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El capitán Fandiño, un auténtico 'crack'
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El capitán Fandiño, un auténtico 'crack'

Les echó el guante a aquellos 'hooligans', que se las prometían felices en su rutina de siempre, que no era otra que la práctica de la cleptocracia elevada a la categoría de excelencia

Foto: Enfrentamiento, que tuvo lugar hacia 1710, entre una fragata española y un navío británico (Fuente: Wikimedia/ Ángel Cortellini Sánchez)
Enfrentamiento, que tuvo lugar hacia 1710, entre una fragata española y un navío británico (Fuente: Wikimedia/ Ángel Cortellini Sánchez)

"Si lograste engañar a una persona, no significa que sea tonta, quiere decir que confiaba en ti más de lo que te merecías".

Charles Bukowski.

Muchas veces la historia incurre en la exageración del mito o del heroísmo para redimirse de aquello que solo fue un acto casual y sin mayor trascendencia. Otras, dependiendo del agraviado, ocurre que se magnifica lo banal hasta convertirlo en “casus belli”. Sea cual sea el pretexto, en multitud de ocasiones los resultados han sido desastrosos, desembocando en guerras en toda regla a partir de un accidente trivial. La actualidad nos muestra sin rubor lo sutil que es el efecto mariposa y hasta donde nos puede conducir.

El 1731 fue un año aciago en el que Inglaterra se pudo evitar una de las mayores humillaciones de su historia, de no haber sido por el empecinamiento de un corsario agraviado en lo más profundo de su ego por un capitán español embarcado en un veloz bergantín. Esta era una nave muy en boga a principios del siglo XVIII, caracterizada por una obra viva que la dotaba de gran estabilidad, proa de cuchillo y un equilibrio muy logrado entre la capacidad de destrucción y la velocidad punta, que hacía de estas embarcaciones armas letales para su pequeña entidad y casco reducido más allá de su enorme capacidad de maniobra. Hasta 20 piezas de artillería y cerca de un centenar de marinos albergaban las 150 toneladas de desplazamiento estándar de estas ágiles naves. Construidas en los astilleros de La Habana y bien conducida por un marino de altura, eran una verdadera pesadilla en los ataques sorpresa.

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Cerca de las costas de la Florida española, en una pequeña ensenada, se encontraba el trajinado barco inglés Rebeca a sotavento haciendo unos arreglos de fortuna tras una tormenta. Con viento de popa y todo el trapo desplegado, el bergantín español se echó encima de los calaveras, que rondaban aquellos pagos para ver que podían “levantar” a los lugareños o embarcaciones despistadas que por allá circularan. El guardacostas de la Corona Española, La Isabela, cuyo capitán era Juan León Fandiño, les echó el guante a aquellos 'hooligans', que se las prometían felices en su rutina de siempre, que no era otra que la práctica de la cleptocracia elevada a la categoría de excelencia. Pero el capitán que asaltó a los sorprendidos ingleses tenía muchas tablas y se montó un taconeo antológico en la cubierta de la nave anglosajona.

El tal Jenkins, un apergaminado corsario del tres al cuarto, oxidado, con mucha roña, barba sembrada de comida atrasada y nula higiene, con una lectura facial que daba para un tratado de teoría gestual, se sabía todas las triquiñuelas de la Biblia de la piratería. Con estas, se vino “parriba” tras el susto inicial, y plantó cara al español. Visto y no visto, Fandiño, en una rápida y magistral finta de espada y a una velocidad sin contestación posible, le cercenó una oreja de cuajo que lo dejó cavilando profundamente sobre la metafísica de la estética.

Tras la dinámica demostración de muñeca y estoque, le dio en confiscar buque y carga y pronunció la ya célebre frase «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». El contrabandista, experto en insultos en lenguas muertas y lanzar sapos verdes por la boca (acompañados de parafernalia flamígera, probablemente producto de su pésimo estado de conservación en alcohol), conservó la oreja cercenada en un frasco de whisky y, con las mismas, se presentó en el parlamento a soliviantar los predispuestos oídos de sus señorías que estaban, como es habitual, en la idiosincrasia anglosajona a ver que pillaban en aquel trance. Es sabido que la afananza y la levitación de lo ajeno son las especialidades cultivadas de esta gran nación, hecha a base del expolio ajeno. Este quejumbroso lamento en diferido del doliente Jenkins acontecía en el año 1738.

"Robert Walpole, impelido por el populacho, tuvo que declarar la guerra al Imperio Español en circunstancias harto sospechosas"

Según la dispar e incoherente cronología del desarrollo de los acontecimientos, este elemento se presentó en la Cámara de los Comunes siete años más tarde con la prueba de la “crueldad” del capitán español. Testigos de los hechos sostienen que lo de la oreja era una trola monumental, probablemente perdida en un lance en Jamaica.

El primer ministro a la sazón Robert Walpole, impelido por el populacho, tuvo que declarar la guerra al Imperio Español en circunstancias harto sospechosas, que pesaron en su conciencia durante mucho tiempo pues, lo que parecía ser un producto de un subidón de adrenalina quedó atemperado por las sucesivas derrotas infligidas por los peninsulares en la llamada Guerra del Asiento (término, este último, asociado con un preacuerdo de tonelaje importado anual y limitado de mercadeo entre la metrópoli británica y el continente americano).

En fin, que entre las amenazas de la compañía South Sea Company (no hay que olvidar que era una corporación que veía con buenos ojos que el gobierno pusiera su armada a disposición de sus intereses comerciales mientras meneaba distraídamente la bandera de la Unión Jacks para comer el coco a aquellos que les faltaba un gramo para el kilo), el estentóreo argumentario del pirado de Jenkins y la soliviantada Cámara de los Comunes cuya representación estaba llena de chorizos doctorados en el oficio de la afananza pandillar, creaban un contubernio de calaveras con levita cuyo atrezo era bastante surrealista.

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Utrecht había dejado unas heridas con profundas cicatrices que bien pudieron inspirar a Mary Shelley en su genial obra Frankenstein. El navío de permiso (un bajel de 500 toneladas brutas con el que los anglos podían comerciar con los virreinatos libremente) y el asiento de negros, una forma de comercio de esclavos al por mayor que la South Sea Company aprovechó de manera harto generosa y, con libre interpretación, incentivaron el contrabando hasta institucionalizar las infracciones al tratado en cuestión y convertirlas en una rutina escandalosa.

Todo esto nos lleva a concluir que, por encima de los estados, ya estaban las corporaciones cortando el bacalao hace ya tres siglos. El perjuicio de los intereses comerciales hacia el Imperio español era el objetivo encubierto de esta y posteriormente otras compañías de similar calaña que, con el claro objetivo de lesionar el monopolio comercial de la Corona Española en aquellas vastas extensiones, agitaban a través de los medios e influencias espurios intereses que, a la postre, se traducían en agitar a las masas para crear estados de opinión favorables a sus intereses. Nada nuevo bajo el sol.

Lo demás ya es historia.

"Si lograste engañar a una persona, no significa que sea tonta, quiere decir que confiaba en ti más de lo que te merecías".

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