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El mundo acababa en 1666: el año del primer delirio colectivo
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El mundo acababa en 1666: el año del primer delirio colectivo

No estaba muy claro cómo ni por qué, lejos de toda idea de cambio climático, de conciencia, de pudor, pero lo decía la Biblia, qué más hacía falta para apresurarse a lamentar la tragedia de 1666

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Poner el ojo en el futuro puede que sea uno de los ejercicios de la inercia humana más inevitables, así que como tal por supuesto que no es nada nuevo. El futuro como fin mismo, de hecho, ofrece el significado más evidente que la humanidad posee hasta la fecha. Sin embargo, una cosa es morir y otra muy distinta es que el mundo entero lo haga: ¿Pero cómo puede acabarse el mundo? Todavía hoy, inmersos en una crisis climática sin precedentes, muchas personas se niegan a cualquier posibilidad de un planeta diciendo basta. Sin embargo, en algún momento de la historia, el futuro tenía una fecha de caducidad muy clara.

No estaba muy claro cómo ni por qué, lejos de toda idea de cambio climático, de conciencia, de pudor, pero muchas personas confiaban en que para entonces ya no tendrían nada que hacer. Lo decía la Biblia, qué más hacía falta para apresurarse a lamentar la tragedia de 1666.

Foto: Fuente: iStock.

Libro del Apocalipsis. Capítulo 13, versículo 18: "Aquí está la sabiduría. El que tenga entendimiento, calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre; y su número es 666", eso decía, o al menos se quiso identificar que decía Juan de Patmos, su autor. Aunque solo esta frase ha dado para una infinidad de debates, ya que no todos los historiadores y teólogos interpretan de la misma forma el hebreo empleado en sus páginas, la incertidumbre ya estaba implantada.

El poder de lo nombrado

La llamada Marca de la Bestia ha provocado a lo largo de la Historia interpretaciones sobre sí misma desde enfoques muy diferentes, pero antes de que el 666 apareciera en el calendario cristiano siguiendo a un 1, mientras las teorías iban y venían, el nombre lo decía todo. El poder de la palabra, de lo nombrado, de aquello que tiene una forma palpable, aunque nadie sepa como es, las letras sobre la imagen misma que una bestia, el diablo, pudiera mostrar, era suficiente.

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Fuente: Wikipedia

El año 1666 comprendía además para la sociedad cristiana un milenio desde que Cristo apareció en la tierra, así que, como explica Charlotte Sleigh en 'Wellcome Collection', "el misterioso ‘número de la bestia’, ambos profetizados en el último libro de la Biblia como un presagio apocalíptico, en medio de la muerte y el caos de todo tipo, generó miles de panfletos y especulaciones". Y es que para cuando llegó, la sociedad occidental había vivido tantas cosas como avisos del fin del mundo presentaba la religión.

Los reyes de unos y otros pueblos habían masacrado a la sociedad mediante guerras. Católicos y protestantes se habían enfrentado unos a otros por toda Europa, y por si fuera poco la peste bubónica traspasaba cuerpos y fronteras con más potencia que el fuego levantado para quemar, controlar, evitar un futuro en manos del demonio. Pero, ¿qué futuro?

Cuando el fuego se expandió

Entre hogueras, el fuego se expandió, de pronto, incontrolable: entre el 2 y 5 de septiembre, aquel fatídico año, el Gran Incendio de Londres destruyó gran parte de la ciudad, deshaciendo a cenizas unas 13.000 casas y 87 iglesias parroquiales. Estaba todo dicho. Palabra del diablo. Qué hacer, por dios, qué hacer. "Muchos lo vieron como el cumplimiento de la profecía del fin del mundo. Sin embargo, comparado con la gran cantidad de daños materiales, el número de muertos por el incendio fue notablemente bajo, según se informa, solo 10 personas, no del todo el fin del mundo", dice Rachel Cole en 'Britannica'.

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Allí, precisamente, tuvo lugar la llama primera de lo que hoy entenderíamos como la cultura del miedo. Como explica Sleigh, los cultos apocalípticos y místicos florecieron a medida que se difundieron los panfletos y los casos de peste, pero también lo hicieron la ciencia y la invención. “Tal vez inesperadamente, gran parte del desarrollo científico durante este tiempo también se basó en el deseo de lograr el cierre Divino de la historia”.

La madre de todas las academias de la ciencia surgió en aquel mismo lugar. El futuro estaba entre los muros y entre las manos de sus fundadores: la 'Royal Society of London', estaba, también, marcada por las mismas supersticiones que hacían arder a la mitad de la población a su alrededor. Aquello no podía ser brujería, el milenio estaba verdaderamente marcado, tendría que estarlo para que se entendiese el avance del conocimiento humano, un futuro hacia lo divino.

Un reino celestial en la Tierra

Qué más da que se acabara el mundo si había que conquistar horizontes, si de eso se trataba, decían Samuel Hartlib y Robert Boyle, aunque a ninguno de los dos les gustaría ver sus nombres tan cerca. Hartlib, cuya obra ha sido comparada con la de los motores de búsqueda de internet con un afán impetuoso por difundir la inteligencia para alcanzar lo que creían “el verdadero milenio de Dios”. Boyle, que se apresuró a escribir una enorme lista de descubrimientos que, de lograrse, mostrarían que los humanos habían alcanzado ese reino celestial en la Tierra: "La prolongación de la vida", el "Arte de Volar", la "Luz perpetua", "fabricar armaduras muy livianas y extremadamente duras", "Un barco capaz de navegar con todo tipo de vientos, y un buque inhundible", "una manera práctica y certera de determinar longitudes", "drogas lo suficientemente poderosas como para alterar o exaltar la imaginación, despertar la memoria y otras funciones y apaciguar el dolor, adquirir sueño inocente, sueños inofensivos", etc.

Los dos se interrogaban, el uno al otro, como soldados en duelo, mientras grupos de soldados se preparaban para servir en la llamada profecía del último rey santo: el Rey Jesús reemplazaría a Carlos I de Inglaterra. Ninguno de ellos logró mucho en su momento. No obstante, aquel marco de lógica como un péndulo entre la religión y la ciencia, violencia por medio, marcaría el devenir que sí habría después de 1666.

placeholder Los cuatro jinetes del apocalipsis. Fuente: Wikipedia
Los cuatro jinetes del apocalipsis. Fuente: Wikipedia

Aquí estamos, como recuerda Sleigh, con los resultados de las lógicas de siglos pasados, tal vez con muchos de los avances soñados por Boyle, pero sosteniendo los mismos mecanismos de defensa ante el miedo a que todo desaparezca: “Muchas tecnologías siguen proponiéndose como solución a implicaciones imaginarias que continúan arraigando las desigualdades capitalistas. En muchos casos no son más que un parche adhesivo para un sistema roto, un mecanismo de limpieza que permitirá que los negocios sigan como de costumbre”.

Igual que Hartlib y Boyle, el sistema actual, se apresura a responder a las consecuencias de una crisis medioambiental desde un sentir religioso y/o científico, en la marca misma del mundo, como lo planteaban las profecías, pero “quizás antes de soñar con nuevas piezas de tecnología para arreglar el planeta, primero debemos encontrar un marco espiritual o filosófico igualmente convincente para nuestro imaginario, y uno que ponga la justicia climática y el valor intrínseco de la naturaleza en el centro”.

Poner el ojo en el futuro puede que sea uno de los ejercicios de la inercia humana más inevitables, así que como tal por supuesto que no es nada nuevo. El futuro como fin mismo, de hecho, ofrece el significado más evidente que la humanidad posee hasta la fecha. Sin embargo, una cosa es morir y otra muy distinta es que el mundo entero lo haga: ¿Pero cómo puede acabarse el mundo? Todavía hoy, inmersos en una crisis climática sin precedentes, muchas personas se niegan a cualquier posibilidad de un planeta diciendo basta. Sin embargo, en algún momento de la historia, el futuro tenía una fecha de caducidad muy clara.

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