la ira de gigantes. Un ejemplo claro de ello es el poema en inglés antiguo 'The Ruin', escrito en algún momento entre los siglos VIII y IX, parece hablar de las ruinas de una casa de baños romana como la construcción de gigantes. Todo ello continuó, y aún hoy en día la ficción sigue utilizando la altura y el tamaño del cuerpo para hablar de terror.

Subvertir el estereotipo

Es decir, la imagen más predominante del gigante ya era desde la Antigüedad una figura de violencia y exceso: siguiendo la línea, el Rey Arturo era desafiado en su historia por el gigante Rey Royns, con su capa hecha con barbas de reyes. No obstante, en algunos rincones del mundo estas personas fueron medianamente comprendidas, subvirtiendo este monstruoso estereotipo, entendiéndose como amantes, cónyuges, amigos y hermanos. Y, sin embargo, ni siquiera así se libraron de la mirada ajena, como constante, de la obligación de ser espectáculo.

Anna Haining Swan fue una de esas personas. Nacida en el condado de Colchester, Nueva Escocia (en el noroeste de Canadá), pronto se hizo conocida como "la gigante de Nueva Escocia" por su gran estatura: 2,41 metros. Cuando llegó al mundo, en 1846, siendo la tercera de 13 hijos, ya parecía haber pegado el estirón antes de lo habitual. Al nacer pesó seis kilos, con tan solo cuatro años ya medía 1,4 metros, y seguía y seguía creciendo.

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Fuente: Wikimedia.

De pequeña fue la comidilla de todo su vecindario, pero su familia le ayudó a que las habladurías no repercutieran en sus objetivos: estudiar, viajar, entender el mundo más allá de los estereotipos. Su entorno apreció pronto su inteligencia, así que le abrieron el camino de la música y la literatura. Rápidamente, Anna destacaría en estas disciplinas, su lugar en la aldea, parecía, se le quedaba pequeño.

No sería una reliquia expuesta

Con tan solo 16 años aceptó formar parte del Museo Americano de PT Barnum situado en el barrio neoyorkino de Broadway. No sería una como una figura o una reliquia expuesta, sino miembro del equipo con sueldo, alojamiento, ropa y vehículo a medida e incluso un tutor que le ayudaba con los estudios durante tres horas al día. Para entonces, escribía y leía poesía, tocaba el piano, se desarrollaba como actriz de teatro y daba conferencias.

Años más tarde, comenzó a viajar fuera, incluso más allá del continente americano. Llegó a Europa, donde conoció y se casó con Martin Van Buren Bates, apodado el "Gigante de Kentucky". Martin medía algo menos que Anna, 2,36 metros, y fueron nombrados como la "pareja casada más alta del mundo" por Guinness World Record. Ambos se asentaron en una pequeña localidad de Ohio, en una casa adaptada a sus tamaños, con muebles que el propio padre de Anna le había estado haciendo desde que era pequeña.

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Fuente: Wikimedia.

La joven dio a luz dos veces: la primera fue una niña nacida en 1872 que murió al nacer con un peso de 8,16 kg. Más tarde, llegó un niño en 1879, pero solo sobrevivió 11 horas tras el parto. Fue el recién nacido más grande jamás registrado, con 10,7 kg y unos 75 cm de altura. Con todo ello, la vida de Anna, entre la normalidad y la peculiaridad que la sociedad había marcado para ella, resignificó la historia de muchas personas como ella que habían llegado al mundo antes. Murió repentina e inesperadamente de insuficiencia cardíaca mientras dormía en su casa el 5 de agosto de 1888, un día antes de cumplir 42 años.

Cuando la mirada ajena se vuelve eterna

Mientras Anna conformaba su vida a su manera también lo hacía en España Agustín Luengo Capilla. Con 2,35 metros de altura, era natural del municipio de Puebla de Alcocer, en Badajoz, y allí lo tuvo aún más difícil que la estadounidense, especialmente por su clase social. Según explican desde la Real Academia de Historia, era el mayor de seis hermanos en una familia que vivía del medio rural, con muy pocos recursos. Su padre acabó vendiéndolo a los dueños de un circo por 70 reales, dos hogazas de pan blanco, media arroba de arroz, miel del Alentejo, una garrafa de aguardiente, dos paletas de jamón y un daguerrotipo.

"A Agustín Luengo no le pareció mal el trato. Él solo quería recorrer mundo y dejar atrás las leyendas que exageraban su figura hasta agrandarlo en tres metros, además de pintarlo alimentándose de ratones vivos y durmiendo en el fondo de un pozo seco. Él solo quería (soñaba, más bien), con suerte, llegar a enamorarse", apunta Jesús Ruiz Matilla en 'El País'. Nada de aquello ocurrió, tan solo más y más tratos que traficaban con su cuerpo en vida: Pedro González Velasco, fundador el Museo de Antropología de Madrid, le ofreció 3.000 pesetas por convertirse en atracción para la eternidad. Por un adelanto de 1.500 en mano y el resto del pago en forma de 2,50 pesetas cada día, Agustín, que se dedicaba a mostrarse en público y en privado para otros, aceptó. Hoy sus restos siguen expuestos en el mencionado museo.

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Fuente: Wikimedia.

También Ella Grisby se hizo conocida en el siglo XIX por ser una de las personas más altas del mundo en ese momento (se le apodó la mujer más alta del mundo, y aunque lo cierto es que no era así, tampoco hacía falta). Bajo su nombre artístico Madame Abomah, viajó por todas partes presentándose como “la mujer africana gigante” o la “giganta africana”. No se conoce con exactitud, pero se decía en aquel momento que medía 2,31 metros, aunque parece que realmente alcanzaba unos 2,09 metros.

Nacida en octubre de 1865 en Lawrence County, Carolina del Sur, Ella parecía destinada a la esclavitud que la población blanca había impuesto sobre la racializada. Podría decirse que su tamaño lo evitó, pero lo cierto es que la alternativa que se le ofrecía tampoco era de lo más digna.

Era 1896, y mientras la joven trabajaba como cocinera, Frank C. Bostock, un promotor circense, se topó con ella. No tardó en pedirle hacer negocios juntos, claro que los beneficios no iban a ir a partes iguales. No obstante, ahí comenzaron 30 años de carrera viajando por Gran Bretaña, la mayor parte de Europa continental, Australia y Nueva Zelanda, América del Sur, Cuba y por supuesto Estados Unidos. Marcados por diferentes variables, desde el color de la piel a las posibilidades económicas, todo ello finalmente ligado entre sí, lo que más determinó la existencia de estas tres personas y tantas otras fue, simplemente, unos centímetros más.

La cultura popular se ha empeñado durante siglos en reforzar los patrones de normalidad: una cara normal, unos rasgos normales, un cuerpo normal. Establecidos desde un imaginario que integraba religión y superstición a partes iguales (alguna característica había que elegir como gancho para hacerse con un chivo expiatorio), han marcado de por vida a multitud de seres humanos y lo siguen haciendo. En ese margen, a lo "raro", lo "freak" y lo "monstruoso" encontramos a las personas gigantes, despojadas de lo primero, destinadas a menudo al personaje cruel y malvado en la literatura, el teatro o el cine, en definitiva, en el imaginario que conformaba sus entornos.

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